18/2/11

Individuo y Comunidad


INDIVIDUO Y COMUNIDAD


     Me habéis pedido que medite junto con vosotros sobre la relación entre individuo y comunidad, sobre la importancia de la vida comunitaria en la vida religiosa. La necesidad de reflexionar sobre este tema proviene también del hecho de que la relación entre el religioso y su comunidad parece ser cuestionada por el Estado que, en distintas situaciones, no tiene en cuenta la pertenencia a comunidades de vida, sobre todo cuando se trata de comunidades religiosas.

Un problema de siempre

      Pero el problema de la dificultad de relación entre los individuos y las comunidades a las que pertenecen, ¿nace verdadera y principalmente de la actitud de las instancias civiles, de la cultura laica que nos rodea, de la sociedad post-cristiana en la que estamos inmersos? Esta es la impresión que tenemos. Sin embargo, si miramos hacia atrás en el tiempo, a través de los siglos, debemos reconocer que este problema no ha nacido en nuestros días. Podemos encontrar esta misma dificultad en el hombre del siglo XX, del XIX, del XVIII, y así sucesivamente. De este modo, llegaríamos hasta el hombre del siglo sexto, del que tanto se ocupó San Benito, hasta encontrarnos con el hombre de la época de los padres y madres del desierto.

      Escuchad, por ejemplo, este pasaje de una carta de visita de dos abades de la Orden Cisterciense dirigida a mis antepasados de la Abadía de Hauterive en 1486:
 
      "Nunca y en ninguna parte se observa el silencio, como si no estuviese ordenado. No duermen en un dormitorio regular, sino que cada uno tiene su habitación encima de las bóvedas del claustro. Si el monasterio se cerrase por la noche, no podrían salir, pero no lo cierran nunca. No van a cantar en el Coro dando gracias, como es costumbre en la Orden, sino que dan gracias en una especie de cantina, donde comen siempre, no a un solo lado de la mesa, como los religiosos, sino a la manera de los clientes de las tabernas (taberneros) con los familiares y empleados. Por tanto, tienen un refectorio bastante bueno, si se restaurase un poco (...). Los monjes jóvenes del monasterio son ignorantes, rebeldes y muy mal instruidos, sin conocimiento del salterio, de los himnos, de los cánticos, de las antífonas y de otras cosas necesarias; mal disciplinados, no conocen nada de las ceremonias de la Orden. De este mal es causante el abad, que los acepta como monjes antes de que sepan lo que deben saber, y después no lo aprenden jamás, por lo que no dan ninguna esperanza de futuro, ¡a menos que Dios les ayude! (...) El Señor abad es muy mezquino y codicioso: no adora más que al dios dinero. (...) Los monjes poseen cosas, no obedecen porque nadie les manda, el abad es lento y no hay cosa que más le divierta que la avaricia (...). [Sobre la Sarine] pasan todo el tiempo algunos barcos (...) en los que viajan hombres y mujeres de toda clase; y en el monasterio hay una taberna pública, llevada por ciertos religiosos, en los que hay siempre mujeres disolutas y hombres que les conducen y que se baten entre ellos, por lo que nacen muchos escándalos, incluso para los religiosos, por su falta o las faltas de otros; y el monasterio lo mismo, a causa de esta taberna y del barco, que es para todos un camino común y abierto, aunque podría ser de otra forma. ¿Pero quién hace algo? ¡Nadie! "(Texto en latín en: Mélanges à la mémoire du P. Anselme Dimier, Arbois, 1984, pp. 179-181)

      La relación entre el individuo y la comunidad ha sido siempre problemática, siendo amenazada con la disociación. Hay en el hombre una fuerza que parece alejarle de la vida comunitaria. Hoy lo llamamos "individualismo", mientras que nuestros padres hablaban de "singularitas". San Benito explica claramente el tema de la confrontación del hombre y esta tendencia al individualismo en el primer capítulo de su Regla. Si los anacoretas y ermitaños, "formados por una larga probación en el monasterio" y que habían aprendido “con la ayuda de los hermanos a luchar contra el diablo," están preparados para pasar "de la comunidad de los hermanos al combate solitario del desierto -ad singularem pugnam eremi-"(RB 1,3-5), los sarabaítas " viven dos o tres juntos, o incluso solos (singuli), sin pastor, encerrados en su propio rebaño, y no en el del Señor "(RB 1.8).

      Hay una soledad que es la cumbre de la vida comunitaria, que brota como una fruta madura de la vida comunitaria, una soledad que surge del ejercicio y de la experiencia de maduración y de desarrollo de sí misma que la vida común ofrece y pide al individuo.

Ya en Jerusalén

      Pero para comprender mejor estas afirmaciones tan claras y nítidas de San Benito, retrocedamos en el tiempo y en la historia de la tensión entre individuo y comunidad, para llegar a la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén. El primer problema interno en la comunidad, el primer escándalo dentro de la Iglesia de Cristo, y la primera manifestación del individualismo que llegó a herir la comunión, la encontramos en el episodio del fraude de Ananías y Safira.

      Esta escena describe un poco del pecado original en la Iglesia que acaba de ser animada por el Espíritu de Pentecostés. Un pecado original que, una vez más, es perpetrado por una pareja, y que nos puede aclarar el tema del que tratamos.

      Pienso que encontrar referencias en la Sagrada Escritura de lo que vivimos, de lo que nos ocupa y preocupa hoy en día, es esencial para nosotros, a fin de vivir las circunstancias y los problemas actuales bajo una luz que los esclarezca, permitiéndonos verlos y discernirlos, comprenderlos y, si es posible, hacer algo más que constatarlos, exponerlos, sufrirlos y compadecernos por ello.

      No se trata de hacer fundamentalismo bíblico. El fundamentalismo bíblico se encuentra allí donde la Palabra de Dios se pone en el lugar de la realidad. La Palabra de Dios no es un sustituto de la realidad, sino que la ilumina, por lo que nos ayudará a ver la realidad más nítida, en todas sus dimensiones, en toda su verdad. La acción de la Palabra de Dios en la realidad humana no es la de crear situaciones ideales, fácilmente utópicas, sino suscitar y motivar un movimiento de libertad hacia el bien, que se llama conversión. Una realidad humana juzgada o, mejor, discernida por la Palabra de Dios, se convierte en una realidad frente a la que, y en la cual, la libertad se ve trazada como un camino de conversión, un camino donde el cambio de la realidad comienza y se cumple en el corazón del hombre, en el corazón de la realidad creada

      Así pues, meditemos en el episodio del fraude de Ananías y Safira, que toca muy de cerca nuestro tema.

