28/8/12

Capítulo sobre la Regla de San Benito-CFM-2012




Capítulo sobre la Regla de San Benito-CFM-Roma 23.08.2012

Comenzamos la serie de los Capítulos con los que trataré de acompañaros durante este mes de escucha, de estudio, de comunión fraterna en la oración y en la convivencia diaria. La vida consagrada a Dios en la fraternidad, necesita una educación constante, una llamada constante, una profundización constante de su sentido y valor, una continua corrección y, una siempre renovada llamada a la conversión. En la vida para Dios en comunidad estamos siempre en camino. Lo importante es no cerrarse, no creerse ya llegados al final. Nuestra vocación nos pide una continua conversión, porque la vida a la que nos llama el Señor no es un simple desarrollo natural de lo que somos, sino que es una vida nueva en Él, la vida de Cristo en nosotros. Como dice san Pablo: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20).

Visitando tantos monasterios y encontrándome con tantos monjes y monjas en el mundo entero, tengo la impresión de que, a menudo, nos engañamos pensando poder vivir la vocación, seguir a Cristo, sin conversión, sin tener que cambiar, verdadera y sustancialmente, nuestra persona y nuestro modo de vivir.
Sabéis que una de las tres promesas, de los tres votos, que hacemos en la Profesión según la Regla de san Benito, es el de la “conversatio morum”, además de la obediencia y la estabilidad (RB 58,17). Conversatio es un término difícil de traducir. Quiere decir, modo de vida, especialmente, modo de vida monástico, con una dimensión comunitaria que implica una conversión de nosotros mismos, de nuestro corazón y de nuestra vida. San Benito nos pide, más que convertirnos, empeñarnos en hacer en el monasterio el camino según la Regla, que nos convierte a una vida nueva, a la vida de Cristo en nosotros.

Esto quiere decir que no se es monje o monja maduro si no se acepta recorrer un camino de conversión durante toda la vida en el monasterio, en la comunidad. Nuestro hombre viejo está llamado a morir para dejar nacer, crecer y vivir el hombre nuevo (cfr. Efesios 4, 20-24).
Esta disponibilidad a la conversión de vida y a la vida de conversión se pide a todos los bautizados, pero específicamente a los religiosos, llamados a vivir el bautismo de modo radical al servicio de la santificación de todo el pueblo de Dios.

Pongo el acento sobre estas cosas porque con frecuencia veo justamente lo contrario. Hay monjes y monjas que parecen haber hecho la Profesión de terminar el proceso de su vida de conversión el día de la Profesión solemne. En el momento de prometer solemnemente hacer un camino de conversión hasta la muerte, se sienten ya llegados al final. Es como si después ya no fuese necesario para ellos cambiar, crecer, ser corregidos, hacer progresos de vida nueva. Es como si el “hombre nuevo” que ha comenzado a vivir durante los años de noviciado y de formación se hubiese jubilado enseguida en el momento en el que, sin embargo, debería vivir y ser fecundo en alegría y gratuidad.

¿Por qué sucede esto? Creo que el verdadero problema debemos buscarlo en la pregunta que os presentaba ayer en la homilía: “¿Jesús es de verdad para mí la máxima alegría? ¿De verdad es la alegría de mi vida? (…) ¿Verdaderamente es Cristo lo más querido en nuestra vida? (cfr. RB 5,2)” (Homilía de apertura del CFM, 22.08.2012).

La disponibilidad para la continúa conversión, la disponibilidad para seguir un camino de conversión de vida, depende de nuestra alegría. Si uno comienza a escalar una montaña, estará en camino hasta la cima solamente si pone su alegría en la cima. Si la coloca en una etapa intermedia, se detendrá, no avanzará más. Pero el problema es que la alegría verdadera de nuestro corazón es siempre más grande que nuestros objetivos inmediatos. Cristo es una cima de nuestra vida y de nuestra alegría que nos es dada en cada etapa del camino, pero con la condición de continuar caminando para seguirlo hasta el final, hasta la plenitud de la alegría y de la vida.

A menudo nos detenemos en el camino de la conversión porque creemos que nos basta con un cambio exterior, superficial. Creemos ser felices cambiando solamente lo que está fuera de nosotros, pero esto no es lo que renueva la vida, lo que la cambia, lo que la hace plena. 

En la parábola del hijo pródigo y del padre misericordioso de Lucas 15,11-32, el hijo más joven piensa encontrar la felicidad precisamente marchando, dejando al padre, al hermano, la casa, su país. Pero después se da cuenta de que esto no le ha hecho feliz, más aún: se ha vuelto más pobre, más triste, más solo. Se encuentra viviendo con los cerdos y, en el fondo, se hace como ellos, deseando comer por lo menos lo que comen los cerdos.
Pero también el hijo mayor de esta parábola busca la felicidad solo en lo que cambia exteriormente. Piensa que sería feliz si pudiera festejar con los amigos, si tuviese un cabrito de vez en cuando para hacer una fiesta, si no tuviese que trabajar tanto... Pero no es feliz.
El padre le responde recordándole que el único cambio en su vida que puede traerle la alegría no es el que cambien las circunstancias, sino la conversión de su corazón a la alegría de encontrar a su hermano, que es la alegría del padre, la alegría del amor del padre. Una alegría que implica, por lo tanto, una conversión del hermano mayor al amor fraterno. La felicidad es siempre el fruto de un cambio de nuestro corazón. “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto con vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”(Lc 15,31-32).
El padre invita al hijo mayor a convertirse a la alegría convirtiéndose al amor.

