“Santificado sea tu
Nombre”
El
tiempo de Cuaresma es tiempo para tomar conciencia de nuestra vocación. San
Benito dice que es el tiempo en el que nuestra vocación monástica debe
reencontrarse a sí misma, su verdad, la que deberíamos vivir todo el año (cfr.
RB 49,1-3). Y la Iglesia llama a todos los fieles a renovar su vocación
cristiana, su vocación bautismal. La Cuaresma es como una profundización del
catecumenado, aquello que la mayor parte de nosotros no ha hecho desde su
bautismo, para alcanzar la renovación de las promesas bautismales en la noche
de Pascua y poder avanzar en el camino de nuestra vida como renacidos de la
muerte y resurrección de Cristo.
Vivir de la vida de
Cristo
¿De
qué debemos purificarnos de modo que nuestra vida y vocación se renueven en el
misterio pascual?
Lo
que significa una novedad para nosotros en la Pascua de Cristo es el hecho de
que con el Bautismo y la Eucaristía, junto con la conversión, acogemos la
gracia de estar unidos a Cristo, de ser incorporados a Él, de vivir en comunión
con Él. Resucitando de nuestra muerte, Cristo nos da el vivir su vida, que se
convierte para nosotros en la única vida, nuestra verdadera y única vida,
porque solo la vida de Cristo ha vencido nuestra muerte.
La
Cuaresma debe despertar en nosotros esta conciencia y esta realidad. Nos debe
reconducir a vivir de la vida de Cristo, sin la que estamos como condenados a
nuestra muerte. Con Cristo, por Cristo, en Cristo, no somos más condenados a
nuestra muerte, sino agraciados con su vida, con la vida eterna.
¿Cómo
merecemos la gracia de la vida de Cristo y en Cristo?
Una
gracia se merece acogiéndola, abriéndose a ella. Por esto, la ascesis cristiana
y, por lo tanto, la ascesis cuaresmal, es una ascesis de apertura a la gracia,
una ascesis que abre el corazón para acoger lo que se le da, lo que no merece y
que se le da gratuitamente.
San
Benito, en el capítulo 49 de la Regla, sobre la observancia cuaresmal, insiste
precisamente en las prácticas que, en cierto sentido, tienen sobre todo la
finalidad de “vaciarnos” para permitir a la gracia de Dios llenarnos cada vez
más. Insiste en la oración como petición, como súplica hasta las lágrimas,
insiste en la lectura como espacio de silencio y atención que damos a la
Palabra de Dios, insiste en la compunción del corazón, como si nuestro corazón,
inflado de orgullo y vanidad, debiera ser “golpeado” y “pinchado” para
“desinflarse” de sí y dejarse llenar del soplo del Espíritu Santo. Y después
insiste en la abstinencia, es decir, en “disminuir”, en “sustraer” de nosotros
la comida, la bebida, el sueño, la locuacidad, la superficialidad que nos hacen
estar “llenos” de nosotros, llenos de “yo” más que
de Dios, llenos de vacío en lugar de plenitud.
Dejar espacio a Dios
Hoy
quisiera profundizar en un solo aspecto de este camino cuaresmal y monástico
propuesto por san Benito, un punto que me parece urgente centrar en nosotros
mismos y en nuestras comunidades: el aspecto de la oración, y, precisamente, de
una oración que deja espacio a Dios en nuestra vida.
En
Etiopía, leyendo una biografía del Venerable P. Félix María Ghebreamlak, el
monje africano de Casamari que ofreció su vida para que naciese la vida
monástica cisterciense en África, me ha emocionado la respuesta que dio en su
lecho de muerte a aquellos que le decían que pidiese lo que necesitase: “¡Recen
y ayúdenme a rezar!”.
