20/7/16

Capítulo de la Congregación Brasileña, 13.06.2016

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori, Abad General OCist

 Una pregunta rica e importante

“¿Somos fieles a nuestra vocación?

Es una pregunta que es importante que nos planteemos, para no dar por descontado el camino que hacemos. Plantearse una pregunta quiere decir primeramente pararse, interrogar nuestra vida personal y comunitaria, en búsqueda de una respuesta, de un juicio que no es automático. Plantearse una pregunta sobre nuestra vida y vocación quiere decir reconocer que nuestra vida y vocación no es una máquina que funciona por sí misma, que no tiene necesidad de revisión, que no se debe jamás programar de nuevo. Plantearse una pregunta quiere decir también que nuestra libertad y nuestra decisión tienen siempre un papel que jugar en nuestra vida. Plantearse una pregunta, quiere decir que la respuesta puede ser positiva o negativa, y que, por lo tanto, la respuesta puede pedirnos aún más, nos puede pedir una decisión posterior. Si, por ejemplo, respondemos que no nos parece que seamos verdaderamente fieles a nuestra vocación, esta respuesta nos lanza otras preguntas. ¿Por qué no somos fieles a nuestra vocación? ¿Queremos ser fieles a nuestra vocación? ¿Cómo podemos ser más fieles? ¿Cómo ayudarnos a ser cada vez más fieles?...


O si respondemos: “¡Cierto, somos fieles!", deberemos al menos preguntarnos: ¿Estamos seguros que tenemos un concepto correcto de fidelidad? ¿Por qué nos sentimos tan fieles, mientras otros no? ¿Quizás somos un poco fariseos? ¿O publicanos que no quieren convertirse?...


Por lo tanto, es un tema complejo, o mejor: un tema rico. Porque es una pregunta que rápidamente se multiplica en otras preguntas. Preguntarnos: “¿Somos fieles a nuestra vocación?”, quiere decir plantearse al menos tres preguntas: ¿Qué significa ser fieles? ¿Qué significa ser fieles a una vocación? ¿Qué quiere decir ser fieles a nuestra vocación, es decir, a la vocación monástica cisterciense?


Plantearse estas preguntas es muy importante para nosotros. Y es siempre importante, a lo largo de toda nuestra vida. Deberemos preguntárnoslo cada día, examinarnos sobre esto cada día. Porque cuando alguien tiene una vocación, significa que el Señor le ha querido y amado para esto, y, por lo tanto, vive para esto, y que la vocación es el sentido de su vida, y que no vive verdaderamente su vida si no es fiel a su vocación. La fidelidad a la vocación es la fidelidad al sentido de nuestra vida.

La fidelidad es pertenencia

Porque la vida misma es vocación. Dios nos llama a la vida, nos crea llamándonos a vivir una vocación que Él ha pensado desde la eternidad. “Antes que fueras formado en el seno materno te conocí, antes que nacieras te consagré, te he hecho profeta de las naciones” (Jer 1,5).

La víspera de la muerte de mi madre, rezaba el Oficio divino junto a su cama en el hospital. Era el Salmo 21, y me impresionaron mucho las palabras: “Eres tú quien me ha sacado del seno materno, me has confiado a los pechos de mi madre; a ti fui entregado desde mi nacimiento, desde el seno materno, tú eres mi Dios.” (Sal 21,10-11)

Me detuve para mirar ante mí el cuerpo de mi madre, ya sin conciencia, y experimenté un gran respeto por aquel cuerpo que fue para mí el primer templo de Dios, el templo en el que Dios era ya “mi Dios”: “desde el seno materno, tú eres mi Dios”. El templo en el que Dios me llamó a la vida y me formó, y del que me tomó para ser Suyo: “a ti fue entregado desde mi nacimiento”.

El misterio de toda vida, sin excepciones, es esta pertenencia a Dios porque Dios ha querido, desde toda la eternidad, pertenecer a nosotros, ser nuestro Dios. Somos de Dios pertenecemos a Dios, porque Dios es nuestro Dios, porque Dios nos pertenece.

Es a partir de este misterio, que es un misterio de Misericordia, desde el que podemos comprender qué es la fidelidad. En efecto, la fidelidad se define en toda la Biblia como pertenencia. Somos fieles si pertenecemos a nuestro Dios, al Dios que nos pertenece, que se ha revelado como “nuestro Dios”, y que nos ha creado y formado para esto, para vivir esta pertenencia a Él.

Pertenecer a Dios no es nunca una cuestión superficial, porque nuestra pertenencia a Dios nos constituye, y esto no solo desde “el seno de mi madre”, sino incluso antes, en el pensamiento eterno de Dios que ha decidido crearme desde toda la eternidad. Pero el “antes”, el eterno pensamiento que Dios tiene de mí, se realiza “en el seno de mi madre”, es decir, se manifiesta, se define, se encarna en una pertenencia humana, en nuestra madre, en nuestro padre, en nuestra familia, y en todas las pertenencias que modelan nuestra vida, nuestra historia. Cada uno de nosotros pertenece a Dios en la forma de su ADN, es decir, en el rostro, en el cuerpo, en la psicología, en la cultura, etc., que definen su existencia. Cada uno de nosotros pertenece a Dios a través de las pertenencias concretas humanas e históricas, dentro de las cuales se desarrolla nuestra existencia. Porque también esto forma parte del designio de Dios, es forma sustancial de nuestra pertenencia a Él. Y Dios utiliza la sucesión de las pertenencias humanas, históricas, para definir cada vez más nuestra pertenencia a Él. Nos pone en el seno de una madre, pero: “Eres tú quien me ha sacado del seno materno, me has confiado a los pechos de mi madre”. Primeramente Dios nos confía a un seno, después a un regazo materno, después a los brazos de un padre, a una familia, etc. Dios nos hace pasar a través de diferentes pertenencias para construir la única pertenencia que define totalmente nuestra vida: la pertenencia a Él.

En nuestra vida se suceden diferentes “senos” y “regazos” que nos forman y alimentan en la vida como pertenencia a Dios. Algunos senos son provisorios, otros más definitivos en el sentido que nos definen verdaderamente como identidad y vocación. Las escuelas que hemos tenido, los grupos juveniles, parroquiales, políticos, deportivos, a los que hemos pertenecido, pero también nuestra familia, todos estos son senos provisorios, que nos acompañan durante un tiempo, que nos acompañan en un aspecto parcial de nuestra vida, tanto es así que estas pertenencias se pueden superponer y ser contemporáneas.