“Hijo, tú siempre estás conmigo”: el verdadero motivo de nuestra alegría está “siempre con nosotros”, y este es un motivo más fuerte y estable que los cambios superficiales, y no depende de ellos. Pero es necesario que nuestro corazón se convierta de la alegría efímera de comer un cabrito con los amigos, a la alegría del padre de encontrar y perdonar a su hijo. La alegría no depende de lo que conseguimos coger y tener, sino de lo que nos es dado y que acogemos como don, incluso si es un don que nos quita alguna cosa, como el regreso del hermano menor ha quitado al hermano mayor otros bienes materiales que le habrían correspondido.

San Benito quiere guiarnos en este camino de conversión constante hasta la verdadera alegría en el amor filial y fraterno. Trataremos en estos días de ayudarnos a dejarnos guiar por él en este camino.

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori OCist

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1/4/12

DOMINGO DE RAMOS




Marcos 14,1-15,47.

“Mientras estaban sentados a la mesa, mientras comían, dijo Jesús: En verdad os digo que uno de vosotros, que come conmigo, me va a entregar”. (Mc 14,18).

En el relato de la Pasión, según san Marcos, que acabamos de escuchar, Jesús comienza sus palabras durante la Cena con este anuncio desconcertante que coloca a todos sus discípulos en el desasosiego. No serán sus enemigos los que atraparán a Jesús, sino que será uno de sus amigos quien se lo entregará. Un amigo pondrá a Jesús en mano de sus enemigos. Un amigo entregará a Jesús al odio, a la mentira, a la muerte.

Pero, inmediatamente después de este anuncio, es como si Jesús se desmintiese, pues, toma el pan, quizá el mismo pan del que había dado un bocado a Judas, pronuncia la bendición, lo parte y lo da a los discípulos diciendo: “Tomad, este es mi cuerpo”. Como si anunciase que no, que no será Judas quien le entregue, sino Él mismo quien se entregue, quien se deje prender para ser consumado por y para los hombres.

De hecho, toda la Pasión y Muerte del Señor es obra de muchas manos, una especie de colaboración paradójica donde las manos de Dios y las manos de los hombres se unen en el bien y en el mal para entregar a Jesús, para ofrecer el cuerpo, la sangre, la vida, toda la persona del Hijo de Dios. El resultado de esta obra paradójica es la Redención, la Salvación ofrecida por toda la humanidad.

Sí, todas las manos colaboran en esto, las de los amigos y las de los enemigos, las de Dios y las de los hombres, las manos culpables y las manos inocentes. Las manos del Padre entregan a Jesús; las manos de Jesús entregan su propio cuerpo y su propia sangre; las manos de Judas, y las manos de los demás discípulos que le abandonan en manos de los soldados; las manos de los que flagelan y golpean a Jesús, quienes hunden los clavos en sus puños y pies, y las manos de Simón de Cirene que ayuda a Jesús a llevar la cruz. Las manos de María, a su vez, no retienen al Hijo en su ofrenda.

Pero en el corazón de todo esto, en el corazón de esta obra inmensa de la Redención, donde se unen tantas manos en el bien y el mal para realizar la Pasión del Hijo de Dios, en el corazón de todo, y unificando toda esta obra, está Jesús que se entrega, el Corazón de Jesús que entrega toda su persona por nosotros. En el corazón de todo está la caridad de Dios, el amor de Cristo que da su vida por toda la humanidad.

Si las manos de los malvados y las manos de los buenos, si las manos de los hombres y las manos de Dios se encuentran unidas para realizar esta obra terrible de la Pasión y Muerte de Jesucristo, es que en el corazón de todo está esencialmente la obra del amor de Dios que se realiza, la obra de la caridad de Cristo que se cumple.

Instituyendo la Eucaristía justamente antes de la Pasión, es como si Jesús dijese a sus discípulos: “Vais a ver acciones terribles y abominables en estos días, veréis a los hombres hacerme mal, el mayor mal que puede hacerse en el mundo, y vosotros seréis colaboradores de este mal por vuestra debilidad, vuestra infidelidad, vuestro orgullo. Veréis al mal vencer al bien, destruir al bien. Veréis la muerte destruir la vida, el odio destruir el amor. Pues bien, ¡no! Lo que veréis no será esto, nunca será esto. Pues, en realidad, a través de todo esto, veréis mi amor en la obra, me veréis redimir el mundo, salvar el mundo, perdonar a los hombres todos sus pecados. Porque, en el corazón de todo, mi corazón y mis manos toman mi cuerpo y mi sangre, toda mi persona, para entregarlos, ofrecerlos, para la Salvación del mundo. Bajo las apariencias de mal, de odio, de mentira, de muerte, en estos días y a lo largo de toda la historia del mundo, es la obra de mi Eucaristía la que se transmitirá, se realizará continuamente, infatigablemente”.

Es en este espíritu, queridos Hermanos y Hermanas, en el que estamos invitados a entrar en la Semana Santa, como volviendo los ojos del corazón hacia el verdadero rostro de la realidad, de todo lo que pasa en el mundo y en nuestras vidas. A pesar de todas las apariencias, lo que sucede desde la Muerte y la Resurrección de Cristo, es la obra del más grande amor, el acontecimiento de la caridad de Dios que se entrega Él mismo por nuestra salvación.


Fr. Mauro-Giuseppe Lepori
                                                                                                             Abad General O.Cist.