Me
parece que esta respuesta va a lo esencial de nuestra necesidad y de la ayuda
que debemos prestarnos, si queremos verdaderamente ayudarnos a vivir nuestra
vocación, cristiana y monástica, con verdad y plenitud. Debemos orar los unos
por los otros, pero también ayudarnos a orar, porque la oración no es solo un
bien objetivo, sino, sobre todo, subjetivo. La oración no es importante solo y,
ante todo, por aquello que se pide, sino por lo que ella es como relación con el Señor. Quien reza profundamente, en el
fondo, no tiene necesidad de nada más, porque tiene la relación con Dios, la
amistad de Dios y todo lo demás se le da por añadidura.
En
la oración que nos ha enseñado Jesús, el Padrenuestro, existen siete
peticiones. Ahora bien, entre ellas hay una en la que tenemos, creo yo, la
tendencia de “pasar de largo”, sin detenernos demasiado en ella, porque es una
petición especial, diferente de las demás, en el sentido de que no pide nada en
concreto o que logremos definir. Sin embargo, esta petición es la primera:
“Santificado sea tu nombre”.
Un instante decisivo
Jesús,
conforme a su corazón de Hijo de Dios, debía sentir de una forma especial las
expresiones de los Salmos que alaban el nombre de Dios. En efecto, muy a menudo
los Salmos alaban o invitan a alabar el nombre de Dios, porque es bueno, porque
es sublime, porque es amable.
Pero
hay un momento particular en la vida terrena de Jesús en el que el sentido y el
significado de la santificación del nombre del Padre se expresa y se revela en
toda su profundidad, y pienso que es allí donde debemos entender lo que debe
significar para nosotros la invocación “Santificado sea tu nombre”.
Se
trata de un momento clave en la vida y en la misión de Jesús, un momento en el
que se nos revela que la glorificación del nombre del Padre es el sentido
profundo del misterio pascual, de la muerte y resurrección del Hijo. Es en el
capítulo 12 del Evangelio de Juan. Un poco antes, Jesús ha resucitado a Lázaro,
lo que llevó al Sanedrín a tomar la decisión de matarlo (Jn 11,53). Después
vino la unción de Betania (12,1-11), seguida de la entrada triunfal de Cristo
en Jerusalén (12,12-19). Después de esto, Juan relata el episodio de los
Griegos que piden a Felipe: “Queremos ver a Jesús"” (12,21). Cuando Jesús
es informado de este deseo de los Griegos, es como si para Él se hiciese una
conciencia clara y definitiva de que había llegado la Hora de la Pasión y
Resurrección, y lo expresa así:
“ ‘Ha llegado la hora
para que el Hijo del Hombre sea glorificado. En verdad, en verdad os digo,
que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si
muere, lleva mucho fruto. El que ama su vida, la perderá; y el que
aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará. Si alguno me
sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno
me sirviere, mi Padre le honrará. Ahora está turbada mi alma; ¿y qué
diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta
hora. Padre, glorifica tu nombre’. Entonces vino una voz del cielo: ‘Lo he
glorificado, y lo glorificaré otra vez’.” (Jn 12,23-28)
Por
lo tanto, Jesús es consciente de que debe morir, que debe morir para resucitar
y dar vida a la Iglesia, al Reino de Dios en toda su fecundidad eucarística. En
un cierto punto parece que en las palabras de Jesús se diese un momento de
duda, un momento de tentación, de escapar al destino de grano de trigo que debe
morir para dar mucho fruto. San Juan, que no relata como los Sinópticos la
agonía de Getsemaní, quizá la sintetiza aquí en una pregunta que Jesús se
plantea, pero para responder enseguida con un acto de libertad y fe en el que
nos da todo el sentido de su Pasión y Muerte: “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?
Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre.” (Jn
12,27)
“¿Y
qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora?”
Jesús
podría haber dicho esto; habría podido pedir esto al Padre, y el Padre lo
habría escuchado enseguida. El Padre habría anulado inmediatamente la hora de
la Pasión y Muerte del Hijo, la hora de nuestra Redención. No era ninguna
obligación para Dios el salvarnos. Pero precisamente dirigiéndose al Padre con
la turbación y la angustia humana que prueba, Jesús coloca la hora que vive en
su fuente de amor, en el Amor trinitario infinito que ha querido y decidido
esta hora desde toda la eternidad.