Sin embargo, de un modo u otro, todas dejan su señal para el resto de nuestra vida. Pero la verdad y la fecundidad de cada una de estas pertenencias es solamente la de hacernos cada vez más conscientes y responsables de la gracia de pertenecer a Dios. Y la fidelidad a estas pertenencias es verdadera, tiene sentido, si es para una fidelidad siempre más explícita y profunda a la pertenencia a Dios.

La infidelidad de la superficialidad

Por lo tanto, hay una primera forma de infidelidad a la pertenencia a Dios: la superficialidad con la que con frecuencia vivimos las pertenencias a través de las que aquella se forma y se encarna. Es importante tomar conciencia, porque hemos llegado a una cultura tan superficial en el sentido de la pertenencia hasta haber hecho indiferente el seno de la madre. Hoy se considera indiferente la mujer que lleva un niño en su seno. La gestación ha degenerado en una gestión. Se considera el embarazo como la “gestión” de una práctica jurídica, un dosier: tiempo determinado, costo determinado, y después se olvida y se pasa a la práctica sucesiva.

Pero nada impide a Dios el formar la pertenencia a Él incluso a quien pasa por experiencias similares. Precisamente porque la vida de cada persona es querida por la pertenencia a Dios, está destinada a la pertenencia a Dios, por lo tanto, tiene algo de infinitamente más grande que todos los asuntos humanos, y también que nuestras infidelidades. La vocación de una persona puede crecer a través de todo. Porque detrás de toda experiencia, Dios es el verdadero Padre que nos genera, nos ama y nos espera para ser siempre nuestro Dios.

Pero repito que la trampa más grande es la superficialidad, porque esto impide a Dios el formarnos. Es como ser arena. Se puede poner la arena en todos los moldes, darle todas las formas posibles, pero cuando la arena sale de la forma, vuelve a ser solamente arena, y el hecho de haber estado en aquel determinado molde, incluso durante años, no ha cambiado nada. Sin embargo, la arcilla, si está en un molde, incluso cuando el molde se quita o rompe, mantiene la forma recibida.


Es triste encontrarse con monjes o monjas que después de años y años de vida en el monasterio, es como si no estuviesen definidos todavía por esta vocación. Precisamente porque han vivido en el monasterio sin crecer en la pertenencia a Dios, sin tomar, con todo lo que son, y no solo en la superficie, la forma de la pertenencia al Señor. Con frecuencia, no es solo culpa suya, sino del monasterio que no forma de verdad para la pertenencia al Señor. Y esta es una gran aberración, porque todo en la Regla de san Benito persigue este único fin, es una ayuda, una educación constante a pertenecer cada vez más a Dios. En particular, la vida comunitaria y la vida litúrgica se nos ofrecen para pertenecer al Señor con todas las modalidades de relaciones de las que somos capaces.


      Por esto, la primera pregunta que quizá deberemos planearnos es si nuestras comunidades educan de verdad para la pertenencia al Señor. Si la finalidad de todo en nuestros monasterios es la de crecer en este sentido. Cuando Pedro y Juan fueron detenidos y se encontraron ante el sanedrín, lo que les definía, incluso antes sus enemigos, era la pertenencia a Jesucristo: “Viendo la confianza de Pedro y Juan y dándose cuenta que eran gente sin instrucción, quedaron maravillados y los reconocieron como aquellos que habían estado con Jesús” (Act, 4,13) ¿Se ve esto en nosotros? Fijémonos que, en el fondo, Dios no nos pide otro testimonio que el de ser verdaderamente suyos. Y es un testimonio que depende solo de nuestra relación con el Señor, y no de quien nos mira, de quien nos juzga. Basta ser suyos para que nuestro testimonio sea fecundo.

La fidelidad es relación

 "Los reconocieron como aquellos que habían estado con Jesús".

       Aquí encontramos un aspecto fundamental de la fidelidad. La fidelidad es una relación. La fidelidad no tiene un sentido único, siempre es una reciprocidad. Con frecuencia, la superficialidad en el concebir y vivir la fidelidad radica precisamente en creer que la fidelidad depende solo de nosotros, que la fidelidad sea algo que nos concierne e interesa solo a nosotros. Sin embargo, la fidelidad está definida por el otro al que se pertenece, al que estamos llamados a ser fieles. La fidelidad quiere decir dejarnos definir por la pertenencia a un otro. La superficialidad consiste también en definirse a sí mismo sin el otro, y es una aberración concebir la fidelidad como fidelidad a sí mismo y no a un otro, a otros. ¡Cuántos abandonan la vocación religiosa o la persona a la que están unidos por el matrimonio, o por otros lazos, por “ser fieles a sí mismos”!

¿Qué significa “fidelidad a sí mismos”, ninguno lo sabe explicar, porque decir “fidelidad a sí mismo” es una expresión contradictoria, que no tiene sentido, que no significa nada. Se puede ser fieles solamente dentro de una reciprocidad, de una relación. Y no se puede ser esto en relación con uno mismo. Se puede tener conciencia de sí, pero no se puede ser en relación con uno mismo. Quizá es precisamente este el origen de la infidelidad: el vivir la autoconciencia que se nos da de nosotros mismos como autosuficiencia, como si fuese una relación suficiente para vencer nuestra soledad, para dar plenitud a nuestra vida, que, sin embargo, está hecha para ser relación con Dios, y con todos en Dios. Adán tenía conciencia de sí, pero Dios creó a Eva para que no estuviese solo (cf. Gen 2,18). Adán no se contentó con soñar, no se sintió satisfecho con sus propias ideas, con sus propias fantasías: tuvo la necesidad de alguien para estar en relación, y tener un ámbito de verdadera fidelidad humana, reflejo y encarnación de la fidelidad a Dios.

La fidelidad a la vocación de nuestra vida no puede nunca ser una fidelidad a algo, sino a alguien. Porque la vocación significa que otro nos llama. Dios nos llama creándonos, dándonos unos talentos y, sobre todo, dándonos una vocación específica, definida, como es la vocación familiar, o la vocación religiosa.

Porque incluso Dios es fiel en el ámbito de una relación. San Pablo lo expresa muy bien en la primera carta a los Corintios: “Digno de fe es Dios, por quien sois llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor" (1 Cor 1,9).

Este versículo resume toda la temática que queremos profundizar, porque habla de fidelidad, de vocación y de comunión. Dios es digno de fe, porque primeramente él es fiel a lo que nos pide, a lo que nos ofrece: “Digno de fe” quiere decir que con Dios podemos poner en juego nuestra fidelidad, que la relación con Dios es una relación segura, que no nos traiciona, y si nosotros le somos fieles, no seremos desilusionados, no seremos jamás traicionados. Incluso “si somos infieles, Él permanece fiel”, escribe san Pablo a Timoteo (2 Tm 2,13).


