20/7/16

Capítulo de la Congregación Brasileña, 13.06.2016

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori, Abad General OCist

 Una pregunta rica e importante

“¿Somos fieles a nuestra vocación?

Es una pregunta que es importante que nos planteemos, para no dar por descontado el camino que hacemos. Plantearse una pregunta quiere decir primeramente pararse, interrogar nuestra vida personal y comunitaria, en búsqueda de una respuesta, de un juicio que no es automático. Plantearse una pregunta sobre nuestra vida y vocación quiere decir reconocer que nuestra vida y vocación no es una máquina que funciona por sí misma, que no tiene necesidad de revisión, que no se debe jamás programar de nuevo. Plantearse una pregunta quiere decir también que nuestra libertad y nuestra decisión tienen siempre un papel que jugar en nuestra vida. Plantearse una pregunta, quiere decir que la respuesta puede ser positiva o negativa, y que, por lo tanto, la respuesta puede pedirnos aún más, nos puede pedir una decisión posterior. Si, por ejemplo, respondemos que no nos parece que seamos verdaderamente fieles a nuestra vocación, esta respuesta nos lanza otras preguntas. ¿Por qué no somos fieles a nuestra vocación? ¿Queremos ser fieles a nuestra vocación? ¿Cómo podemos ser más fieles? ¿Cómo ayudarnos a ser cada vez más fieles?...


O si respondemos: “¡Cierto, somos fieles!", deberemos al menos preguntarnos: ¿Estamos seguros que tenemos un concepto correcto de fidelidad? ¿Por qué nos sentimos tan fieles, mientras otros no? ¿Quizás somos un poco fariseos? ¿O publicanos que no quieren convertirse?...


Por lo tanto, es un tema complejo, o mejor: un tema rico. Porque es una pregunta que rápidamente se multiplica en otras preguntas. Preguntarnos: “¿Somos fieles a nuestra vocación?”, quiere decir plantearse al menos tres preguntas: ¿Qué significa ser fieles? ¿Qué significa ser fieles a una vocación? ¿Qué quiere decir ser fieles a nuestra vocación, es decir, a la vocación monástica cisterciense?


Plantearse estas preguntas es muy importante para nosotros. Y es siempre importante, a lo largo de toda nuestra vida. Deberemos preguntárnoslo cada día, examinarnos sobre esto cada día. Porque cuando alguien tiene una vocación, significa que el Señor le ha querido y amado para esto, y, por lo tanto, vive para esto, y que la vocación es el sentido de su vida, y que no vive verdaderamente su vida si no es fiel a su vocación. La fidelidad a la vocación es la fidelidad al sentido de nuestra vida.

La fidelidad es pertenencia

Porque la vida misma es vocación. Dios nos llama a la vida, nos crea llamándonos a vivir una vocación que Él ha pensado desde la eternidad. “Antes que fueras formado en el seno materno te conocí, antes que nacieras te consagré, te he hecho profeta de las naciones” (Jer 1,5).

La víspera de la muerte de mi madre, rezaba el Oficio divino junto a su cama en el hospital. Era el Salmo 21, y me impresionaron mucho las palabras: “Eres tú quien me ha sacado del seno materno, me has confiado a los pechos de mi madre; a ti fui entregado desde mi nacimiento, desde el seno materno, tú eres mi Dios.” (Sal 21,10-11)

Me detuve para mirar ante mí el cuerpo de mi madre, ya sin conciencia, y experimenté un gran respeto por aquel cuerpo que fue para mí el primer templo de Dios, el templo en el que Dios era ya “mi Dios”: “desde el seno materno, tú eres mi Dios”. El templo en el que Dios me llamó a la vida y me formó, y del que me tomó para ser Suyo: “a ti fue entregado desde mi nacimiento”.

El misterio de toda vida, sin excepciones, es esta pertenencia a Dios porque Dios ha querido, desde toda la eternidad, pertenecer a nosotros, ser nuestro Dios. Somos de Dios pertenecemos a Dios, porque Dios es nuestro Dios, porque Dios nos pertenece.

Es a partir de este misterio, que es un misterio de Misericordia, desde el que podemos comprender qué es la fidelidad. En efecto, la fidelidad se define en toda la Biblia como pertenencia. Somos fieles si pertenecemos a nuestro Dios, al Dios que nos pertenece, que se ha revelado como “nuestro Dios”, y que nos ha creado y formado para esto, para vivir esta pertenencia a Él.