Jesús
tiene casi un arrebato de rabia al responderse a esta pregunta, como si la
petición al Padre de salvarlo de esta hora fuese una tentación del demonio,
como cuando respondía a las tentaciones en el desierto, al comienzo de su
misión, o cuando rechaza con ira la tentativa de Pedro de oponerse a su Pasión.
Aquí dice: “¡Mas para esto he llegado
a esta hora!”.
Rechazar
la Cruz sería para Jesús un renegar todo su camino, toda su misión, como anular
toda su venida al mundo, la Encarnación, todos los años de su vida humana,
escondida y pública. Todo esto no habría tenido sentido, no se cumpliría,
habría sido en vano, inútil.
Juan
describe este momento crucial en dos frases, pero es verdaderamente un momento
en el que, en el fondo, se ha decidido todo, en el que todo nuestro destino, el
destino de toda la humanidad, se ha decidido.
Los
Sinópticos, decía, han descrito este instante más difusamente en la agonía de
Getsemaní. También allí Jesús rechaza la tentación de volver atrás, de anular
el designio del Padre de salvarnos a través de la Cruz. En los Sinópticos, lo
que resuelve la tentación extrema de Jesús es el abandono a la voluntad del
Padre (Mt 26,39.42; Mc 14,36; Lc 22,42).
En
Juan se da seguramente también este aspecto, expresado por lo demás en todo su
Evangelio – “He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad
del que me ha enviado” (Jn 6,38; cfr. 8,29) – pero es como si en este momento
crucial aquello en lo que se apoya la libertad de Jesús para sacrificarse por
nosotros, más que la voluntad del Padre es su gloria: “Padre, ¡glorifica tu
nombre!”.
La tristeza mortal
También
aquí, como en Mateo y Marcos, la prueba de Jesús comienza por una profunda
angustia interior que Jesús no esconde. En todas las ocasiones la expresa
aludiendo a los Salmos: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26,38; Mc
14,34; cfr. Sal 41,6.12 y 42,5). En Juan hay una alusión al Salmo 6,4: “Ahora
mi alma está turbada” (Jn 12,27).
Es
importante meditar sobre esta tristeza del alma de Cristo porque es la nuestra,
la que expresan los Salmos y los Profetas, la tristeza humana provocada por
miles de peligros, pero, sobre todo y finalmente, por la muerte y el pecado.
Jesús hace suya nuestra tristeza, nuestra ansiedad y miedo de pecadores frente
a la muerte, incluso siendo Él inocente, sin pecado y de naturaleza divina.
Jesús ha asumido nuestra humanidad no solo hasta la muerte, sino también hasta
la angustia que el hombre experimenta ante la muerte.
Quizá
la expresión más acertada de esta tristeza mortal, de la angustia existencial
de toda la humanidad que Jesús asume, la tristeza que se esconde detrás de
aquella sencilla expresión “Mi alma está turbada”, se encuentra en el Salmo 87):
“Señor, Dios mío, de día te pido auxilio, de
noche grito en tu presencia;
llegue hasta tí mi súplica, inclina mi oído a mi clamor.
llegue hasta tí mi súplica, inclina mi oído a mi clamor.
Porque mi alma está colmada de desdichas, y mi
vida está al borde del abismo;
ya me cuentan con los que bajan a la fosa, soy como un inválido.
ya me cuentan con los que bajan a la fosa, soy como un inválido.
Tengo mi cama entre los muertos, como los caídos
que yacen en el sepulcro,
de los cuales ya no guardas memoria, porque fueron arrancados de tu mano.
de los cuales ya no guardas memoria, porque fueron arrancados de tu mano.
