XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Lecturas: 1 Re 17,10-16; Heb 9,24-28; Marcos 12,38-44
El corazón lleno de compasión de
Jesús lo hacía especialmente atento a las personas más probadas por la vida.
Entre estas, las viudas eran las más expuestas a la amenaza de la miseria, de
la exclusión, de la explotación por parte de los poderosos. No es una
casualidad que el Evangelio de Lucas, el más expresivo de la compasión
misericordiosa de Jesús, sea en el que la figura de las viudas aparezca más a
menudo, entre los episodios más conmovedores de la vida del Señor. Nos
encontramos a Ana, la viuda que acoge al niño Jesús en el Templo (Lc 2,36-38); encontramos
a la viuda de Naín, que conduce a la tumba a su hijo único al que Jesús
resucita (Lc 7,11-15); encontramos la parábola de la viuda que obtiene justicia
del juez inicuo con su insistencia, y que Jesús presenta como modelo de oración
a imitar para obtener todo de Dios, como modelo de la fe que el Hijo del hombre
querría encontrar en la tierra cuando vuelva al final del mundo (Lc 18,1-8).
El episodio del Evangelio de este
domingo es común en Marcos y Lucas. También en este episodio la figura de la
viuda es vista por Jesús como un modo ejemplar de estar ante Dios. Por esto
Jesús la ve, la admira y llama sobre ella la atención de sus discípulos, que
seguramente no notaban este detalle, para hacerles prestar atención a lo que
esta viuda había hecho y a lo que significaba su gesto: “Os aseguro que esa
pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los
demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado
todo lo que tenía para vivir.” (Mc 12,41-44)
Como los discípulos de aquel día,
debemos dejarnos interpelar por este episodio, porque Jesús nos anuncia en él
la verdad de nuestra vida y de nuestra relación con el Padre. Si el Maestro nos
llama a ver en esta viuda una maestra de vida, no podemos desaprovechar esta
posibilidad de entender y crecer en el sentido de nuestra vida en Cristo.
La viuda va al Templo para
presentarse a Dios. Para ella la ofrenda al tesoro del Templo no es una
cuestión económica, sino un gesto con el que expresar el significado de Dios en
su vida, un gesto para expresar su fe. Viene al Templo con todo lo que tiene:
dos moneditas. En aquellas dos moneditas estaba el alimento que habría podido
comer, u otros bienes de extrema necesidad que se habría podido comprar. En
estas dos moneditas se encontraba toda su posibilidad de tener en la mano su
pobre existencia. Probablemente no hubieran sido suficientes para conseguir una
sola comida.
Echando estas dos monedas en el
tesoro del Templo, la viuda muestra un gesto simbólico y real al mismo tiempo,
con el que pone toda su vida en las manos de Dios. Sabe que aquellas monedas no
valen nada, y sabe que su vida tampoco vale nada para el mundo, porque está
sola, porque no tiene a nadie que piense en ella, ninguno que se preocupe de
que pueda vivir y ser feliz. Ninguno, a excepción del Señor. Su fe intuye que
el Dios Altísimo tiene el poder y el amor de pensar en ella, de querer que ella
viva y sea feliz. Con su gesto, la viuda confiesa que Dios es Padre, que Dios
es Amor, y que solo Él puede garantizarnos la vida y la alegría que ansía
nuestro corazón. Por esto, con su gesto, la viuda expresa su amor por este
Dios, un amor grande porque lo ama sin pensar en sí misma, lo ama con toda su
vida, con todo lo que tiene para vivir. Sabe también que si por esto muriese de
hambre, su vida ya estaría en sus manos de Padre misericordioso. Echando en el
tesoro todo lo que tenía para vivir, esta mujer ha confiado a Dios su vida y su
muerte. Dios es más grande que la medida en que nuestras manos quisieran
contener lo que somos, lo que valemos, el sentido y los límites de nuestra
existencia. Confiada a Él, la vida que en nuestras manos solo vale dos monedas,
se convierte en eterna, porque la eternidad es el valor que toda persona tiene
a los ojos y en el corazón del Padre.
¿Todo esto no debería ser
expresión de la consagración religiosa, de la vida monástica? ¿No debería ser
la conciencia madura que todo cristiano debería tener de su bautismo, el
sacramento que nos identifica con la pertenencia total de Cristo al Padre en el
don del Espíritu?
Si a menudo no vivimos así lo que
Cristo nos concede ser, si no vivimos la pertenencia al Señor con la libertad
total de esta viuda, es porque somos como los ricos que Jesús observa que echan
muchas monedas en el tesoro del Templo. Jesús ve que dan mucho, pero nunca
todo. Su ofrenda es de lo que tienen, pero no lo que son. Su ofrenda a Dios no
coincide con su vida, con su corazón, con lo que son.
Jesús no pretende que la ofrenda
sea pura, santa. La viuda ofrece toda su miseria. Los ricos no lo hacen. No dan
todo, no tanto porque no echan todas sus riquezas, sino porque no dan toda su
miseria al Padre, no dan a Dios toda su
necesidad de vida y de felicidad. Piensan que su vida y felicidad está
garantizada por las riquezas que tienen en casa, en sus tesoros, y no sienten
la necesidad de confiarse al Señor. No viven de fe. Su seguridad está puesta en
sus riquezas, no en la confianza en Dios.
En la viuda pobre que ofrece
todo, Jesús no reconoce solamente la posición humana más auténtica ante Dios.
Se reconoce también a sí mismo, su confiarse al Padre. En el gesto de la viuda
que da todo lo que tiene para vivir, Jesús ve como una profecía de su ofrenda
total sobre la Cruz, una profecía de la Eucaristía en la que toda la miseria humana
puede ofrecerse con Cristo al Padre para llegar a ser Cuerpo y Sangre del Hijo
y Redención del mundo.
La descripción del sacrificio de
Cristo que nos ofrece la primera lectura sacada de la carta a los Hebreos nos
permite comprender en qué medida Jesús pudo ver este reflejo anticipado del
misterio pascual en la ofrenda al Templo de la pobre viuda: “él se ha
manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con
el sacrificio de sí mismo.” (Heb 9,26)
La perfección del don de nuestra
vida en Cristo, de nuestro confiarnos a Dios que nos salva, es una gracia que
nos pide ofrecer al Padre solo la totalidad de nuestra miseria.
Fr. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General OCist
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