Así pues, es importante fundamentar nuestra fidelidad sobre la fidelidad de Dios, sobre la roca de “Aquél que es” (cf. Ex 3,14). La Biblia insiste a menudo, en los Profetas y en los Salmos, o en los Libros sapienciales, sobre la fidelidad de Dios, en el sentido que solo Él es Dios, que permanece eternamente, que nos ama para siempre. La idolatría es una infidelidad porque abandona al único verdadero Dios, el único al que podemos verdaderamente confiarnos totalmente.

Y este Dios digno de fe nos llama, nos da una vocación, y así nos llama a serle fieles a Él como Él lo es con nosotros: “Digno de fe es Dios, por quien sois llamados”. “Fiel es el que os llama”, escribe igualmente san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5,24).

Así pues, es importante pensar en nuestra fidelidad a la vocación, no pensando solo en nosotros mismos, en nuestros pensamientos, en nuestras ideas, en nuestras fuerzas o en nuestras fragilidades, en nuestras virtudes o en nuestros pecados, en nuestros sueños o proyectos, sino pensado primeramente en Dios. Me impresiona cada vez que me encuentro con cónyuges infieles el hecho de que aquél o aquella que traiciona piensa solo en sí mismo, habla solo de sí mismo, no piensa en el otro, en la fidelidad del otro, en el sufrimiento del otro. O también los monjes o las monjas que tienen comportamientos incorrectos o abandonan la vocación: casi nunca piensan en la comunidad, en el sufrimiento de la comunidad. No piensan ni siquiera en la tristeza de Dios por su infidelidad. El joven rico se marchó triste, pero ciertamente el más triste era Jesús por la infidelidad de este joven a la llamada que Él le ofrecía con un amor fiel (cf. Mc 10,21-22). La infidelidad es una forma de egoísmo, de egocentrismo, de autoreferencialidad sin amor. No es por casualidad que en la Biblia se represente a Dios como un esposo traicionado, abandonado. O como un padre bueno abandonado por los hijos.

Esto implica que para permanecer fieles, para formar en la fidelidad a una vocación como la nuestra, y en todas las vocaciones, es importante educar y formar a mirar al Señor, a conocer a Dios, a pensar en Él más que en nosotros mismos. Si en la formación formamos más para mirarnos a nosotros mismos que a Dios, más para pensar en uno mismo que para pensar en el Señor, incluso cuando formemos para ser perfectos monjes, no formamos para la fidelidad. Si no formamos para la relación con Dios, con Cristo, no formamos para la fidelidad a nuestra vocación. No debemos asombrarnos si después se abandona, o se cae en mil formas de infidelidad. Lo mismo que si no formamos para la relación fraterna con la comunidad, no formamos para la fidelidad. Si no formamos para buscar siempre la relación con el Señor, si no formamos para la escucha de su Palabra, para la oración, para el silencio, para estar ante Él, no formamos para la fidelidad.

Llamados a la comunión

En efecto, la frase de san Pablo no nos dice solo que es digno de fe el Dios que nos llama, sino el Dios que “nos llama a la comunión”.


 llamada a la comunión es una llamada a la fidelidad. No hay fidelidad sin comunión, y no hay comunión sin fidelidad. Nuestra fidelidad se pone en juego toda ella en la comunión de Cristo, que es comunión con Cristo y en Cristo, es decir, relacion con Jesús y, en Jesús, con el Padre y los hermanos.


          Esto es fundamental. Si cimentamos la fidelidad a nuestra vocación cristiana y monástica sobre otra cosa, no podremos ser fieles para siempre. Sería como si para un marido la mujer fuese solo una sierva que le da de comer y que limpia la casa, o que procrea hijos y se ocupa de ellos, o que le da algunos momentos de placer sexual. Todo esto no es comunión de vida, no es relación. Todo esto son elementos, medios de comunión, pero la comunión es un misterio más grande, eterno. Si se basa solo en elementos particulares, la fidelidad es solo superficial y temporal. Terminado el servicio, la función, la persona ya no es importante y se pasa a servirse de otro, o se queda uno solo. Con frecuencia tratamos así también a Dios. Como alguien con quien nos relacionamos solo en función de algo fuera de Dios mismo. No es una relación constante que se concreta como relación. Lo que se hace, antes o después, pasa. En la vida matrimonial los hijos se van, la pasión sexual se apaga, etc. Si antes la fidelidad estaba toda ella fundamentada solo sobre lo que el otro hace por nosotros o nosotros por él o ella, después no queda ya nada. Falta lo esencial, la comunión que, sin embargo, es una realidad eterna, que no depende de las circunstancias y de lo que se hace o no se hace y, en el fondo, tampoco de aquello que se es o no se es. La comunión es más fuerte que la muerte.

         Cuántos monjes y monjas viven en el monasterio solo por lo que hacen, las cargas que tienen, las funciones que ejercen, las cosas que tienen, las ventajas de las que gozan, en resumen, por los aspectos particulares, pasajeros, de la relación con Dios y con los hermanos o hermanas, y no cultivan una comunión para siempre, la fidelidad a una comunión que dura toda la vida y más allá de la vida.

         Como los dos hijos del padre misericordioso de Lucas 15,11-31. Uno estaba con el padre solo por la herencia. Apenas la obtuvo, se marchó. Después volvió a casa, pero no por el padre, volvió porque tenía hambre, y le bastaba con ser un obrero para el que el padre es solamente un jefe, un dador de trabajo que te paga el salario. El hijo mayor, permanece en casa solo por el trabajo, y desea solamente un cabrito para festejar con los amigos. Por lo tanto, espera solo la muerte del padre para ser él el jefe de todo. Sin embargo, el padre ofrece a los dos una comunión total de vida, de corazón, en la que cada uno es la alegría del otro, la fiesta del otro. El padre piensa solo en la comunión con sus hijos, y dentro de esta comunión todo es común: “todo lo que es mío es tuyo” (Lc 15,31). No piensa en la herencia, en los bienes, en el trabajo; para él cuenta solo la comunión, y que cada hijo viva en esta comunión con él y entre ellos.