Me has colocado en lo hondo de la fosa, en las
tinieblas del fondo;
tú cólera pesa sobre mí, me echas encima todas tus olas.
tú cólera pesa sobre mí, me echas encima todas tus olas.
Has alejado de mí a mis conocidos, me has hecho
repugnante para ellos:
encerrado, no puedo salir, y los ojos se me nublan de pesar.
encerrado, no puedo salir, y los ojos se me nublan de pesar.
Todo el día te estoy invocando, tendiendo las
manos hacia ti.
¿Harás tú maravillas por los muertos? ¿Se alzarán las sombras para darte gracias?
¿Harás tú maravillas por los muertos? ¿Se alzarán las sombras para darte gracias?
¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia, o tu
fidelidad en el reino de la muerte?
¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla, o tu justicia en el país del olvido?
¿Se conocen tus maravillas en la tiniebla, o tu justicia en el país del olvido?
Pero yo te pido auxilio, por la mañana irá a tu
encuentro mi súplica.
¿Por qué, Señor, me rechazas, y me escondes tu rostro?
¿Por qué, Señor, me rechazas, y me escondes tu rostro?
Desde niño fui desgraciado y enfermo, me doblo
bajo el peso de tus terrores,
pasó sobre mí tu incendio, tus espantos me han consumido:
pasó sobre mí tu incendio, tus espantos me han consumido:
me rodean como las aguas todo el día, me
envuelven todos a una;
alejaste de mí amigos y compañeros: mi compañía son las tinieblas.”
alejaste de mí amigos y compañeros: mi compañía son las tinieblas.”
Cuando
leemos y escuchamos los relatos de quien ha sufrido en los campos de
concentración, de quien vive en la miseria, de quien sufre enfermedades
incurables, físicas o psíquicas, de quien sufre de fuertes depresiones, de
quien pierde a personas queridas, de quien vive en la soledad, de quien es
abandonado, de quien es traicionado, de quien no tiene trabajo, etc., etc.; y
cuando pensamos en los momentos más oscuros de nuestra vida, no encontramos
exageradas las expresiones de este Salmo. Nos ayuda a intuir un poco el inmenso
sufrimiento interior de Cristo, porque Él acoge y asume en sí, en su corazón,
en su alma, todo el sufrimiento inocente y culpable del mundo. También Él, poco
antes de morir, habría podido gritar: “Mi compañía son las tinieblas”. Hay
santos, como la Beata Madre Teresa de Calcuta, que han pasado casi toda su vida
en este estado de tristeza mortal, como participación misteriosa y mística de
la agonía espiritual de Jesús.
La luz de la
glorificación del Padre
Pero
si subrayo todo esto es para que resalte mejor la luz que Cristo ha acogido y
dejado penetrar en esta experiencia, la luz de la glorificación del Padre.
Porque en el momento en el que toda nuestra tristeza mortal pesa sobre su alma,
Cristo nos introduce enseguida en su resolución, en la transformación que
nuestra tristeza recibe en su alma, en su libertad, en su oración.
Toda
nuestra tristeza angustiada, toda la angustia triste y mortal de la humanidad
entera, pasa en el alma, en la libertad y en la oración de Jesucristo, y Él la
transforma, la “resuelve”, convirtiéndola en obediencia y glorificación. Los
Sinópticos ponen el acento en la obediencia; Juan también, pero revelándonos
que la obediencia de Jesús está animada por el deseo de la gloria del Padre, de
la santificación de su Nombre: “Padre, ¡glorifica tu nombre!”.