      La comunión de bienes fue desde el principio de la Iglesia un signo de pertenencia a la comunidad. Como subrayará más tarde san Benito, se trata de pasar del “suyo” al “nuestro” de las “cosas propias” a las “cosas del monasterio” (RB 58,26). El gesto de poner sus bienes a la disposición de la comunidad era un testimonio concreto y real de pertenencia. Las cosas, sobre todo los vestidos, son símbolo de la persona. Dar todos los bienes, despojarse, quería expresar la afirmación de ser completamente para la Iglesia, para el Cuerpo de Cristo, es decir, para el mismo Cristo. Era un signo de pertenencia de la persona y no solo un gesto de sostenimiento de las obras de la Iglesia, y, sobre todo, en los inicios, cuando la obra de la Iglesia era la misma Iglesia, pues los pobres no eran ayudados solamente con dinero, sino que se consideraban los miembros privilegiados del Cuerpo de Cristo. Lo que se les ofrecía era, primeramente, la fraternidad, la pertenencia a la comunidad como respuesta a la necesidad fundamental de la persona, que era la de poder unirse a Cristo Salvador. No era el dinero lo que les traía, sino la pertenencia, y es en esta pertenencia donde se les hacía partícipes también de los bienes materiales.

      La comunión de bienes, siendo un signo, un testimonio de pertenencia a la comunidad cristiana, tenía que ser libre, no obligatoria. Y la Iglesia sabía que la libertad de cada ser humano es siempre el fruto de una maduración, de un camino, y que no se puede improvisar una decisión plena y definitiva. Incluso la decisión plena y definitiva del martirio sangriento es el resultado del viaje misterioso de la fe y el amor que Dios nos da. Esteban se ha entrenado en su compartir diaconal de los bienes y con el testimonio de la predicación, antes de compartir para Cristo y la Iglesia su vida y su sangre.


      La simulación de Ananías y Safira es grave, no porque engaña a la comunidad sobre su generosidad, sino porque engaña con respecto a su libertad de pertenencia a la misma. Han simulado ser totalmente libres de pertenecer completamente a la comunidad. No han querido admitir delante de todos que su libertad estaba aún en camino, que no estaba dispuesta a sacrificarlo todo, que tenían necesidad de tiempo, de la ayuda de la comunidad y de la gracia de Dios para crecer.

     Pertenecer a la comunidad cristiana es necesario para la Salvación, pero esta pertenencia ha de ser libre, y para ser libre debe ser verdadera, real. La mentira destruye la verdad de la libertad y, en consecuencia, de la pertenencia a la comunidad que nos abre al camino de la Salvación.

Pertenencia plena en la Trinidad

      Pero en el episodio de Ananías y Safira, sobre todo en las palabras de Pedro dirigidas a cada uno de los esposos, se nos presenta el sentido último de la cuestión. Pues, hasta aquí se podría creer que la honestidad con relación a la comunidad sería el valor y el criterio máximos de coherencia, de libertad, de verdad. ¿Pero, qué distinguiría a la comunidad cristiana de cualquier grupo sectario o fundamentalista?

      Señalemos que este peligro permanece también, y, sobre todo, para las comunidades cristianas en general y para las comunidades religiosas y monásticas en particular. Cuántas veces la exigencia del sacrificio de lo individual y personal se basa en el valor de la dedicación a la comunidad como tal, a su proyecto de vida, su identidad, su tradición su estilo, la reputación, etc.

      Los problemas de la relación entre individuo y comunidad que hemos mencionado anteriormente, ¿no proceden de una pretensión voluntarista en la que la comunidad se reduce a la estación terminal del camino de la vida, de la vocación, del sentido de la vida de los individuos?

      En efecto, ¿qué dice san Pedro a Ananías y Safira?

      "Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué dejaste que Satanás se apoderara de ti hasta el punto de engañar al Espíritu Santo, guardándote una parte del dinero del campo? ¿Acaso no eras dueño de quedarte con él? Y después de venderlo, ¿no podías guardarte el dinero? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? No mentiste a los hombres sino a Dios»”(Act 5,3-4)." Y a Safira le dijo: «¿Por qué os habéis puesto de acuerdo para tentar así al Espíritu del Señor?»". (Act 5,9).

      En sendos reproches que dirigió a cada uno de los cónyuges, Pedro menciona al Espíritu Santo. Reconduce su acción no a lo que han hecho a la comunidad, sino a lo que han hecho contra el Espíritu Santo. Ananías y Safira no han traicionado y engañado a la comunidad, sino al Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo. Han traicionado y engañado a la Trinidad.

      Esto significa que para Pedro, para los apóstoles, el sentido último de las decisiones que cada persona debe hacer en relación a la comunidad cristiana, las opciones que pueden ser también un sacrificio no están en relación con la comunidad como tal, sino en relación con la comunión de la Trinidad, con el Amor que es Dios, el Amor que une al Padre y al Hijo. El sentido último es la Trinidad, la comunión de las tres Personas divinas, tal y como el Hijo nos la revela y nos hace partícipes de la misma: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Permaneced en mi amor "(Jn 15,9).

      Conocer y vivir la comunión trinitaria es el sentido último de cada persona y cada comunidad. Es aquí donde se encuentra el sentido último de cada persona y de cada comunidad. La comunidad cristiana sólo tiene sentido en la medida en que permite al individuo a entrar, por la gracia de Cristo y el Espíritu Santo, en la Comunión trinitaria, origen y fin de todas las cosas, el origen y finalidad del corazón humano, de todo corazón humano.

¿Comunidades abusivas?

      Cuando todo lo que una comunidad ofrece y pide no está al servicio de este origen y fin últimos, se cae, en el fondo, en el abuso. Sólo si se mira siempre a la Comunión Trinitaria como horizonte constante y último de la comunidad, se puede acoger a cada individuo en el respeto de su libertad y, sobre todo, en el respeto del tiempo de crecimiento y maduración que necesita.

      El horizonte de la comunión trinitaria está abierto a nosotros, siempre en Cristo, en el misterio pascual, en el don del Espíritu. "Como el Padre me ha amado, así os he amado. "Está hecho, está cumplido. Pero este horizonte permanece abierto, en la espera paciente de nuestro progreso, de nuestro libre consentimiento, de nuestro regreso, a la casa del Padre. Es un horizonte esencialmente, ontológicamente, misericordioso. El hecho de que se haya abierto por nosotros y para nosotros se debe a que es misericordioso, dispuesto a aceptar incondicionalmente nuestra miseria, nuestra resistencia, nuestro rechazo a la comunión. La Trinidad es paciente en todos los sentidos de la palabra: "sufre" por nosotros en la Pasión del Hijo. Nos "soporta" en la Misericordia del Padre. Nos "compadece" en la gracia del Paráclito.

      Ananías y Safira han blasfemado la comunión trinitaria, ya que simulan un gesto que da a entender que habían alcanzado la perfección de la comunión. Si hubieran dado un céntimo, o nada en absoluto, diciendo: "Todavía no son capaces de vivir la comunión", habrían podido continuar su camino comunitario hasta el final, acompañados y ayudados por la comunidad y la gracia de Dios .

      En este episodio, son ellos mismos los que han abusado de la comunidad. Pero creo que es más útil para nosotros, en la situación actual de la relación de las individuos con nuestras comunidades, el darnos cuenta de que si en muchas ocasiones las comunidades no parecen ser lugares capaces de favorecer el crecimiento y la maduración de los individuos, en la pertenencia y la comunión, esto puede deberse a que exigen la conversión de los mismos demasiado rápidamente, mientras que, paradójicamente, no les exigen hasta el final el fin último, que es la Comunión trinitaria .

