XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (B)
Lecturas: Daniel 12,1-3; Hebreos 10,11-14.18; Marcos
13,24-32
“El día y la
hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre” (Mc 13,32).
Esta frase
misteriosa de Jesús sobre el momento del fin del mundo, nos deja perplejos.
¿Cómo es posible que no lo sepa el Hijo de Dios? ¿Cómo es posible que entre el
Padre y el Hijo exista algo no compartido, no confiado?
Para entender
estas palabras deberemos tratar de identificarnos con el sentimiento con el que
Jesús las pronunció. Jesús siempre ha hablado bien del Padre, ha anunciado
siempre su bondad. Y siempre ha enseñado y testimoniado una confianza total en
el Padre. Cristo nos invita siempre a fiarnos del Padre por encima de cualquier
apariencia, con la conciencia de que ni uno solo de los cabellos de nuestra
cabeza es indiferente a su atención amorosa hacia nosotros. También aquí, en
estas palabras misteriosas sobre el fin del mundo, debemos por lo tanto percibir
la confianza con la que Jesús las expresa y que nos quiere comunicar.
“El día y la
hora nadie lo sabe, (…), sólo el Padre.”
El Padre sabe. El
Padre conoce el día y la hora del fin del mundo, de la Parusía. El Padre conoce
nuestro destino, el destino del mundo, de toda la humanidad. Cierto, “el sol se
hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo,
los astros se tambalearán” (Mc 13,24-25). Pero todo esto lo sabe el Padre, todo
esto no consistirá solamente en acontecimientos oscuros, sin control, caóticos,
todo esto estará incluido en la voluntad y el conocimiento del Padre, todo esto
será un tiempo de Dios, una hora de Dios, un acontecimiento conocido, y, por lo
tanto, dominado por un Padre bueno.
Si Jesús afirma
no conocer ni siquiera Él este momento no es porque no pueda conocerlo, o le
haya sido ocultado por el Padre, sino porque Jesús no siente la necesidad de
saberlo, porque Jesús se fía totalmente del Padre. Para Jesús, fiarse del Padre
es mucho más importante que saber cuándo quiere el Padre cumplir su voluntad.
Jesús es consciente de que sabe y entiende más fiándose del Padre que
conociendo todo. Su confianza en el Padre le permite conocer cada cosa
conociendo la bondad y providencia con la que actúa el Padre.
Esta es la
confianza que Cristo nos quiere transmitir. Jesús nos quiere dar su mirada
sobre la historia del mundo y sobre nosotros mismos, una mirada de fe que no ve
solo el límite y el fin del tiempo, sino su cumplimiento en el proyecto del
Padre y en la manifestación total del Hijo a su vuelta en la Parusía.
“El cielo y la
tierra pasarán, mis palabras no pasarán” (Mc 13,31).
Las palabras de
Cristo no pasan porque Él es en persona la Palabra, el Verbo que existía “en el
principio”, y “por el que todo fue hecho” (Jn 1,1.3).
Todo será
redimido, recreado, renovado por Él al final de los tiempos. El final de los
tiempos, en efecto, coincidirá con su venida: “cuando veáis que sucede esto,
sabed que [el Hijo del hombre] está cerca, a la puerta” (Mc 13,29). Cuando todo
parezca terminar, estará aún más cercano y presente Aquél que renueva todas las
cosas y que, por lo tanto, dará al mundo la gracia de un comienzo eterno. Jesús
describe el fin de los tiempos como el momento en el que podrá llevar a
cumplimiento la creación y la redención del mundo y, por lo tanto, la misión
que ha recibido del Padre desde el principio. Como en la Cruz, todo se cumplirá
en la obediencia del Hijo a los designios del Padre. Todo será un “sí” de
Cristo a los designios del Padre.
Esta renovación
ya ha sido iniciada. Ha sido iniciada con la muerte y resurrección del Señor.
La Parusía llevará a cumplimiento lo que ya se ha realizado con la obediencia y
la glorificación de Cristo, esto es lo que ya se cumple en los que en la fe
aceptan con Cristo y en Cristo el designio del amor del Padre. En la fe,
nuestra libertad ha recibido el don de poder participar en la renovación final
del mundo, en el cumplimento de la historia en el Reino de Dios. Porque lo que
da cumplimiento al tiempo, a la historia y a toda vida no es el final, sino el
abandono obediente y confiado del Hijo al designio del Padre. Cuanto más
participemos, como María y los santos, en la obediencia filial y confiada de
Cristo, más contribuiremos al buen cumplimiento en Cristo del tiempo y de la
historia.
De este modo,
la fe con que Jesús acepta el designio del Padre nos permite ver en los signos
del final de los tiempos, que en el fondo se manifiestan continuamente en toda
vida humana, los signos de la plenitud. En el Evangelio de hoy, Jesús nos
invita a mirar con realismo los signos de la finitud y fragilidad del mundo y
de nuestra vida, no para que crezca en nosotros el temor sino la confianza en
el Padre. Las heridas y el límite de toda vida no son todo su horizonte, porque
son conocidas por el Padre. Como escribe san Juan en su primera carta: “Si
nuestro corazón nos condena, Dios es más grande que nuestro corazón y conoce
todo” (1 Jn 3,20). Todo lo que hiere nuestro corazón, como el pecado y la
muerte, es conocido y abrazado por un Corazón más grande que el nuestro, por un
amor más grande. Más allá del límite, más allá del fin de la historia y de la
vida, más allá de nuestra miseria, no está la nada, sino el Corazón del Padre
que conoce y ama todo.
Esto es lo que
debemos saber, y no otra cosa. Como Jesús. Quien conoce en la fe el Corazón de
Dios, conoce el destino bueno de todo, por encima de todo, infinitamente más
real y cercano a nuestro corazón que todos nuestros miedos.
Fr.
Mauro-Giuseppe Lepori
Abad
General OCist
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