Y
el Padre se hace eco de este grito y deseo del Hijo: “Entonces vino una voz del
cielo: ‘Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez’.” (Jn 12,28)
Así
pues, toda la Pasión se convierte para Jesús en el acto supremo de la
glorificación del nombre del Padre. El Padre glorifica su nombre en el Hijo que
sufre, muere y resucita para nuestra salvación. La glorificación del nombre del
Padre es como la corriente profunda del alma de Cristo, la razón profunda de su
obediencia, de su misión, del don y sacrificio de toda su vida. Y es
precisamente dentro de esta corriente profunda, eterna, donde Jesús lanza la
tristeza mortal que recibe de nosotros y por nosotros, y todo el sufrir y morir
que asume para salvarnos. Y haciendo esto, Jesús nos da acceso a esta corriente
profunda que en Él y por Él salva nuestra vida de la tristeza, de la angustia,
del sufrimiento y de la muerte, es decir, nos permite vivir esta realidad de
nuestra vida, inevitable antes o después, con la misma libertad y caridad con
la que la ha vivido Él.
Precisamente
es esto lo que Cristo nos urge a pedir y acoger en la primera invocación del
Padrenuestro: “¡Santificado sea tu nombre!”.
Como
he dicho antes, nosotros oramos normalmente esta frase “de paso”, porque no nos
parece muy consistente. Sin embargo, en esta petición se resume todo el
Padrenuestro, porque en ella está toda la oración de Jesús y, sobre todo, toda
la Pasión, Muerte y Resurrección como Jesús le ha vivido, precisamente
diciendo: “Padre, ¡glorifica tu nombre!”. Y hemos visto que esta petición, es escuchada
inmediatamente por el Padre, que responde enseguida, con la velocidad de un
rayo, y la potencia de un trueno: “¡Lo he glorificado y lo glorificaré otra
vez!” – “Y la multitud que estaba allí, y había oído la voz, decía que había
sido un trueno.” (Jn 12,29)
Cada
uno de nosotros debería registrar, ajustar siempre su oración sobre esta nota,
sobre esta primera nota del Padrenuestro, que es una nota de adoración, una
nota en la que el orar, antes de ser algo que controlamos nosotros, que sabemos
lo que quiere decir y porqué lo hacemos,
es una manifestación humilde de lo que somos ante Dios, para que
manifieste su gloria, la gloria de su nombre de Padre. Y en esto alcanzamos
todo, porque si Dios puede manifestar su amor de Padre en nosotros y a través
de nosotros, también a través de nuestras tristezas y angustias, entonces
obtenemos todo, todo se ha cumplido, todo ha sido salvado.
¿Y
qué quiere decir glorificar el nombre del Padre?
Quiere
decir poner en el corazón del mundo la Misericordia, porque el nombre del Padre
es su presencia, su bondad que actúa en el mundo. Santificar el nombre del
Padre quiere decir reconocer que el Dios que domina todo es un Padre amoroso.
Con la Pasión y la Cruz, con la Muerte, Jesús ha permitido al Padre abrazar
toda la tristeza humana, todo el sufrimiento humano, todos los pecadores, como
en la parábola de Lucas abraza el padre al hijo perdido y vuelto a casa (Lc
15,20).
Cuando
oramos diciendo: “Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu
nombre”, pedimos y obtenemos todo, porque pedimos y acogemos el abrazo del
Padre a toda la humanidad, a toda la tristeza y sufrimiento de la humanidad que
Jesús ha cargado sobre sí mismo. Un abrazo seguro, porque a esta petición hecha
en nombre de Cristo, el Padre responde enseguida, a nosotros, como a Él: “¡Lo
he glorificado y lo glorificaré otra vez!”.
Santificado sea tu
Nombre sobre nosotros
Por
lo tanto, esta es la oración esencial y total que permite al Padre acogernos no
solo con aquello que hace o da, sino con aquello que es, con la Paternidad que
es, con el Amor que es. Es como pedir a Dios que nos ame. Pero Dios es Amor y
nos ama desde toda la eternidad. Por lo que esta oración es más un acto de adoración,
de reconocimiento de que Dios es Dios, que una petición. Pero una adoración que
acoge para nosotros, para todos, lo que Dios es, que hace espacio en nuestra
libertad, en nuestro corazón, en nuestra vida, y, por lo tanto, en el mundo, a
lo que Dios es, al Amor paterno que Él es.