        Si no pensamos en la fidelidad a nuestra vocación a la luz de la llamada a la comunión, pensamos en ella de un modo equivocado; como fariseos, para los que cuentan solamente las formas exteriores, o como publicanos, para los que cuenta solo el propio placer y ganancia. Las dos principales consecuencias de la infidelidad que nos llevan a la deriva de la vocación monástica son precisamente estas: el moralismo farisaico o la inmoralidad publicana; la idolatría farisaica, orgullosa de las reglas, de las formas, o la idolatría hedonística y ávida de los publicanos. Y con frecuencia las dos formas de infidelidad no se excluyen, porque muchos fariseos son publicanos en el corazón, y muchos publicanos son interiormente fariseos. El joven rico que ha rechazado la llamada de Jesús era exteriormente un fariseo, porque desde su juventud había respetado los mandamientos, pero interiormente era un publicano, ávido de riquezas.


Estas tendencias las llevamos todos dentro, quién más quién menos, quien de un modo quién de otro, y todos debemos convertirnos a la fidelidad de la comunión. Si el Señor nos llama a la fidelidad de la comunión, quiere decir que en ella debemos crecer, que en ella tenemos que convertirnos todos, sin excepciones. Dios no nos llama a quedarnos en lo que somos o como somos, sino a hacer un camino, sobre todo interior, de conversión.

        La llamada del Padre a la comunión del Hijo expresa la gratuidad infinita de Dios, de la Trinidad, en nuestras relaciones. Dios no nos llama primero a hacer algo, no nos llama para utilizarnos, no nos llama para un deber, sino para la comunión de amor con Él y en Él. Dios quiere compartir con nosotros lo que Él es: Comunión trinitaria, eterna, infinita, misericordiosa.

        Esta es la vocación cristiana. Pero es nuestra vocación porque nuestra vocación a la vida consagrada, a la vida monástica cisterciense, es una llamada a ir al fondo de la vocación bautismal, por lo tanto, al fondo de la llamada universal a la santidad como comunión con Dios y en Dios.

        Fuera de esto, no somos fieles, no respondemos a la llamada, no seguimos a Cristo, y no vivimos los votos, porque los votos se nos dan y piden para vivir la fidelidad a la comunión. Y los votos, según la Regla de san Benito, son más explícitos sobre esto que la formulación y codificación posterior de los votos de castidad, obediencia y pobreza. Nosotros hacemos votos de estabilidad, de conversatio morum y de obediencia. Son votos de comunión dentro de la pertenencia a una comunidad, en el camino de una comunidad guiada por quien representa a Cristo. Es decir, son votos de comunión con Cristo y en Cristo. Son votos a los que ninguno puede ser fiel por sí solo, con una ascesis individual, sin comunidad, sin superior.

        Por esto, la fidelidad a nuestra vocación requiere ante todo la conciencia de que no estamos llamados primero para una misión particular, para una determinada tarea, incluso si cada uno de nosotros y cada monasterio tiene una o más misiones, trabajos especiales, determinadas situaciones históricas o talentos que Dios nos da. Esto está bien solamente si no perdemos de vista lo esencial de nuestra llamada, por lo tanto, de nuestra fidelidad, que es una llamada a convertirnos en una comunidad guiada a la comunión de Cristo con el Padre y los hermanos en el amor del Espíritu Santo. Si no hay consenso sobre el hecho de que nuestro carisma es ante todo esto, es decir, lo que nos pide la Regla de san Benito para vivir y encarnar el Evangelio, no se entiende lo que significa la fidelidad, y cada uno se justifica en una fidelidad particular, una fidelidad a sí mismo, a su proyecto, a la vocación en la que se piensa o se desea tener, y no en aquello a lo que nos llama verdaderamente Dios.

       Después nos asombramos de que la comunidad y las personas sean estériles, que no den frutos, que no sean felices, que no crezcan en gracia y caridad. Olvidamos que Dios es fiel a la vocación que nos da Él, no a la vocación que nos damos nosotros mismos. Y la vocación que Dios nos da es precisamente la llamada “a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor Nuestro” (1 Cor 1,9).

Caminar desde la fidelidad a Dios

        No digo esto para condenar, para indicar que no hay esperanza. Al contrario, ¡siempre hay esperanza! Si todo dependiese de nuestra fidelidad estaríamos arruinados. Todo depende de la fidelidad de Dios y, así, siempre hay esperanza de renovación: siempre hay esperanza de fidelidad en nosotros. Siempre podemos renacer a la fidelidad de nuestra vocación porque Dios es siempre fiel en llamarnos a la comunión con Cristo.

        Tenemos que aprender a vivir nuestra fidelidad en el ámbito de la fidelidad de Dios, porque nos permite recomenzar siempre de nuevo. Porque la fidelidad en Dios está unida a la misericordia. En Dios la fidelidad es la misericordia.

        San Pablo insiste mucho en esto: “Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo!” (Rm 3,3-4a)


“Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10,12-13) “Fiel es el Señor; él os afianzará y os guardará del Maligno” (2 Ts 3,3)


“Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Tm 2,13). Y san Juan nos recuerda: “Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,9).

         Así pues, no podemos olvidar que toda vocación es una promesa de Dios, y que Dios mantiene sus promesas. También nuestra profesión es una promesa. San Benito escribe: “Antes de ser recibido, (el novicio) prometa (promittat), ante la presencia de todos, en el oratorio, estabilidad, conversión de costumbres y obediencia” (RB 58,17).


San Benito sabe que no somos capaces de ser verdaderamente fieles, y por esto nos pide expresar esta promesa de fidelidad “coram Deo et sanctis eius – en presencia de Dios y de sus santos” (RB 58,18). No solo para solemnizar la promesa, sino para que sea humilde, porque sea confiada a la misericordia de Dios y a la intercesión de los santos. Después pide poner esta promesa por escrito, y este escrito lo llama san Benito “petitio”, que literalmente quiere decir petición, solicitud, súplica. Es significativo de qué manera san Benito formula el asunto: “De qua promissione sua faciat petitionem – haga una petición, una solicitud, de su promesa” (RB 58,19). La Regla nos invita, por lo tanto, a vivir nuestras promesas como una petición, como oración. Nuestra promesa de fidelidad debe ser una petición, un acto de confianza a la fidelidad de Dios. Podemos prometer para siempre solo en forma de petición, en forma de un deseo de fidelidad que solo Dios nos puede garantizar, ratificar, cumplir con su gracia.


En la carta a los Hebreos hay una bellísima exhortación que sintetiza todo nuestro tema: “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa” (Heb 10,23)

La promesa del Padre

        Pero ¿qué ha prometido Dios? ¿Qué nos ha prometido? ¿Quizá nos ha prometido una tierra? ¿Quizá nos ha prometido poder y riqueza? ¿Quizá nos ha prometido seguridad y éxito? ¿Nos ha prometido quizá quitarnos nuestras fragilidades y debilidades? ¿Nos ha

prometido quizá paz y tranquilidad? ¿Nos ha prometido guaridas y nidos donde reposar la cabeza, es decir, situaciones estables, cómodas, sin problemas?