      Creo que hoy, el verdadero problema de la relación entre el individuo y la comunidad estriba con frecuencia en nuestra concepción de la comunidad. Sin casi darnos cuenta, tenemos un concepto de la comunidad sutilmente abusivo, abusivo de la libertad de las personas y de su vocación fundamental. Nuestra concepción de la comunidad cristiana es injusta cuando no es trinitaria, cuando el horizonte de lo que nos pedimos a nosotros y a los demás, con relación a la comunidad, no se entiende desde el Origen y el Fin de toda comunión, que es la Trinidad.

La conversión de las comunidades

     Esto significa que, quizás, la primera conversión que se requiere ante las dificultades de relación actuales entre el individuo y la comunidad es la conversión de las comunidades. Antes de reclamar la conversión de los individuos, es necesario que se conviertan las comunidades. En la Iglesia de Cristo, la primera conversión es la de la comunidad, no la de los individuos, porque es el Espíritu el que realiza la conversión de los grupos de fieles reunidos en los lugares de comunión trinitaria. Pentecostés es la primera conversión de la Iglesia, y todas las conversiones individuales son la consecuencia de ésta. Las conversiones y carismas individuales, como en el caso de san Pablo, son llamadas del Espíritu a integrar el Espíritu de Pentecostés, el Cenáculo. Dicho de otro modo: la comunión de los santos es primeramente una santa comunión, adhiriéndose a ella los fieles son santificados a impulsos del Espíritu, que actúa en los sacramentos, en la Palabra y a través de sus dones y carismas.

      En cierto sentido, el individualismo de las comunidades es peor que el de las personas. Porque hay un individualismo de las comunidades que se da cuando una comunidad se encierra sobre su propio proyecto, sea el que sea, a menudo muy religioso y espiritual, en lugar de estar al servicio del plan de Dios, que es el de asociar a todos los hombres en la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.

      Lo que nos hace individualistas es el rechazo, voluntario o inconsciente, de la pobreza de corazón, que consiste en ofrecer a Dios el espacio vacío de nuestra necesidad de Él, de nuestra sed de amor, de la alianza, de la comunión de la que Él es la Fuente. Pero los individuos no pueden captar la belleza de la comunión si las comunidades no les dan esa experiencia y el gusto de la misma. A menudo, complicamos este testimonio deteniendo nuestra atención y la de otros en la propia comunidad, y, sobre todo, en la imagen que queremos que ésta tenga. No permitimos que nuestras comunidades sean transparentes sobre la Trinidad, que sean ventanas por las que pueda surgir una luz diferente a lo que pretendemos.

      ¿Cuál es esta transparencia? Es nuestra pobreza, nuestra pequeñez, nuestra miseria.

      En la primitiva comunidad cristiana, reunida en el Cenáculo, existe un paradigma de dimensión contemplativa de la Iglesia en la pobreza que es tan simple que no lo señalamos nunca y, por tanto, no pensamos en imitarla y cultivarla. "Entonces se volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que dista poco de Jerusalén, el espacio de un camino sabático. Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos."(Hechos 1,12-14).

      Esta comunidad, si se mira de cerca, es bastante pobre. No hay más que personas que sólo ahora son verdaderamente conscientes de su miseria, de su mezquindad, de su incapacidad para contar con sus propias fuerzas. María también es consciente de no ser nada sin la gracia de Dios que la llena. Esta pobreza los une y los hace disponibles a la gracia de Dios. La dimensión contemplativa de su asamblea es alimentada e incluso compuso su miseria aceptado y ofrecido.

      Cuando hablamos hoy de "dimensión contemplativa”, pensamos inmediatamente en una espiritualidad abstracta, separada de la vida. Pensamos sobre todo en una dimensión esencialmente individual, privada. Creo que lo que Occidente ha perdido en la época moderna es el ancla de la dimensión contemplativa en la comunidad cristiana, la conciencia de que es sobre todo la comunidad la que es "contemplativa", la que garantiza el acceso al "Templo" de la relación con Dios. De aquí ha surgido la crisis litúrgica de la Iglesia, que no ha comenzado después del Concilio, pues no se trata de una crisis de las formas litúrgicas o rituales, sino de una crisis de la relación entre la piedad personal y la devoción de la Iglesia, entre la oración personal y la oración de la comunidad cristiana. Se podría decir que la crisis está en la ruptura entre la oración en la habitación (cf. Mt 6,6) y la oración del Cenáculo. La puerta cerrada para la oración secreta ya no coincide con la puerta del Cenáculo, donde la presencia del Señor Resucitado llega a atravesar y donde el Espíritu de Pentecostés abre completamente para el testimonio de Cristo en el mundo. Estas dos habitaciones, la habitación secreta, personal, y la habitación superior del Cenáculo, eclesial, comunitaria eucarística, no coinciden más, son dos habitaciones diferentes que se eligen según el gusto y la sensibilidad. Por tanto, una vez más, lo que las unirá será sencillamente el sentido de nuestra pobreza. La única puerta que hará posible la comunicación entre la cámara secreta de nuestro corazón y la habitación alta de la comunión de la Iglesia es nuestra necesidad radical de Dios.

      Si nuestras comunidades fueran principalmente lugares donde estamos juntos para presentar a Dios la pobreza de nuestro corazón, cada individuo se sentiría movido a unirse a nosotros, atraído en su pobreza, que no sabe dónde descansar. Pues el individualismo es la salida que toma ante la miseria de su propio corazón. Toda la sociedad nos impulsa a esta huida, pero a menudo también nuestras comunidades de Iglesia, que parecen pedirnos una fuerza y empuje suplementarios, en lugar de ofrecernos el descanso al que nos invita y atrae Cristo, por la humildad y la dulzura de su Corazón, el descanso de Cristo que es el don del Paráclito.

      El individualismo nos molesta, especialmente a nosotros, los superiores de las comunidades monásticas, que tenemos constantemente ante nuestros ojos a nuestras ovejas. Nos molesta porque sentimos que es un fracaso de nuestra misión de pastores, y vemos el mal que estos hermanos se hacen al elegir esta estéril autonomía.

     Pero, en realidad ¿no es precisamente para esto para lo que ha venido el Hijo de Dios a este mundo? ¿No ha venido a reunir en la unidad de su Cuerpo a los hijos perdidos del Padre en la humanidad entera? ¿No es el individualismo el resurgimiento constante del pecado original, como el orgulloso rechazo del Dios que es comunión? En el individualismo no solo encontramos el orgullo de Adán, que quiere ser dios sin Dios, sino también su miedo y su vergüenza ante su desnudez y su miseria, que lo hacen vulnerable ante un mundo que se le ha vuelto hostil. El individuo individualista al que nos enfrentamos, también en nosotros mismos, es en el fondo el hombre que tiene necesidad de redención, de una liberación de los lazos por los que él mismo se ata a falsas seguridades.

      ¿No deberíamos entonces comenzar por el hecho cristiano como tal? La situación del hombre de hoy, de la Iglesia de hoy, de nuestras Órdenes y comunidades, de nuestros hermanos y hermanas de hoy, ¿no nos pediría, sencillamente, como a cada generación desde hace dos mil años, comenzar por lo que Cristo ha venido a hacer en este mundo, es decir, comenzar por aquello por lo que Él permanece presente y vivo en medio de nosotros?