Recientemente,
me ha impresionado lo que contaba sobre su experiencia el Siervo de Dios Card. François-Xavier
Nguyen Van Thuan predicando los Ejercicios en el Vaticano:
“Durante mi larga
tribulación de nueve años de aislamiento en una celda sin ventanas, a veces
bajo la luz eléctrica durante muchos días, a veces en la oscuridad, me parecía
que me ahogaba por el calor y la humedad, al límite de la locura. Era todavía
un obispo joven, con ocho años de experiencia pastoral. No podía dormir; me
atormentaba el pensamiento de tener que abandonar la diócesis, de que se
derrumbasen tantas obras que había puesto en marcha por Dios. Experimentaba
como una rebelión en todo mi ser.
Una noche, desde lo
profundo del corazón, una voz me dijo: ‘¿Por qué te atormentas así?” Tienes que
distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has hecho y deseas
seguir haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos,
religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de albergues para
estudiantes, misiones para la evangelización de los no-cristianos…: todo eso es
una obra excelente, son obras de Dios, ¡pero no son Dios! Si Dios quiere que
abandones todo eso, hazlo enseguida, y ¡ten confianza en Él! Dios hará las
cosas infinitamente mejor que tú. Él confiará sus obras a otros que son mucho
más capaces que tú. ¡Tú has elegido a Dios sólo, no sus obras!’.
Esta luz me dio una paz
nueva, que cambió totalmente mi modo de pensar y me ayudó a superar momentos
físicamente casi imposibles. Desde ese momento, una fuerza nueva llenó mi
corazón y me acompañó durante trece años. Sentía mi debilidad humana, renovaba
esta elección ante las situaciones difíciles, y la paz no me faltó nunca.”
(F.X.
Nguyen Van Thuan, Testigos de Esperanza, Ciudad
Nueva, Madrid, 2000, pp. 54-55.)
He
aquí que nosotros estamos siempre demasiado preocupados porque suceda algo,
porque algo cambie, porque Dios actúe, haga, intervenga, sobre todo a través de
aquello que hacemos nosotros, en lugar de desear, ante todo, que Dios sea,
y sea lo que Él es, y lo sea en nosotros, y en el mundo, a pesar de todo.
Cuando
se tiene esta conciencia adoradora del misterio de Dios, no se teme ya la
propia impotencia e incapacidad de actuar, de hacer, de obtener lo que
queremos, no se teme ya la pobreza y fragilidad de nuestras personas y
comunidades, no se temen ya más los errores. Pero a condición de ofrecer
nuestra impotencia, miseria y fragilidad en la oración que, con Cristo, pide
constantemente al Padre santificar y glorificar su nombre de Padre bueno de
todos los hombres.
Esta
es la conciencia que María expresa en el Magnificat:
“el Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo” (Lc 1,49).
Porque su Nombre es santo es por lo que Dios hace cosas grandes en nuestra miseria.
En
el rito de la Misa etiópica, durante la Comunión, el pueblo recita esta hermosa
oración:
“Santo, Santo, Santo,
Trinidad inefable, permíteme recibir este Cuerpo y esta Sangre para la vida y
no para la condena; hazme obtener un fruto agradable a ti, de modo que viviendo
en el cumplimiento de Tu voluntad pueda presentarme ante la presencia de Tu
gloria.
Te llamo en confidencia
Padre e invoco Tu Reino, oh, Señor, sea santificado Tu nombre sobre mí, porque
tú eres poderoso, alabado y glorioso.
A Ti la gloria por los
siglos de los siglos.”
“Padre,
¡santificado sea Tu Nombre sobre mí!”
Esta
es quizá la oración más esencial y total que se pueda expresar, la oración de
Jesús por excelencia, la que permite al Espíritu Santo transformarnos a
nosotros mismos y a todos los hombres en hijos de Dios.
P. Mauro-Giuseppe Lepori, Abad General O. Cist.
Conferencia
de Cuaresma – Roma, Casa Generalicia, 26 de febrero de 2012