Hay un solo pasaje en los Evangelios en los que Jesús mismo utiliza el término “promesa”, que, sin embargo, es bastante frecuente en los Hechos y en las Cartas apostólicas. Es al final del Evangelio de Lucas: “Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49).


Jesús nos promete a Aquél que “ha prometido el Padre – promissum Patris”: El Espíritu Santo. Lucas retoma la expresión en los Hechos: “Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días»” (Hech 1,4-5).


San Pedro retoma la idea en su primer gran discurso después de Pentecostés: “Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hch 2,33).

La única y verdadera promesa de Dios es el don del Espíritu Santo. Y es a esta promesa a la que Dios permanece siempre fiel, si nosotros permanecemos fieles a abrirnos a este don, a esta espera, a esta pobreza de espíritu que acoge al Espíritu Santo.

Solo después de Pentecostés los Apóstoles han sido de verdad fieles al Señor. Antes, Pedro hacía grandes promesas de morir por Jesús y no las podía mantener. Después de Pentecostés, será fiel hasta el martirio.

En el don del Espíritu, Dios permanece fiel a su promesa, expresa su fidelidad hacia nosotros. Apoyarnos en la fidelidad de Dios quiere decir abrirnos al don del Espíritu Santo, dejarlo actuar en nosotros, y esto implica humildad, abandono, renuncia al espíritu de la soberbia y del orgullo con el que creemos bastarnos a nosotros mismos. Y el Espíritu es el Espíritu de la Comunión entre el Padre y el Hijo. Cuando el Dios fiel nos llama a la comunión con su Hijo Jesucristo, significa que nos llama a acoger al Espíritu Santo, a vivir del Espíritu Santo.

Cuando no entendemos nuestra vocación como una llamada a abrirnos al don del Espíritu, no podemos serle fieles. ¿Y cómo abrirnos al Espíritu? La respuesta es toda la Regla, y todas las enseñanzas de nuestros padres y madres cistercienses. Todo en la vida de la comunidad monástica es formación para abrirnos al don del Espíritu Santo. La obediencia es para esto, la estabilidad es para esto, la fraternidad es para esto, la conversión es para esto; la humildad, el silencio, la escucha de la Palabra de Dios, el Oficio divino, el trabajo y el servicio, todo es para hacer del monasterio un Cenáculo abierto al Espíritu Santo. Después el Espíritu llevará Él mismo a cumplimiento todo: nuestra vocación, nuestra fidelidad, nuestra comunión. Y lo hará, y lo está haciendo, cómo y cuando Él quiere. El Espíritu puede dar a una comunidad incluso el morir como cumplimiento de fidelidad, como cumplimiento de vocación y misión, es decir, morir en la comunión con Cristo que es el gran testimonio que Dios nos pide y nos da para mostrar al mundo entero.



19/7/16

Capítulo de la Congregación de Castilla, Julio 2016


La Misericordia en nuestras comunidades: Profecía (obediencia y verdad), proximidad y esperanza

 Fr. Mauro-Giuseppe, Abad General OCist

Creados para ser engendrados

El tema de vuestro Capítulo nos impulsa a que busquemos juntos un fruto del año jubilar de la misericordia que sea fruto de vida para nuestras comunidades. La Misericordia de Dios contemplada, celebrada, mendigada, acogida a través de la maternidad de la Iglesia, no debe convertirse en un recuerdo, una nostalgia, sino en una semilla de vida nueva para cada uno de nosotros y para las comunidades. Dios nos ama con misericordia con el fin de que vivamos. El padre de la parábola del hijo pródigo repite a todos el motivo de su alegría desbordante: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido recobrado” (Lc 15, 24; 15,32).

El padre exulta y grita esta resurrección del hijo como si fuese algo que el hijo, volviendo a casa, le hubiese traído. Pero en realidad es su misericordia la que resucita al hijo, la que lo resucita como hijo. De hecho, el hijo había vuelto para ser como uno de los asalariados del padre. Volvía para sobrevivir, para tener de qué comer, para no morir de hambre. No volvía para estar vivo como hijo, no volvía para resucitar como hijo. Pensaba que podía contentarse con sobrevivir, con una vida a medias.

Pero el padre lo sorprende. El padre misericordioso sorprende a todos. Al padre no le basta con un hijo medio muerto, o medio vivo: lo quiere totalmente vivo, lo quiere hijo totalmente. No habría esperado todo el tiempo con ansia y dolor solo para tener un trabajador más. Trabajadores tenía bastantes: su corazón deseaba tener hijos, deseaba engendrar hijos. Su amor desea ser fecundo en hijos, desea transmitir la vida, su vida, y no solo sus bienes, el trabajo, la vida física que se sustenta con el alimento.


Esto nos hace comprender que en la Misericordia, Dios pone en juego su fecundidad, es decir, su paternidad. Dios no es solo un Dios creador que pone en marcha la máquina del mundo para que funcione. Dios es Padre que crea para engendrar, para ser Padre de sus criaturas, como lo es del Hijo Unigénito. Y el ser humano es la culminación de esta creación y, en consecuencia, de esta intención profunda, eterna, del corazón de Dios.

Medio vivos o medio muertos

El problema es, entonces, que nosotros, o los miembros de nuestras comunidades, a menudo nos contentamos con sobrevivir, en lugar de acoger la vida total que nos da el Padre, la vida eterna que Él nos da en la comunión con el Hijo en el Espíritu Santo.

Decía que el hijo menor se habría contentado con vivir a la mitad, como asalariado del padre, como alguien que al menos tiene de comer para no morir de hambre. Pero el hijo mayor tampoco vive con plenitud su vida de hijo. Echa en cara al padre que no le de un cabrito para celebrar una fiesta con los amigos. Significa que se contentaría con esto, que para él la vida y la alegría se limitarían a esto: celebrar una fiesta de vez en cuando con los amigos, comiendo un buen cabrito. Pienso en todos aquellos que hoy viven para algo limitado: para el trabajo, para el tiempo libre, para el deporte, para Internet, para la salud, para el bienestar de la propia familia… Todo ellos se contentan con sobrevivir y ni siquiera imaginan que Dios desea darles una vida plenamente viva, una vida entera, más bien eterna, como hijos e hijas suyos.

