XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario (B) –
Cristo Rey del Universo
Lecturas: Daniel 7,13-14; Apocalipsis 1,5-8; Juan
18,33-37
“Mi reino no es
de este mundo” (Jn 18,36)
Para Pilato
hubiera sido más fácil situarse ante Cristo si hubiera podido encuadrarlo en la
política de los juegos de poder de su tiempo. Si Jesús le hubiese respondido
que lo que pretendía de verdad era ser el nuevo rey de los Judíos, amigo o
enemigo de los Romanos, Pilato hubiera podido protegerlo u oponerse a Él, según
los intereses políticos del emperador romano del que dependía como gobernador.
Al final lo condenará a la cruz después de haberlo utilizado para hacer decir a
los Judíos que no tenían otro rey más que el César. Pero lo hará renegando de
la verdad de su conciencia que por un momento Jesús había despertado en él,
llenándolo de inquietud. Su victoria a nivel de poder político no podrá
contrarrestar la derrota de su corazón, sediento, como todo corazón, de verdad,
de justicia, de amor.
Durante la
Pasión, nadie pudo dialogar tan largamente con Jesús como Pilato, nadie pudo
recibir como él tan directamente, cara a cara, el anuncio de la Redención. Pero
para acoger este anuncio en lo profundo de su corazón y, por lo tanto, en su
vida, Pilato tendría que haber aceptado el “testimonio de la verdad” (Jn 18,37)
que Cristo le ofrecía, el testimonio de un reino que no es de este mundo, no
porque no se pueda experimentar en este mundo, sino porque es un reino que escapa
a la lógica del mundo, que es una lógica de poder, de dominio. La lógica del
mundo es la victoria del poder, la victoria del más fuerte. El reino de Jesús
no es de este mundo porque su lógica no es la victoria del poder, sino la del
amor, la del servicio, la del sacrificio de uno mismo por los demás.
“Si mi reino
fuese de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no hubiese sido
entregado a los Judíos; pero mi reino no es de aquí abajo” (Jn 18,36). Sí, si
Jesús hubiera sido un rey como los demás, sus servidores habrían combatido para
defender su poder, para permitir a su poder vencer sobre el poder de los demás.
Sin embargo, es como si Jesús hubiera elegido a sus servidores precisamente
para que fueran incapaces de combatir por Él, incapaces de defender su victoria
mundana. Huyen, lo niegan, y, además, lo traicionan; y los que permanecen con
Él, como su Madre, Juan y las mujeres, lo acompañan en silencio hasta la muerte
y el sepulcro, impotentes para ofrecerle la mínima fuerza de defensa.
Pero
precisamente el reino de Cristo se mueve por una victoria que no es la del
poder; es un reino en el que vence la derrota, la debilidad. No es un reino que
vence derramando la sangre de los adversarios, sino un reino en el que vence la
sangre derramada por los adversarios.
El Apocalipsis
anuncia la novedad y la victoria definitiva y universal de este nuevo reino
cuya energía no es el poder, sino el amor que da la vida hasta la última gota
de sangre, la que salió del costado abierto de Cristo: “He aquí que viene sobre
las nubes y todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron, y por él todas
las tribus de la tierra se golpearán el pecho” (Ap 1,7).
El reino de
Cristo vence cuando el testimonio de la verdad de su amor hasta el final
alcanza a sus enemigos, a todos aquellos que lo rechazan, a todos aquellos que
lo hieren, a todos los pecadores. El reino de Cristo vence cuando su sangre
derramada perdona y redime a quien se opone a Él con el poder del mundo, con
las armas del poder del mundo, con las lanzas de los centuriones de los emperadores
de este mundo.
El autor del
Apocalipsis nos ayuda a entender que cada uno de nosotros es uno de los “que lo
traspasaron”, porque Cristo es “Aquel que nos ama y nos ha liberado de nuestros
pecados por su sangre” (Ap 1,5). También nosotros debemos golpearnos el pecho
con todas las tribus de la tierra.
¿Pero de qué
debemos arrepentirnos? Ciertamente, de todos nuestros pecados, pero sobre todo
del pecado de desear tan a menudo y tan fuertemente construir la felicidad de
nuestra vida según el reino de este mundo y no conforme al reino de Cristo.
¡Cuántas veces, incluso sin darnos cuenta, y también viviendo nuestra vocación
cristiana en la Iglesia, nuestro corazón desea vencer más con el poder que con
el amor de Cristo! ¡Cuántas veces somos atraídos, impulsados y dominados más
por los cálculos del poder del mundo que por la humildad del amor de Cristo que
vence perdiendo todo, sirviéndonos y entregando la vida por nosotros!
Pero si esto
sucede no es tanto porque no seamos buenos sino porque, como Pilato, escapamos a
menudo del testimonio de la verdad que Cristo muestra ante nosotros. No lo
miramos traspasado; lo traspasamos, herimos su Corazón, sin mirarlo, sin
escuchar el fuerte grito de su sed de amor, de su sed de amarnos y de dar la
vida por nosotros (cfr. Jn 19,28). Sin embargo, bastaría mirarlo, mirar su vida
entregada por nosotros, mirar su Corazón abierto del que brota toda su vida y
todo su amor, para transformar nuestro corazón de orgulloso en arrepentido, de
sediento de poder en mendigo de misericordia. Y, entonces, como el ladrón
crucificado junto a Jesús, nos llenaríamos del deseo y de la petición llena de
fe de poder entrar en su reino de gracia (cfr. Lc 23,40-43). Entonces, Cristo
transformaría rápidamente, hoy mismo, nuestra vida de este mundo en vida eterna
en la alabanza y en la caridad. Porque el reino de Cristo es la vida redimida
de los pecadores.
Fr.
Mauro-Giuseppe Lepori
Abad
General OCist