Capítulo sobre la Regla de San Benito-CFM-Roma 23.08.2012
Comenzamos la serie de los
Capítulos con los que trataré de acompañaros durante este mes de escucha, de
estudio, de comunión fraterna en la oración y en la convivencia diaria. La vida
consagrada a Dios en la fraternidad, necesita una educación constante, una
llamada constante, una profundización constante de su sentido y valor, una continua
corrección y, una siempre renovada llamada a la conversión. En la vida para
Dios en comunidad estamos siempre en camino. Lo importante es no cerrarse, no
creerse ya llegados al final. Nuestra vocación nos pide una continua
conversión, porque la vida a la que nos llama el Señor no es un simple
desarrollo natural de lo que somos, sino que es una vida nueva en Él, la vida
de Cristo en nosotros. Como dice san Pablo: “No vivo yo, sino que es Cristo
quien vive en mí” (Gálatas 2,20).
Visitando tantos monasterios y
encontrándome con tantos monjes y monjas en el mundo entero, tengo la impresión
de que, a menudo, nos engañamos pensando poder vivir la vocación, seguir a
Cristo, sin conversión, sin tener que cambiar, verdadera y sustancialmente,
nuestra persona y nuestro modo de vivir.
Sabéis que una de las tres
promesas, de los tres votos, que hacemos en la Profesión según la Regla de san
Benito, es el de la “conversatio morum”,
además de la obediencia y la estabilidad (RB 58,17). Conversatio es un término difícil de traducir. Quiere decir, modo
de vida, especialmente, modo de vida monástico, con una dimensión comunitaria que
implica una conversión de nosotros mismos, de nuestro corazón y de nuestra
vida. San Benito nos pide, más que convertirnos, empeñarnos en hacer en el
monasterio el camino según la Regla, que nos convierte a una vida nueva, a la
vida de Cristo en nosotros.
Esto quiere decir que no se es
monje o monja maduro si no se acepta recorrer un camino de conversión durante
toda la vida en el monasterio, en la comunidad. Nuestro hombre viejo está
llamado a morir para dejar nacer, crecer y vivir el hombre nuevo (cfr. Efesios
4, 20-24).
Esta disponibilidad a la
conversión de vida y a la vida de conversión se pide a todos los bautizados,
pero específicamente a los religiosos, llamados a vivir el bautismo de modo
radical al servicio de la santificación de todo el pueblo de Dios.
Pongo el acento sobre estas cosas
porque con frecuencia veo justamente lo contrario. Hay monjes y monjas que
parecen haber hecho la Profesión de terminar el proceso de su vida de
conversión el día de la Profesión solemne. En el momento de prometer
solemnemente hacer un camino de conversión hasta la muerte, se sienten ya
llegados al final. Es como si después ya no fuese necesario para ellos cambiar,
crecer, ser corregidos, hacer progresos de vida nueva. Es como si el “hombre
nuevo” que ha comenzado a vivir durante los años de noviciado y de formación se
hubiese jubilado enseguida en el momento en el que, sin embargo, debería vivir
y ser fecundo en alegría y gratuidad.
¿Por qué sucede esto? Creo que el
verdadero problema debemos buscarlo en la pregunta que os presentaba ayer en la
homilía: “¿Jesús es de verdad para mí la máxima alegría? ¿De verdad es la
alegría de mi vida? (…) ¿Verdaderamente es Cristo lo más querido en nuestra
vida? (cfr. RB 5,2)” (Homilía de apertura del CFM, 22.08.2012).
La disponibilidad para la
continúa conversión, la disponibilidad para seguir un camino de conversión de
vida, depende de nuestra alegría. Si uno comienza a escalar una montaña, estará
en camino hasta la cima solamente si pone su alegría en la cima. Si la coloca
en una etapa intermedia, se detendrá, no avanzará más. Pero el problema es que
la alegría verdadera de nuestro corazón es siempre más grande que nuestros
objetivos inmediatos. Cristo es una cima de nuestra vida y de nuestra alegría
que nos es dada en cada etapa del camino, pero con la condición de continuar
caminando para seguirlo hasta el final, hasta la plenitud de la alegría y de la
vida.
A menudo nos detenemos en el
camino de la conversión porque creemos que nos basta con un cambio exterior,
superficial. Creemos ser felices cambiando solamente lo que está fuera de
nosotros, pero esto no es lo que renueva la vida, lo que la cambia, lo que la
hace plena.
En la parábola del hijo pródigo y
del padre misericordioso de Lucas 15,11-32, el hijo más joven piensa encontrar
la felicidad precisamente marchando, dejando al padre, al hermano, la casa, su
país. Pero después se da cuenta de que esto no le ha hecho feliz, más aún: se
ha vuelto más pobre, más triste, más solo. Se encuentra viviendo con los cerdos
y, en el fondo, se hace como ellos, deseando comer por lo menos lo que comen
los cerdos.
Pero también el hijo mayor de
esta parábola busca la felicidad solo en lo que cambia exteriormente. Piensa
que sería feliz si pudiera festejar con los amigos, si tuviese un cabrito de
vez en cuando para hacer una fiesta, si no tuviese que trabajar tanto... Pero
no es feliz.
El padre le responde recordándole
que el único cambio en su vida que puede traerle la alegría no es el que
cambien las circunstancias, sino la conversión de su corazón a la alegría de
encontrar a su hermano, que es la alegría del padre, la alegría del amor del
padre. Una alegría que implica, por lo tanto, una conversión del hermano mayor
al amor fraterno. La felicidad es siempre el fruto de un cambio de nuestro
corazón. “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; deberías
alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto con vida, estaba
perdido y lo hemos encontrado”(Lc 15,31-32).
El padre invita al hijo mayor a
convertirse a la alegría convirtiéndose al amor.
“Hijo, tú siempre estás conmigo”:
el verdadero motivo de nuestra alegría está “siempre con nosotros”, y este es
un motivo más fuerte y estable que los cambios superficiales, y no depende de
ellos. Pero es necesario que nuestro corazón se convierta de la alegría efímera
de comer un cabrito con los amigos, a la alegría del padre de encontrar y
perdonar a su hijo. La alegría no depende de lo que conseguimos coger y tener,
sino de lo que nos es dado y que acogemos como don, incluso si es un don que
nos quita alguna cosa, como el regreso del hermano menor ha quitado al hermano
mayor otros bienes materiales que le habrían correspondido.
San Benito quiere guiarnos en
este camino de conversión constante hasta la verdadera alegría en el amor
filial y fraterno. Trataremos en estos días de ayudarnos a dejarnos guiar por
él en este camino.
Fr. Mauro-Giuseppe Lepori OCist
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