      La verdadera cuestión, el verdadero reto no es saber resolver los problemas del hombre de hoy, sino ofrecerle el acceso a la Salvación, al Salvador. ¿Y cómo sino descubriéndole presente en medio de nosotros como Él prometió: "Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

     “Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»"(Mt 28,16-20).

      ¡Postrados ante el Resucitado con nuestras dudas! ¿No es quizá un poco nuestra actitud? Pero Él se acerca aún más a nosotros y pone todas nuestras preguntas en sintonía con su poder y su presencia, base para iluminar y dar energía a la misión de la Iglesia, y la nuestra es poner a todos los hombres del mundo en comunión de amor con la Trinidad.


P. Mauro-Giuseppe Lepori, Abad General O. Cist.
París, 4 de Noviembre de 2010

15/2/11

Curso de Formación Monástica 2010

Dom Mauro-Giuseppe Lepori, O. Cist.
24 de septiembre de 2010

Pero por tu Palabra
El Curso de Formación Monástica de este año ha visto, por primera vez en su historia, un cambio de Abad en la Orden. Al fundador del Curso, Dom Mauro Esteva, a quien agradecemos grandemente el haber puesto en práctica esta iniciativa y haberse rodeado de valiosos colaboradores, le sucede un Abad General inexperto, pero que desea acoger hasta el fondo esta preciosa herencia, para que continúe dando fruto en nuestras comunidades, en la Orden, en la Familia Cisterciense y Benedictina, y en el conjunto del mundo monástico y eclesial. Los encuentros con vosotros, personal y por grupos lingüísticos, han confirmado fuertemente este conocimiento y este deber. El Curso de Formación Monástica es muy valioso, y es un árbol al que deberemos siempre alimentar para su crecimiento y fecundidad.

Esta tarde no quiero daros una clase, ni exponer una conferencia, en el sentido académico de la palabra. Quiero solamente, con toda sencillez, haceros partícipes de lo que hay dentro de mí en estos momentos, sobre todo, a partir del Capítulo General y de mi elección, y quisiera también meditar con vosotros sobre aquello que estos acontecimientos nos dicen en cuanto al tema de la formación.

Como lo subrayaba también en el discurso final del Capítulo General, el evangelio del día de mi elección permanece como un tema continuo de meditación, porque me parece contener todos los elementos de la llamada que el Señor me dirige a mí y a toda la Orden en este momento de nuestro camino. También hoy quiero partir de este evangelio para profundizar el sentido y la naturaleza de la formación que debemos acoger y cultivar, no solo durante el Curso, sino durante toda nuestra vida.

Lucas 5,1-11

“En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Simón contestó: Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red.  Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían.  Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.
Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido;  y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron.”


La fuente de la formación

“la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios …”

¿Por qué debemos formarnos? ¿Porque debemos hacer un camino de profundización en el conocimiento y asimilación de la verdad?

La razón última es el hecho de que Dios nos habla. Desde el principio de la creación, Dios crea con su Palabra, con su Logos: “Y dijo Dios: ‘¡Hágase la luz!’. Y la luz se hizo.” (Gn 1,3). En la creación, Dios se expresa a sí mismo. Dios se dice, y se dice como bondad, como amor que ordena el caos: “Y vio Dios que la luz era buena” (Gn 1,4). Todo lo que existe nos habla tanto de la bondad que Dios nos expresa con su Palabra, con su Logos, hasta el culmen de la creación, de la expresión de la Palabra de Dios, que es la creación del hombre y de la mujer, que es también el culmen de la expresión de la bondad de Dios. “Y dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (…)’. Y vio Dios lo que había hecho y era muy bueno.” (Gn 1,26-31)

Esta bondad que el Logos de Dios inscribe en cada criatura y, especialmente, en el ser humano, que refleja la Trinidad (“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.”), esta bondad pone en el hombre el deseo de la Palabra de Dios, el deseo del Logos, de manera que la Palabra trinitaria creadora continúe expresándose, continúe cumpliendo su obra de hacer de nosotros y del universo algo bueno, muy bueno. El ser humano está hecho para la formación, para la educación, para la escucha, porque está hecho para escuchar la Palabra divina que lo crea, que lo forma por amor. Escuchando la Palabra de Dios, el hombre es creado y llega a conocer la bondad de Dios, del que es imagen y semejanza, que ve reflejada en sí mismo, y que ve reflejarse en toda criatura.

Cuando Lucas nos dice que la multitud se agolpaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios (Lc 5,1), hace entrar en escena este misterio. La multitud, el ser humano en cuanto tal, incluso no instruido, también sencillo e inculto, lleva en su corazón el deseo fundamental de la Palabra de Dios que crea todo y, sobre todo, su corazón, para expresar y manifestar Su amor, Su bondad.  Este deseo es mucho más fuerte en nuestro corazón. La multitud “se agolpaba” alrededor de Jesús, tiene hambre y sed de la palabra de Dios. Y, cuanto más sencilla y más pobre de corazón es la gente, este deseo se hace más “violento”, porque es vital.

Pero, ¿por qué este deseo se concentra en torno a Jesús, incluso físicamente, de modo que Jesús es estrujado por la multitud como si fuese un limón del que se quisiera extraer todo el jugo? San Juan nos lo explica en el Prólogo de su Evangelio: Jesucristo es en Persona la Palabra, el Logos de Dios, el Logos encarnado, hecho hombre, para expresarse totalmente, de forma explícita; y, por tanto, para expresar totalmente la bondad de Dios, de Dios Creador, de Dios-Trinidad:

“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. (…) Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.” (Jn 1,1-14)

También la multitud  sencilla e inculta percibía este misterio en Jesús y por esto lo buscaba, quería escuchar de Él y en Él la Palabra de Dios.

La formación debe siempre partir de este deseo elemental y fundamental de nuestro corazón, que está inscrito en cada fibra de nuestro ser creado con amor por parte de Dios que nos habla.

Cuando san Benito comienza la Regla con las palabras: “Escucha hijo los preceptos de un maestro, inclina el oído de tu corazón y acoge con docilidad y pon en práctica las admoniciones de un padre amoroso…” (RB, Prol. 1), es como si nos llevase hasta los primeros pasos de nuestra vocación, al deseo más profundo y elemental de nuestro corazón y de nuestro ser: el de escuchar la palabra del Dios bueno que nos hace, que nos crea, que nos forma. Es sobre este deseo sobre el que se construye toda la Regla y todo el camino de nuestra vocación benedictina, que es un camino esencialmente educativo, formativo, para permitir a Jesucristo, Hijo de Dios, Logos del Padre, el “conducirnos todos juntos a la vida eterna” (RB 72,12); es decir, a la plenitud de nuestra humanidad, al cumplimiento de que seamos creados por Dios, a la plenitud de la vida por la que el amor de Dios crea cada ser humano.