Dios, hoy más que nunca, es precisamente aquel mendigo descrito por San Benito en el Prólogo de su Regla que va a gritar entre "la muchedumbre del pueblo – in multitudine populi”: “¿Hay un hombre que quiere la vida y desea ver días felices?” (RB 14-15, Sal 33,13).


Dios está sediento de darnos la vida, una vida llena de felicidad no solo en el Cielo, sino para vivirla aquí y ahora, en los días en que vivimos. Y es que a Dios parece costarle encontrar a alguien que quiera vivir verdaderamente y ser feliz. Un hijo vuelve porque tiene hambre, el otro se contentaría con un cabrito… ¡Qué desastre la familia humana! ¡Pobre Dios!


Pero, en lugar de deprimirse o enfadarse, Dios sigue siendo Padre, es decir misericordioso, y trabaja para convencernos de que de Él podemos conseguirlo todo, recibirlo todo. Más aún: que Él ya nos ha dado todo: “¡Todo lo que es mío es tuyo!” (Lc 15,31). Desde siempre, Dios comparte todo con nosotros. Al crearnos, Dios comparte con nosotros el ser, la vida, la capacidad de amar, de conocernos: todo. Somos imagen suya. Todo lo que es suyo es nuestro; todo lo que es Él, lo somos también nosotros, al menos como vocación, como destino.


Pero es como si nos conformásemos con vivir a medias y descuidásemos el ofrecimiento del Padre, que se ha hecho total en el Hijo muerto y resucitado por nosotros, de ser hijos de Dios, de vivir la vida divina.

En el Evangelio de hace dos domingos, el del Buen Samaritano, me ha impresionado la descripción del estado en el que se encuentra el hombre robado y malherido por los bandidos: “Se alejaron dejándolo medio muerto” (Lc 10,30). Las traducciones en las lenguas modernas reproducen literalmente el término griego hemi-thanes, medio muerto. Sin embargo en latín se traduce por semivivo, medio vivo. Es un poco la conocida cuestión de quien ve el vaso medio lleno o medio vacío, según su nivel de optimismo.


No obstante, lo que me ha impresionado es esta media vida que falta a este hombre y cómo el buen samaritano, teniendo misericordia de él, se ofrece él mismo, su tiempo, sus fuerzas, sus cuidados, su dinero, para ayudar a este hombre a volver a encontrar la plenitud de vida que ha perdido, que le ha sido quitada. La misericordia es la realidad divina, paterna, materna, que nos permite vivir en plenitud, y no solo como “medio muertos” o “medio vivos”.
           
Sabemos que en la figura del buen samaritano Jesús se ha puesto en escena ante todo a sí mismo, su hacerse próximo al hombre pecador, herido, privado de la plenitud de la vida por el Maligno y por el pecado propio. Jesús se ha hecho próximo a toda criatura humana para conducirla a la vida entera, totalmente viva, para la cual ha sido creada. Y Jesús nos pide que aprendamos de él a hacernos, también nosotros, los unos para los otros, el prójimo que ayuda a vivir en plenitud, a no quedarnos medio muertos o medio vivos.

Esta dinámica la encontramos desde la creación de Adán. En los relatos de la creación de Adán y Eva estaba ya esta idea de una creatura que no está completa, que no está totalmente viva sin la intervención de alguien que la lleve a cumplimiento, que la engendre a la vida total para la cual ha sido creada.

Cuando Dios modela a Adán del polvo, el cuerpo no está totalmente vivo hasta que no le sopla en la nariz el aliento de vida (cf. Gén 2, 18-23). Pero el hombre tampoco se siente completo, verdaderamente vivo y feliz, sin la mujer (cf. Gen 2,18-23). Una y otra vez, Dios viene en socorro del hombre medio vivo para ofrecerle una plenitud de vida.


También nosotros nos encontramos siempre dentro de esta situación. Estando solos no nos bastamos para vivir en plenitud; estando solos no estamos verdaderamente vivos. Me vuelven con frecuencia a la mente las palabras de la Redemptor Hominis de San Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo como un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no le viene revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace suyo, si no participa de él vivamente. Y precisamente por ello Cristo Redentor (…) revela plenamente al hombre a sí mismo. Esta es –si es lícito expresarse así- la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención, el hombre llega a ser nuevamente “expresado” y, de algún modo, es nuevamente creado” (RH,10).

Misericordiosos como el Padre

Participar de la Misericordia de Dios, llegar a ser “misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36) implica, pues, hacerse cargo de la vida que falta a nuestro hermano, a nuestra hermana. Implica tener la preocupación –el ansia, diría Romano Guardini- por la plenitud de vida de nuestro prójimo. Somos misericordiosos como el Padre, como Cristo, si no pasamos por encima de la necesidad de vida de nuestros hermanos y hermanas, si nos hacemos cargo de lo que le falta al hermano para vivir en plenitud.


Del mismo modo que Jesús invierte la pregunta del doctor de la ley: “¿Quién es mi prójimo?”, en una pregunta sobre sí mismo que se podría expresar así: “¿Soy yo prójimo de los demás?”, igualmente nuestra petición de misericordia, nuestra necesidad de misericordia, Jesús la traduce en necesidad de que nosotros seamos misericordiosos hacia los demás como Dios lo es con nosotros. Por otra parte, la parábola del samaritano hace coincidir el “ser prójimo” con “ser misericordioso”: “«¿Quién de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él le respondió: «El que practicó la misericordia [eleos] con él». Jesús le dijo: «Ve, y haz tú lo mismo»” (Lc 10,36-37).

Ser misericordioso coincide con ser prójimo del otro y ser prójimo del otro quiere decir ofrecerse uno mismo para que la vida del otro sea plena, y no solo una “media vida”.

Podremos y deberemos leer toda la Regla de San Benito, y comprender su carisma, precisamente como un acompañamiento misericordioso a vivir en plenitud. La Regla describe todo lo que un buen samaritano está llamado a ser y a hacer para ayudar al hombre medio muerto a recuperar la plenitud de vida que Dios nos quiere dar. Y todos, en la comunidad de San Benito, están llamados a participar en esta obra de misericordia que las engloba todas, que las contiene todas. Al principio de la Regla hay un Dios-Buen Samaritano que busca entre la multitud al hombre que desea la plenitud de vida que no tiene –“Si quieres tener la vida verdadera y eterna…” (Pról 17)–, y que propone un camino para llegar al final, guiados por Cristo, “todos juntos a la vida eterna” (RB 72,12).