Pertenecer a Dios no es nunca una cuestión superficial, porque nuestra pertenencia a Dios nos constituye, y esto no solo desde “el seno de mi madre”, sino incluso antes, en el pensamiento eterno de Dios que ha decidido crearme desde toda la eternidad. Pero el “antes”, el eterno pensamiento que Dios tiene de mí, se realiza “en el seno de mi madre”, es decir, se manifiesta, se define, se encarna en una pertenencia humana, en nuestra madre, en nuestro padre, en nuestra familia, y en todas las pertenencias que modelan nuestra vida, nuestra historia. Cada uno de nosotros pertenece a Dios en la forma de su ADN, es decir, en el rostro, en el cuerpo, en la psicología, en la cultura, etc., que definen su existencia. Cada uno de nosotros pertenece a Dios a través de las pertenencias concretas humanas e históricas, dentro de las cuales se desarrolla nuestra existencia. Porque también esto forma parte del designio de Dios, es forma sustancial de nuestra pertenencia a Él. Y Dios utiliza la sucesión de las pertenencias humanas, históricas, para definir cada vez más nuestra pertenencia a Él. Nos pone en el seno de una madre, pero: “Eres tú quien me ha sacado del seno materno, me has confiado a los pechos de mi madre”. Primeramente Dios nos confía a un seno, después a un regazo materno, después a los brazos de un padre, a una familia, etc. Dios nos hace pasar a través de diferentes pertenencias para construir la única pertenencia que define totalmente nuestra vida: la pertenencia a Él.

En nuestra vida se suceden diferentes “senos” y “regazos” que nos forman y alimentan en la vida como pertenencia a Dios. Algunos senos son provisorios, otros más definitivos en el sentido que nos definen verdaderamente como identidad y vocación. Las escuelas que hemos tenido, los grupos juveniles, parroquiales, políticos, deportivos, a los que hemos pertenecido, pero también nuestra familia, todos estos son senos provisorios, que nos acompañan durante un tiempo, que nos acompañan en un aspecto parcial de nuestra vida, tanto es así que estas pertenencias se pueden superponer y ser contemporáneas.


Sin embargo, de un modo u otro, todas dejan su señal para el resto de nuestra vida. Pero la verdad y la fecundidad de cada una de estas pertenencias es solamente la de hacernos cada vez más conscientes y responsables de la gracia de pertenecer a Dios. Y la fidelidad a estas pertenencias es verdadera, tiene sentido, si es para una fidelidad siempre más explícita y profunda a la pertenencia a Dios.

La infidelidad de la superficialidad

Por lo tanto, hay una primera forma de infidelidad a la pertenencia a Dios: la superficialidad con la que con frecuencia vivimos las pertenencias a través de las que aquella se forma y se encarna. Es importante tomar conciencia, porque hemos llegado a una cultura tan superficial en el sentido de la pertenencia hasta haber hecho indiferente el seno de la madre. Hoy se considera indiferente la mujer que lleva un niño en su seno. La gestación ha degenerado en una gestión. Se considera el embarazo como la “gestión” de una práctica jurídica, un dosier: tiempo determinado, costo determinado, y después se olvida y se pasa a la práctica sucesiva.

Pero nada impide a Dios el formar la pertenencia a Él incluso a quien pasa por experiencias similares. Precisamente porque la vida de cada persona es querida por la pertenencia a Dios, está destinada a la pertenencia a Dios, por lo tanto, tiene algo de infinitamente más grande que todos los asuntos humanos, y también que nuestras infidelidades. La vocación de una persona puede crecer a través de todo. Porque detrás de toda experiencia, Dios es el verdadero Padre que nos genera, nos ama y nos espera para ser siempre nuestro Dios.

Pero repito que la trampa más grande es la superficialidad, porque esto impide a Dios el formarnos. Es como ser arena. Se puede poner la arena en todos los moldes, darle todas las formas posibles, pero cuando la arena sale de la forma, vuelve a ser solamente arena, y el hecho de haber estado en aquel determinado molde, incluso durante años, no ha cambiado nada. Sin embargo, la arcilla, si está en un molde, incluso cuando el molde se quita o rompe, mantiene la forma recibida.


Es triste encontrarse con monjes o monjas que después de años y años de vida en el monasterio, es como si no estuviesen definidos todavía por esta vocación. Precisamente porque han vivido en el monasterio sin crecer en la pertenencia a Dios, sin tomar, con todo lo que son, y no solo en la superficie, la forma de la pertenencia al Señor. Con frecuencia, no es solo culpa suya, sino del monasterio que no forma de verdad para la pertenencia al Señor. Y esta es una gran aberración, porque todo en la Regla de san Benito persigue este único fin, es una ayuda, una educación constante a pertenecer cada vez más a Dios. En particular, la vida comunitaria y la vida litúrgica se nos ofrecen para pertenecer al Señor con todas las modalidades de relaciones de las que somos capaces.