Toda la formación está comprendida dentro de este camino del corazón y de la vida, que tiene su origen en la creación, y se cumple en la vida eterna a la que nos conduce Cristo Redentor. Y la formación monástica es específicamente esto, porque la vida monástica no quiere ser otra cosa que un concentrarse en la conversión y en el camino de vida que Dios ofrece y pide al hombre para dejarse plena y totalmente crear y salvar por la Palabra de Dios, hecha carne en Jesucristo.

Pero volvamos a la escena del evangelio de Lucas.




Una llamada particular dentro de la vocación de todo hombre

La multitud se siente atraída por Cristo que habla. Esta atracción, este deseo, está en el corazón de cada hombre. Ahora bien, dentro de esta llamada universal, y al servicio de la misma, Jesús llama a cada uno de una forma particular.

“En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret;  y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.”

En Lucas, la llamada de Simón es la primera llamada. Por esto, la escena que describe es el paradigma de toda vocación en seguimiento de Jesús. Inclusive la de quien será llamado por Cristo a otras formas de seguimiento, podrá siempre encontrar en esta escena del Evangelio el modelo esencial de su vocación.

Jesús nos llama al servicio de su ser Palabra de Dios dirigida al mundo, al servicio de su presencia en el mundo, para anunciarse como Evangelio de Salvación. Y de una forma tan presente que la multitud puede aplastarlo. Tan presente para tener que recurrir a situaciones prácticas que favorezcan su anuncio: subirse a una barca, alejarse un poco de la orilla, de forma que la multitud pueda estar ante él sin sofocar su voz, y también que la brisa del lago lleve su voz hacia todos los que le escuchan. Y también la vocación de Pedro  y de los demás Apóstoles comienza así, sencillamente, por un servicio práctico fácil de hacer. Jesús comienza a conducir a Simón Pedro hasta los confines de la tierra pidiéndole “alejarse un poco de tierra – rogavit eum a terra reducere pusillum”.

Si Pedro hubiese rechazado este “pusillum”, este “poquito”, no hubiera quizá llegado a ser el primero de los Apóstoles, la piedra sobre la que Cristo edificase su Iglesia. También a nosotros nos llama el Señor a partir de poco, solicita nuestro ‘sí’ a su llamada pidiéndonos pequeños gestos y pequeñas elecciones que son factibles, tanto que a menudo no nos damos cuenta de acoger ni de decir ‘sí’ a través de éstas a las grandes obras que Dios quiere llevar a cabo a través del pobre instrumento de nuestra vida, de nuestra persona, de nuestros talentos.

En esta página del Evangelio, la progresión de la llamada al seguimiento del Señor se ilustra de manera clarísima en tres etapas que, de una u otra forma, se deben verificar también en nosotros: primero, Jesús pide a Simón y a sus amigos alejarse un poco de tierra; después, les pide remar mar adentro y echar las redes; finalmente, Jesús les llama a dejarlo todo para seguirlo en su misión universal: «“No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron.» (Lc 5,10-11)

En cada etapa es siempre Jesús quien llama. Por esto, la universalidad  y la importancia de la llamada final está ya contenida en la pequeña llamada a alejarse un poco de tierra. Es importante ser conscientes de esto, porque Dios quiere que vivamos nuestra vocación con unidad, y la unidad es Jesús mismo quien la da. Por lo que, en el fondo, es casi indiferente si uno es llamado a trabajar en la cocina de la Casa General o para ser Papa, porque lo que cuenta es siempre Cristo presente que pide nuestro ‘sí’ para hacerse siervo e instrumento de su palabra y de su amor. También el Papa debe dar su ‘sí’ cada día a pequeños gestos a través de los que responde a su vocación universal, así como nuestras Hermanas de la cocina pueden y deben vivir  su servicio con un aire universal y misionero.

“Pero por tu Palabra”

Pero sobre lo que quiero insistir hoy es, sobre todo, en el hecho de que toda llamada, pequeña o grande, es una palabra de Jesucristo que interpela e implica toda nuestra vida. Y esto es importante recordarlo en la formación y educación que debemos siempre cultivar en la vida monástica. En cada aspecto o materia de nuestra formación, como en todo curso que habéis recibido aquí o en vuestros monasterios, o en otro lugar, siempre debemos permanecer en tensión y escuchar la palabra de Dios que Cristo nos dirige llamándonos, como vocación.  Por tanto, una palabra de Dios que no quiere instruirnos solamente, sino que nos llama a seguirlo, a permitirle atraer hacía sí y tomar consigo nuestra vida, a través de todos aspectos y en todas sus dimensiones, como está perfectamente reflejado en la Regla de san Benito.

En esta escena del Evangelio de Lucas, Pedro dice algo fundamental que siempre es válido. Cuando responde a la llamada de Jesús a remar mar adentro y echar las redes, dice: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.” (Lc 5,5)

“…pero, por tu palabra – in verbo autem tuo…”: esto es lo importante, también en la formación. La palabra de Jesús es una realidad en la que hemos de apoyarnos, en la que debemos entrar. Es una palabra que a menudo contradice nuestro sentimiento, nuestro límite, como el cansancio de Pedro y también su opinión sobre lo que sería mejor hacer en este momento: Pedro, en efecto, parece subrayar el “pero”. Sin embargo, obedece, acoge esta palabra de Jesús, se apoya en ella, y esto le permite explicarse la vida y la realidad, hacerla clara para él, para su camino. 

Es así cómo la formación y la educación que recibimos, sea en el ámbito que sea, nos permite crecer verdaderamente, crecer, sobre todo, en la fe, en la confianza en Jesús, y nos permite comprender de verdad, conocer, profundizar la verdad dentro de la vida, en la carne de nuestra vida.

Formación y comunión

Pero la palabra de Jesús sobre la que Pedro se apoya y que lleva a remar mar adentro con Jesús toda su vida, expresa otra verdad fundamental para nuestra vocación benedictina y cisterciense, y para la formación que debemos cultivar. Y es sobre esto sobre lo que quiero concluir.

Jesús dice a Pedro: “Rema mar adentro y echad las redes para pescar” (Lc 5,4)

Jesús interpela personalmente a Simón Pedro: “Rema mar adentro”, pero para pedirle una cosa que no debe hacer solo, que debe hacer con sus amigos y compañeros: “y echad vuestras redes”.

En el discurso final al Capítulo General he insistido mucho sobre la vida comunitaria como punto esencial de trabajo para nuestra Orden. San Benito nos pide y nos ofrece buscar verdaderamente a Dios y encontrarlo realmente viviendo la comunión fraterna en la comunidad. He insistido en esto porque todo el Capítulo General ha expresado esta convicción y la ha vivido con alegría, así como lo ha formulado en el mensaje del Capítulo General a todos los miembros de la Orden. Podréis profundizar este texto en vuestra comunidad.

Pero también me ha dado alegría encontrar esta conciencia y este deseo en cada uno de vosotros. Prácticamente todos los grupos lingüísticos del Curso de Formación Monástica con los que me he reunido los días pasados, han insistido sobre el hecho de que el aspecto más valioso de este Curso es la posibilidad de vivir la formación en un contexto de comunión, de vida comunitaria fraterna. Del mismo modo que Jesús le pide a Simón Pedro conocer su Palabra y apoyarse en ella personal y comunitariamente.