Conscientes de no vivir de verdad

Fijémonos que san Benito no se contenta con ayudar al hombre herido o medio muerto, como si socorriese a un paciente pasivo, inconsciente. En efecto, en el Prólogo entra en diálogo con él, interroga a su libertad, a su deseo de vida. Es como cuando Jesús pregunta al paralítico, que era también un “medio vivo”: “¿Quieres curarte?” (Jn 5,6).


San Benito no nos pide solo llegar a ser misericordiosos como el Padre: nos pide en primer lugar ser conscientes de nuestra miseria, del estado de “vida reducida” en el que nos encontramos y nos pregunta si deseamos de verdad vivir totalmente, si de verdad queremos que Cristo se haga cargo de nuestra miseria para cuidarnos, sanarnos, darnos la vida.

Este es un punto fundamental para poder entender en qué debe consistir la Misericordia en nuestras comunidades. Se nos pide ser conscientes de nuestra miseria, de nuestro estado de miseria, y que por esto tenemos necesidad de Cristo, necesitamos un superior y una comunidad, necesitamos los unos de los otros. Esta conciencia es la humildad que nos pide san Benito.

¿Cuándo estamos “medio muertos” o “medio vivos”? Cuando nuestra vida, nuestra miseria, nuestra soledad, no son confiadas al cuidado de Cristo, a Cristo que, como el samaritano, tiene compasión de nosotros y se hace cercano (cf. Lc 10,33-34). Solemos desear la compasión de Dios y de los demás, pero no les permitimos hacerse cercanos a nosotros, que cuiden de nosotros y de nuestra miseria. Muchos hermanos y hermanas en nuestras comunidades lloran por tierra porque son o se sienten víctimas de los demás, pero después no aceptan que el superior, la superiora, la comunidad, cuiden de verdad de ellos, que afronten con ellos sus malestares. No aceptan hacer un camino de curación, de cuidado, acompañados de los demás. Por otro lado, otros están “medio muertos”, pero se contentan con esta media vida, no desean ya nada, no esperan nada más. O están convencidos que su “media vida” es ya una plenitud. En el fondo, es un problema de idolatría, cuando encontramos monjes y monjas que “adoran” su trabajo, su encargo, su autonomía, su perfección moral, o sus amistades particulares, y no desean nada más, es decir, no desean a Dios, el infinito, lo eterno que solamente es Dios.

A veces, el ídolo llega a ser también el cuidar de los demás, el hacer de buenos samaritanos de los otros. Se cuida de una hermana o de un hermano enfermo, anciano, lo cual está muy bien, pero con el tiempo toda la vida de este monje o monja se concentra solo sobre esto, día y noche. Todo lo demás se hace secundario: la oración, la vida en comunidad, incluso el cuidado de uno mismo, la propia salud. Y dado que nos sentimos buenos samaritanos, la justificación de esta idolatría es casi de “derecho divino”. A veces su servicio es verdaderamente necesario, pero raramente estos monjes y monjas “salvadores y redentores” aceptan que la comunidad les ayude, les sustituya, les dé la posibilidad de estar libres para la oración, para el descanso, para la vida fraterna.

También el samaritano necesita ayuda

Por esto, es consolador y digno de señalar que el buen samaritano del Evangelio tenga la libertad y la humildad de dejarse también él ayudar por el hotelero. Es señal de equilibrio y nos hace comprender que la misericordia que Dios quiere para nosotros no es una locura, es una caridad ordenada, que es consciente de que también nosotros somos frágiles y estamos necesitados de los demás, que también en nosotros hay una vida que aún no está llena y que solo confiándonos a los demás encontramos la plenitud.

Así pues, lo importante no son tanto las formas de los “primeros auxilios” que hace el samaritano, sino el modo en que este hombre introduce en su vida la necesidad del otro. El samaritano es muy preciso al asumir la necesidad del hombre herido: le limpia, desinfecta y calma las heridas, las venda, lo carga sobre su jumento, lo lleva al primer albergue que encuentra, y pasa la noche, ciertamente crítica para el pobrecito, velándolo y curándolo. Obedece a la realidad y al realismo de su necesidad.

Pero al día siguiente lo deja. Debe partir, continuar su viaje. Tiene una necesidad, una tarea que no puede dejar. No puede dejarse absorber completamente por la necesidad de aquel individuo. Hay necesidades familiares, profesionales, o de otro tipo, de las que es también responsable. Hay otras personas de las que debe estar cerca, de las que debe cuidar. Ciertamente, el hombre herido no necesita ya urgentemente de él como durante la noche. Y el samaritano entiende que no puede asegurar por sí solo el cuidado de su hermano, asumir su necesidad. Comprende que para resolver íntegramente las diferentes responsabilidades de su vida, necesita también él de ayuda, que no puede gestionar todo por sí solo. Pide ayuda al hotelero, le pide participar en su hacerse cercano al hombre herido. No se lo descarga huyendo: asume los gastos, volverá para verlo y, probablemente, lo acompañará a su casa. Pero no hace todo él.

Me conmueve la forma en que Jesús, de su descripción de la manera de moverse del buen samaritano, hace emanar un sentido de racionalidad, de orden, de organización, expresando así un significado justo de la necesidad, pero también de la respuesta a ésta. Es una caridad ordenada, pensada, bien medida, incluso en el uso del dinero: dos denarios, ni más ni menos y, si no bastan, lo remediará, pero ha calculado y valorado que debería bastar con eso.


Hacerse prójimo del otro no quiere decir separar al otro y su necesidad del conjunto de la realidad, sino afrontar su miseria y hacerse cargo de ella con una atención global a él, a sí mismo, a los demás, a nuestras posibilidades y a nuestros límites.

Un ejemplo de esta racionalidad ordenada y eficaz de la compasión cristiana es para nosotros el capítulo 36 de la Regla de san Benito, que trata precisamente del cuidado de los enfermos:

“Ante todo y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna.

Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito. Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre.


Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos”.

Misericordia como profecía

Me parece un buen ejemplo de lo que la parábola del Buen Samaritano, y todo el Evangelio, debería enseñarnos y de cómo podremos y deberemos vivirla cada día, y en cada ocasión, de modo que el acontecimiento de Cristo Redentor del hombre pueda penetrar cada vez más en el tejido de nuestra vida y de la sociedad y liberar en nosotros y en el mundo una verdadera humanidad. Pero es también un buen ejemplo de cómo la profecía de la misericordia, del hacerse prójimos de los demás, no debe separarse de la obediencia y de la verdad, como lo sugerís en el tema de vuestro Capítulo.