Ciertamente, la llamada es personal, y Jesús habla siempre al corazón de cada uno. Pero su palabra nos llama, al mismo tiempo, a vivir en comunión fraterna, a remar mar adentro con los demás, a echar juntos las redes, y a vivir con los demás el milagro de la pesca milagrosa que solo Él puede realizar. También la formación es “una pesca milagrosa” que Él hace posible y fecunda si decimos ‘sí’ a su palabra en comunión con los hermanos y hermanas que Él nos da como compañeros de camino para seguirlo y estar con Él.

Si habéis hecho esta experiencia, si habéis comprendido esto, si, sobre todo, deseáis continuar esta experiencia en vuestra comunidad, o continuando el Curso, y de miles de otros modos, el Curso habrá conseguido su verdadero fin, que es, en el fondo, el de no desunir vuestra formación de vuestra vocación, de vuestra vocación de buscar y seguir a Jesucristo en la vida cenobítica. Porque nuestras comunidades son “dominici schola servitii – una escuela del servicio del Señor” (RB, Prol. 45).




14/2/11

2- Adviento-Navidad 2010



“ Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida -porque la vida se ha manifestado, y nosotros hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó-; lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea colmado.” (1 Jn 1,1-4)

 
Queridos Hermanos y Hermanas Cistercienses:
El principio de la primera carta de san Juan es la palabra de Dios que me parece que expresa mejor lo que quisiera compartir con vosotros, a los tres meses de mi elección como vuestro abad general y al inicio del año litúrgico, que, con el Adviento, nos ayuda a desear y acoger el misterio de Navidad, la presencia encarnada de Dios en el mundo, en nuestra vida.

“Lo que era desde el principio…”

Por nosotros mismos, no iniciamos nada; todo está ya dado y cumplido en Cristo, presente en medio de nosotros; porque en Él tocamos el origen y el cumplimiento de todo inicio y, por tanto, de cada historia, de cada vida. Solo en Él y gracias a Él podemos iniciar y continuar siempre de nuevo el camino de nuestra vocación. Jesús, que está ante nosotros para decirnos “Ven y sígueme” es el inicio siempre nuevo que podemos acoger cada día, como el sol que nace.

Esta certeza nos permite no tener miedo a ser pobres, limitados, incapaces, desprovistos de las fuerzas y medios necesarios para llevar a término aquello para lo que hemos sido llamados. Experimento fuertemente este sentimiento de pobreza y de incapacidad. A veces siento la tentación del miedo. Las comunidades que he de visitar, las situaciones y las personas que debo acompañar, los contactos que he de establecer, los problemas que hay que gestionar y resolver… Todo me hace sentir pobre e impotente. Pero el milagro es descubrir que precisamente es aquí donde encuentro, con vosotros y gracias a vosotros, “El que era desde el principio”, es decir, el cumplimiento y la plenitud de todo. Sólo esto da paz y nos permite continuar, sin comenzar de nuestra nada, sino de Él, que, reconocido y amado, es nuestra plenitud.

Todos nos encontramos un poco en la situación de san José, que tuvo que cumplir su tarea al servicio de Jesús viviendo íntimamente en contacto con su presencia, pero con una presencia impotente y frágil de niño. Jesús parecía no poder hacer nada por José, y José parecía tener que hacer todo por Jesús. Sin embargo, aquel Niño, impotente y frágil, era precisamente el Señor que crea y salva el universo. Misterio de nuestra vida y vocación: que Aquél que puede todo se haga nada, de modo que nuestra nada se convierta en instrumento de todo lo que sólo puede hacer Él y de todo lo que sólo Él es.

“Os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó” San Juan nos anuncia que la totalidad es la comunión del Hijo con el Padre. El Hijo se ha encarnado para manifestarnos su ser junto al Padre, su comunión con el Padre en el Espíritu Santo. Allí donde Cristo se hace presente, allí donde lo acogemos, allí donde permanecemos con Él, allí donde le permitimos revelarse a nosotros en el Evangelio y en los Sacramentos, y en toda la vida de la comunidad cristiana, allí donde nos sale al encuentro en los necesitados y en los pobres, nos manifiesta siempre su comunión con el Padre, nos manifiesta la Trinidad y nos acoge en Ella.

Sólo si vivimos recordando esta gracia, podremos reconocer que también las relaciones entre nosotros, en nuestra comunidades, son un reflejo de la Comunión trinitaria y, por tanto, el testimonio más precioso y necesario que estamos llamados a cultivar y a ofrecer al mundo. Benedicto XVI, en una audiencia reciente a los Superiores Generales, ha retomado una profunda expresión de Juan Pablo II en Vita Consecrata (n. 41): “la fraternidad en nuestras comunidades es confessio Trinitatis ” (26 de noviembre de 2010).

La dimensión contemplativa, propia de nuestra vida monástica, comienza en la conciencia trinitaria con la que pertenecemos a nuestra comunidad. La vida fraterna en comunidad es el lugar principal en el que Dios nos pide y concede vivir de Su Amor, participando de la Comunión de la Trinidad. Como lo expresa de nuevo san Juan: “lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.” La unidad, la belleza y la alegría de nuestra vida residen precisamente en poder vivir unidos a Dios y a los hermanos en un mismo amor, en el único y verdadero amor que es el Amor de Dios, el Amor que es Dios.

Entendida así, contemplada así, la comunión de Cristo y en Cristo se convierte para nosotros en la “única cosa necesaria” a la que estamos llamados, pero una sola cosa que abraza todo aquello que vivimos, y es la “parte mejor” que hace mejor cada parte, cada detalle de la existencia, cada aspecto y deber de la vida de nuestra comunidad (cfr. Lc 10,42).

Pienso que nuestra Orden, en la riqueza y multiplicidad de sus observancias y de las tareas que asume, está llamada más que nunca a profundizar el misterio de la comunión en la vida comunitaria, para contemplar y vivir el misterio revelado del Dios Uno y Trino en Personas, y poder ofrecer al mundo, tan desorientado en el vivir el amor, el don del testimonio vivido de la Trinidad. El Capítulo General, como experiencia y como palabra, nos ha hecho una fuerte llamada a realizar esta tarea, a vivir esta vocación y misión. Ayudadme a serviros en esto y a vivir esto con vosotros.

Jesucristo nos salva y libera dándonos todo, y este todo es su Comunión con el Padre en el Espíritu. Este es el verdadero don de la Navidad, el don más grande que podemos recibir y que podemos intercambiar, el don que no se agotará jamás.

En la oración y en el amor fraterno, intercambiamos el don de la Comunión de Dios, ¡y que este don sea nuestra alegría más plena!


Vuestro
fr. Mauro-Giuseppe, abad general O. Cist.


1 - Discurso conclusivo

  CAPÍTULO GENERAL 2010
Dom Mauro Lepori (Abad General)

“¡REMA MAR ADENTRO Y ECHAD LAS REDES PARA LA PESCA!”

Queridos capitulares:
En el momento de concluir este Capítulo General, el deber de mi relación final es el de partir de aquello que hemos vivido juntos durante estos días para volver a la vida cotidiana de la Orden y de cada una de nuestras comunidades, conscientes de lo que el Espíritu Santo nos da y nos pide.

Es evidente para nosotros que estos días de reuniones del Capitulo General no se han limitado a la escucha de las relaciones, de las decisiones y elecciones, sino que han sido momentos de vida, un acontecimiento de la vida. Y la vida es un misterio de relación, de deseos, de fecundidad. La vida es un encuentro constante, en el que somos creados y estamos llamados a crear. La vida es un crecimiento, pero también una disminución. Un saber morir como la semilla, en la espera de dar fruto.

Cuando al final de la Audiencia General del 8 de septiembre, he podido saludar personalmente, en vuestro nombre, al Santo Padre Benedicto XVI, su respuesta a mi presentación de: “soy el nuevo Abad General de la Orden Cisterciense”, fue ésta: “sois una gran familia”. Esta respuesta ha sido para mí la mejor expresión de lo que hemos vivido durante estos días del Capítulo. De aquello que hemos experimentado entre nosotros en estos días. Y también la tarea que nos espera después del Capítulo General.

Somos una gran familia. La verdadera naturaleza de una familia no es el de ser un grupo de personas replegado sobre sí mismo, en defensa de sus propios intereses. La verdadera naturaleza de una familia es ser un eslabón de una cadena de generaciones, es decir, un grupo de personas que se dejan concebir para concebir a su vez. Y esta concepción pasa, a su vez, a través de una vida comunitaria, en la que los miembros se aman, se educan y se estimulan a la fecundidad. La familia es un lugar de vida, de trabajo en común para crecer en un amor siempre más verdadero y gratuito. Un lugar en el que se trabaja juntos, para crecer en el conocimiento de la verdad, en la experiencia de la bondad, en la contemplación de la belleza. Y todo esto implica un crecimiento en la unidad, en la comunión que se abre a la verdad, al amor, a la belleza de ser una corriente de vida que circula entre las personas y se transmite al mundo.

San Benito nos ofrece y pide vivir y crecer en esta experiencia, en la que Cristo responde a la sed de felicidad de nuestro corazón, a nivel personal, a nivel de comunidad, a nivel de la Orden.

Definirnos como “una gran familia” no quiere decir calcular nuestras dimensiones, sino ser conscientes que cuando somos pequeños y frágiles también el Señor nos llama a crecer, a crecer en la vida, a crecer en el amor, en la comunión, a crecer en el don de nuestra vida por el Reino de Dios, que es la unidad y la salvación de la inmensa familia humana. Y esto también a través de la muerte, porque en Cristo la ley de la vida es también el misterio pascual.

Como lo expresa una frase de la Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, que aplica a toda la Iglesia el ora et labora benedictino: “Así, la Iglesia une oración y trabajo, de modo que el mundo entero, en todo su ser, se transforme en pueblo de Dios, cuerpo místico de Cristo y templo del Espíritu Santo, y en Cristo, centro de todas las cosas, sea dado todo honor y gloria al Creador y Padre del universo.” (LG 17)

Estos días vividos juntos, las relaciones de las Congregaciones, la herencia que recibimos de quienes nos han precedido y, en particular, de la paternidad de Dom Mauro Esteva, Abad General emérito, del que me siento profundamente deudor y al que todos estamos infinitamente agradecidos; el testimonio de una vida nueva que recibimos de nuestros hermanos y hermanas del Vietnam, así como de tantas comunidades de otros países, o de experiencias nuevas que se están creando, y de los jóvenes del Curso de Formación Monástica, todo esto nos conforta y renueva nuestra esperanza. Somos llamados a la vida, y la vida es posible, porque la vida no es una cantidad, no es un poder, no es el éxito, sino un don del Señor que se transmite a través de la pequeñez y la humildad de una semilla que muere y renace.

La palabra de Jesús, que ha de renovar siempre nuestra esperanza y nuestro trabajo, es esta: “Donde dos  tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Dos o tres: el mínimo basta. Pero es también necesario. Debemos ser al menos dos, el mínimo para ser comunidad, para ser familia, para ser lugar en el que la vida es acogida y transmitida como relación de amor, de comunión. Esta es nuestra esperanza, como he dicho, y nuestra tarea. A esto, y en esto, estamos llamados a trabajar. Y diría que la vida comunitaria es el lugar en el que está presente el Dios que buscamos, Jesucristo, y esta es la esencia de la tarea que nos ha encomendado el Capítulo General. Hemos sido reafirmados en esta tarea y en esta misión.

Una tarea, una misión, que no podemos ejercitar sino partiendo de nuestra propia comunidad, lugar de nuestra estabilidad, pero también de aquellas dimensiones universales que se nos han hecho presentes en estos días. Las dimensiones de la presencia de nuestra Orden en cuatro continentes, las dimensiones de la familia cisterciense, que hemos tenido la alegría de experimentar con la visita fraterna y el testimonio del Abad General de la OCSO, Dom Eamond Fitzgerald y de la Priora General de las Bernardinas de Esquermes, M. Mary Helen Jackson, como también con los representantes de las comunidades cistercienses evangélicas de Alemania, presididas por su obispo y abad Dom Horst Hirschler.

Somos conscientes que el Espíritu Santo envía a nuestras comunidades la tarea urgente de favorecer la vitalidad, para que sean el lugar de realización de nuestra vocación cisterciense y el reflejo de nuestro testimonio de Jesucristo, vivo y presente para la salvación de todos los hombres.

Somos como los discípulos de Emaús:  el Señor resucitado se ha aparecido en medio de nosotros y marchamos de Roma como los de Emaús, para anunciar simplemente este hecho. Y aunque fuésemos solamente dos, como ellos, esto no reduciría en absoluto la fuerza de este testimonio. Porque el mismo Cristo es la sustancia y la fuerza.

Creo que debemos ayudarnos a continuar el trabajo iniciado durante este Capítulo General en aquellos puntos enunciados en la carta del Abad General y de su Consejo del 3 de diciembre de 2009. Allí se nos recordaba la necesidad de una auténtica y real vida comunitaria para orar y trabajar, para meditar la Palabra de Dios y celebrar los Sacramentos, para vivir tanto los momentos de esparcimiento y alegría, como los de sufrimiento y dolor. La vida comunitaria es también el ámbito de una verdadera formación, porque nada nos educa ni nos hace caminar tanto como la senda de una comunidad. La escuela del servicio del Señor (RB Pról. 45).

Profundizaremos juntos esta conciencia y nos ayudaremos a vivirla con paciencia y misericordia, porque el valor de una comunidad cristiana, aun siendo connatural a la naturaleza del hombre, no viene ya dado, sino que implica la decisión de la libertad para acoger el proyecto que Dios tiene de ser imagen y semejanza de la Trinidad.

La Comunidad, como encarnación de Cristo en nuestra humanidad es un don del Espíritu Santo, al cual se nos ha pedido dar un sí, como a la Virgen María. El “sí” personal de María en el momento de la Anunciación se renueva en el cenáculo de Jerusalén como el sí al Espíritu Santo, que reúne a la Iglesia en un solo cuerpo y en una sola alma, para hacerla instrumento dócil y fecundo de la vida de Dios en el mundo.