El profeta no es un loco. Dios puede pedirle gestos y palabras extraños para impulsar al pueblo a tomar conciencia de una actitud equivocada, pero la profecía por sí misma es siempre razonable, porque revela la verdad, la verdad última y total de las cosas. La profecía es expresión de la sabiduría y por esto suscita la obediencia, siguiendo un camino para ir más lejos, más en profundidad, para no perderse o retroceder.



La profecía indica un camino que nos hace progresar hacia la plenitud de la vida. Por esto, la misericordia del buen samaritano es una profecía que Jesús pone ante los ojos del doctor de la Ley para que también él haga un camino hacia la plenitud de la vida: “¡Ve y haz tú también lo mismo!” (Lc 10,37). Un signo verdaderamente profético, un ejemplo de vida profética, no es solo un ejemplo de caridad, de misericordia: es un acto de misericordia y de caridad hacia la vida de quien lo ve, porque le muestra el camino de la vida a recorrer y que él podrá seguir verdaderamente si acepta obedecer a este signo profético. Para Jesús, el hombre medio muerto que debe recomenzar a caminar en una vida nueva es el mismo doctor de la Ley que tiene delante, porque él es el prójimo de Jesús.

Jesús se hace prójimo del doctor de la Ley que lo interroga sobre lo que debe hacer para “heredar la vida eterna” (Lc 10,25). Todavía no es libre para amar y por esto intenta justificarse: “Pero aquél, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»” (10,29). Pero Jesús, viendo que aún está “medio muerto”, que no vive en plenitud, se le hace cercano con su Palabra, se acerca a su libertad, a su deseo de vida, a su corazón sediento de felicidad, y le habla de misericordia, de misericordia para todos y que todos, incluso los infieles samaritanos, pueden ejercer.


La profecía de nuestra vida debería ser precisamente un Evangelio viviente de la misericordia que interpela y reaviva el corazón herido y enfermo de cada hombre, para ayudar a su libertad a hacer un camino de misericordia, un camino de proximidad al hermano en la misericordia. Y esta profecía deberíamos vivirla ante todo en comunidad, ser los unos para los otros profetas de la misericordia de Dios. Esta debería ser la naturaleza y la sustancia de las relaciones comunitarias como las quiere san Benito, porque estamos unidos para pasar juntos de la “media vida” a la vida eterna. Y si esto acontece, la comunidad se convierte en profecía de esta para los demás, para todos.

Y esta es una profecía de resurrección que fundamenta toda esperanza. La misericordia es el secreto de la realización de la vida, para quien la ejerce y para quien la recibe, y este paso de la “media vida” a la plenitud de la vida eterna es una resurrección real, una experiencia de la Resurrección de Cristo, que no solo vence las “medias muertes”, sino la muerte total fruto del pecado.

Es con esta mirada de fe con la que debemos ver en la caridad el fundamento de nuestra esperanza, de la esperanza para todos los “medios vivos” que somos individualmente o como comunidad. Porque Jesús nos es cercano, se cuida de nosotros, nos confía a quien nos puede ayudar en su nombre y paga todo con la Sangre de la Cruz.

Pero no debemos limitarnos a esperar en su Misericordia. Debemos también esperar con certeza que quizá nosotros podemos llegar a ser misericordiosos como el Padre, porque esta es la plenitud de la vida, la vida eterna que Jesús nos permite acoger a través de nuestra miseria que se deja curar y amar por Él para aprender a tener Su mirada sobre las miserias de nuestro prójimo.

Nuestra miseria, nuestra vida, que no es nunca totalmente viva y feliz, es de este modo el instrumento para tener experiencia de la Misericordia de la que tiene sed todo hombre, también, y sobre todo, el que está tan mal que no es capaz ni siquiera de pedir ayuda. El samaritano ha sentido la necesidad del hombre herido dentro de sí, dentro de la herida de su corazón. Esta es justamente la imagen de Cristo que en la Cruz ha experimentado nuestra sed de Misericordia y la ha confiado toda ella al Padre junto con toda su vida.

Dios nos ama como a Sí mismo en el don del Espíritu

En el breve diálogo entre el doctor de la Ley y Jesús que introduce la parábola del buen samaritano el verdadero problema es cómo amar al prójimo como a sí mismo, tal y como lo pide el libro del Levítico (19,18).

Recientemente me preguntaba, leyendo este precepto del Levítico citado en Gálatas 5,14, si también Dios nos ha amado como a sí mismo. Porque es siempre un poco extraña para nosotros la idea de tener que amar como nos amamos a nosotros mismos. Con frecuencia no nos amamos de verdad a nosotros mismos, o nos amamos mal, buscando solo nuestro interés y nuestra gloria, que nos hacen infelices; o nos parece que amarnos a nosotros mismos excluya el amor al otro.

De esta forma, me preguntaba si y cómo Dios se ama a Sí mismo. Y de repente me he dado cuenta que el amor de Sí mismo de Dios es el Espíritu Santo. En la Trinidad, Dios se ama a Sí mismo en el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es el Espíritu Santo. En Dios, amarse a Sí mismo, coincide con el amor del Otro, y también el Amor con el que Dios se ama es un Otro, es la tercera Persona de la Trinidad.

Entonces me he dado cuenta de que también Jesús, cuando nos pide amar al prójimo como a nosotros mismos, nos lo pide siguiendo el modelo del Amor de Sí de Dios que es el Espíritu, y que el Don del Espíritu quiere decir que podemos finalmente amar al prójimo como a nosotros mismos a través de un amor que no se repliega sobre nosotros, porque es el amor mismo de Dios que es el Espíritu. Y el Espíritu es el soplo vital que permite al ser humano estar de verdad vivo, totalmente vivo, gracias a la vida divina. Pentecostés ha consagrado y convertido en algo esencial para la Iglesia esta experiencia a través de todos los carismas y los sacramentos que animan la comunidad cristiana haciéndola signo profético de la Misericordia del Padre que nos ama y engendra en el Hijo muerto y resucitado por nosotros.

En la comunidad estamos llamados precisamente a amarnos como Dios se ama a Sí mismo, a amarnos en el don del Espíritu, en el don de la caridad de Dios. La Virgen María es en esto el modelo original de este amor en el Espíritu acogido en la humildad de nuestra miseria para permitir a Cristo ser el Dios-con-nosotros, el Dios prójimo a cada hombre, a cada miseria humana. Cuando tenemos experiencia, en nosotros y entre nosotros, en nuestras comunidades, de que el Espíritu sopla con ternura en nuestra miseria, entonces tenemos la certeza de que la esperanza de vida de la que damos testimonio es invencible y dará fruto a su tiempo, el tiempo de Dios.