Tras la muerte la resurrección y la ascensión del Señor, los discípulos no alcanzaban a comprender lo que iba a suceder con su vida. Sin embargo, solo una cosa tenían clara, debían permanecer juntos. “Todos perseveraban, reunidos en oración, junto con algunas mujeres, y María, la Madre de Jesús, y sus hermanos” (Hch. 1, 14). “El día de Pentecostés, se encontraban todos juntos en el mismo lugar” (Hch. 2, 1). La decisión de estar juntos, es todo lo que se nos pide para que Dios pueda realizar sus maravillas a través del Espíritu Santo.

Creemos con frecuencia que vivir en Comunidad es difícil, que se requieren muchos requisitos. Este temor procede del hecho de que pretendemos realizar por nosotros mismos aquello que solo el Espíritu Santo puede hacer. Estar juntos los discípulos con María en el Cenáculo, es sencillo, no es una exigencia, sino una espera. Es como la tierra que aguarda la semilla que debe germinar, echar raíces, crecer y dar fruto. No es la tierra la que origina la semilla, la planta y los frutos. La semilla es un don, la tierra debe acogerlo, solo acogerlo, ser libre para acogerlo. Después puede nutrirlo y permitirle crecer y dar fruto. Todas nuestras comunidades, sean pequeñas o grandes, están llamadas hoy en día, más que nunca, a esta pobreza de ser tierra, “humus”, humildad. San Benito basa toda la ascesis del monje en la humildad, en la obediencia filial y fraterna. ¿Cómo ayudar en este sentido? ¿Cómo ayudar a nuestras comunidades, a todos nuestros hermanos y hermanas a desear esta pobreza que busca y encuentra a Dios en la comunión fraterna? Sobre todo, reconociendo que tenemos necesidad unos de otros. Los superiores somos los primeros en tener necesidad de la Comunidad, para vivir con alegría nuestra vocación y ministerio.

El Capítulo General ha renovado en nosotros esta conciencia y alegría porque el Señor nos ha hecho experimentar de nuevo qué dulzura, qué delicia es vivir juntos, orar juntos, escucharnos unos a otros y dialogar. Decidir juntos, llevar juntos el peso los unos de los otros. Esto también es una gracia, un don, que nos ha maravillado, como cuando nos encontramos por primera vez con la comunidad. De esto debemos estar agradecidos y de esta experiencia hemos de acoger el don de una renovada confianza en el Espíritu. Aunque, cuando volvamos a nuestra comunidad, nos encontramos con nuestra fragilidad y nuestros problemas. Somos responsables de llevar a nuestros hermanos y hermanas el testimonio de lo que hemos visto y oído en estos días, con la confianza de que lo nuevo siempre es posible, para todos y en todas partes. Porque la novedad es la obra de Dios: “He aquí que hago nuevas todas las cosas” (Ap. 21, 5).

Así pues, es importante que continuemos ayudándonos. El Papa nos ha dicho que somos una gran familia. Grande porque estamos diseminados por el todo el mundo, pero una, una sola familia. Aunque estemos lejos unos de otros, hemos de sentirnos unidos, permaneciendo en contacto para ayudarnos y rezar siempre los unos por los otros.

Mi principal tarea como Abad General será, pues, la de mantener viva esta conciencia, esta unidad familiar, filial y fraterna que hoy nos une. Ayudadme a cumplir esta misión, este servicio, sin temer incomodarme. Solicitad mi disponibilidad y mi ayuda. Aunque soy consciente de mi pobreza y fragilidad, estoy disponible para todos. Si tenemos vivo este deseo de comunión y amistad, no será difícil transmitir esta experiencia a nuestras comunidades, sobre todo a los hermanos y hermanas que dentro de ellas nos parecen más alejados de la comunión y de la unidad, exiliados en la esterilidad del individualismo. Pero también a todas las personas que se nos acercan para encontrar, de diversas formas, una familia a través de la cual pertenecer a Jesucristo.

Para esto servirán todos los instrumentos de comunión, de formación de comunicación, de los que nuestra Orden se ha enriquecido a lo largo de su historia, especialmente en los últimos decenios. Estos instrumentos forman parte de los diversos organismos de gobierno y de corresponsabilidad. Agradezco al Capítulo General haberme proporcionado para la tarea del Abad General de hermanos y hermanas que me ayudarán en vuestro nombre en el discernimiento y en las decisiones, como el P. Procurador Meinrad Tomann, al que todos apreciamos y con el que me alegro de convivir y trabajar en la Curia General durante los próximo años; los miembros del Consejo y del Sínodo, así como todas las personas que en la Casa Generalicia, o en los Cursos de Formación Monástica, ofrecen su tiempo y su energía, con generosidad y entusiasmo.

Expreso mi gratitud y la vuestra a todos aquellos que han permitido un buen desarrollo de este Capítulo General, con sus buenos servicios y competencia, en particular, al indispensable y sereno P. Lluc, Prior de Poblet, y también al P. Emannuelle, monje de Prad’Mill, notario del Capítulo. Agradezco también a los asistentes del mismo por sus servicios, haciendo nuestra gratitud extensiva a sus abades y comunidades.

Gracias al equipo de traductores que ha desarrollado su trabajo con perfecta profesionalidad, además de con alegría y simpatía.

No puedo dejar de expresar mi gratitud a mi comunidad de Hauterive porque ha sido y sigue siendo mi familia de origen, que me acogió y me ha formado con misericordia y verdad. La confío especialmente a vuestra oración y afecto.

Gracias a todos, queridos hermanos y hermanas capitulares, por vuestra presencia, vuestra confianza y vuestra caridad. Querría deciros muchas cosas, pero también tendré ocasión de hacerlo en los próximo años. Y pienso que lo esencial está bien expresado en el mensaje que el Capítulo General envía a toda la Orden: un mensaje que todos estamos llamados a acoger, juntamente con nuestros hermanos y hermanas. Y sería bueno que releyésemos nosotros, y se las presentemos a nuestras comunidades, la relaciones de los Presidentes de las Congregaciones de la Orden, tan ricas y tan útiles para nuestro camino.

Me viene siempre a la mente el Evangelio del día de mi elección como Abad General de la Orden Cisterciense (Lc 5, 1-11). Como para Pedro, Jesús ha renovado para mí y para vosotros su llamada: “Duc in altum... Rema mar adentro y echa las redes para pescar”. Y acogiendo “su Palabra”, Pedro y sus amigos responden a la vocación, a pesar de estar cansados de tantas tentativas infructuosas, de tantos fracasos, como a menudo nos sucede en nuestro ministerio y en nuestras comunidades.

Toda nuestra fuerza y fecundidad consisten en apoyarnos completamente en la Palabra del Señor, presente en medio de nosotros para amarnos y llevar a su término el milagro de la salvación de toda la humanidad. Este Capítulo General ha renovado la fe en este milagro realizado por la presencia de Cristo. Este nuestro deseo, humilde y ardiente, de ser sus instrumentos.

Rocca di Papa, 10 de septiembre de 2010.