      Por esto, la primera pregunta que quizá deberemos planearnos es si nuestras comunidades educan de verdad para la pertenencia al Señor. Si la finalidad de todo en nuestros monasterios es la de crecer en este sentido. Cuando Pedro y Juan fueron detenidos y se encontraron ante el sanedrín, lo que les definía, incluso antes sus enemigos, era la pertenencia a Jesucristo: “Viendo la confianza de Pedro y Juan y dándose cuenta que eran gente sin instrucción, quedaron maravillados y los reconocieron como aquellos que habían estado con Jesús” (Act, 4,13) ¿Se ve esto en nosotros? Fijémonos que, en el fondo, Dios no nos pide otro testimonio que el de ser verdaderamente suyos. Y es un testimonio que depende solo de nuestra relación con el Señor, y no de quien nos mira, de quien nos juzga. Basta ser suyos para que nuestro testimonio sea fecundo.

La fidelidad es relación

 "Los reconocieron como aquellos que habían estado con Jesús".

       Aquí encontramos un aspecto fundamental de la fidelidad. La fidelidad es una relación. La fidelidad no tiene un sentido único, siempre es una reciprocidad. Con frecuencia, la superficialidad en el concebir y vivir la fidelidad radica precisamente en creer que la fidelidad depende solo de nosotros, que la fidelidad sea algo que nos concierne e interesa solo a nosotros. Sin embargo, la fidelidad está definida por el otro al que se pertenece, al que estamos llamados a ser fieles. La fidelidad quiere decir dejarnos definir por la pertenencia a un otro. La superficialidad consiste también en definirse a sí mismo sin el otro, y es una aberración concebir la fidelidad como fidelidad a sí mismo y no a un otro, a otros. ¡Cuántos abandonan la vocación religiosa o la persona a la que están unidos por el matrimonio, o por otros lazos, por “ser fieles a sí mismos”!

¿Qué significa “fidelidad a sí mismos”, ninguno lo sabe explicar, porque decir “fidelidad a sí mismo” es una expresión contradictoria, que no tiene sentido, que no significa nada. Se puede ser fieles solamente dentro de una reciprocidad, de una relación. Y no se puede ser esto en relación con uno mismo. Se puede tener conciencia de sí, pero no se puede ser en relación con uno mismo. Quizá es precisamente este el origen de la infidelidad: el vivir la autoconciencia que se nos da de nosotros mismos como autosuficiencia, como si fuese una relación suficiente para vencer nuestra soledad, para dar plenitud a nuestra vida, que, sin embargo, está hecha para ser relación con Dios, y con todos en Dios. Adán tenía conciencia de sí, pero Dios creó a Eva para que no estuviese solo (cf. Gen 2,18). Adán no se contentó con soñar, no se sintió satisfecho con sus propias ideas, con sus propias fantasías: tuvo la necesidad de alguien para estar en relación, y tener un ámbito de verdadera fidelidad humana, reflejo y encarnación de la fidelidad a Dios.

La fidelidad a la vocación de nuestra vida no puede nunca ser una fidelidad a algo, sino a alguien. Porque la vocación significa que otro nos llama. Dios nos llama creándonos, dándonos unos talentos y, sobre todo, dándonos una vocación específica, definida, como es la vocación familiar, o la vocación religiosa.

Porque incluso Dios es fiel en el ámbito de una relación. San Pablo lo expresa muy bien en la primera carta a los Corintios: “Digno de fe es Dios, por quien sois llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor" (1 Cor 1,9).

Este versículo resume toda la temática que queremos profundizar, porque habla de fidelidad, de vocación y de comunión. Dios es digno de fe, porque primeramente él es fiel a lo que nos pide, a lo que nos ofrece: “Digno de fe” quiere decir que con Dios podemos poner en juego nuestra fidelidad, que la relación con Dios es una relación segura, que no nos traiciona, y si nosotros le somos fieles, no seremos desilusionados, no seremos jamás traicionados. Incluso “si somos infieles, Él permanece fiel”, escribe san Pablo a Timoteo (2 Tm 2,13).


Así pues, es importante fundamentar nuestra fidelidad sobre la fidelidad de Dios, sobre la roca de “Aquél que es” (cf. Ex 3,14). La Biblia insiste a menudo, en los Profetas y en los Salmos, o en los Libros sapienciales, sobre la fidelidad de Dios, en el sentido que solo Él es Dios, que permanece eternamente, que nos ama para siempre. La idolatría es una infidelidad porque abandona al único verdadero Dios, el único al que podemos verdaderamente confiarnos totalmente.

Y este Dios digno de fe nos llama, nos da una vocación, y así nos llama a serle fieles a Él como Él lo es con nosotros: “Digno de fe es Dios, por quien sois llamados”. “Fiel es el que os llama”, escribe igualmente san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5,24).

Así pues, es importante pensar en nuestra fidelidad a la vocación, no pensando solo en nosotros mismos, en nuestros pensamientos, en nuestras ideas, en nuestras fuerzas o en nuestras fragilidades, en nuestras virtudes o en nuestros pecados, en nuestros sueños o proyectos, sino pensado primeramente en Dios. Me impresiona cada vez que me encuentro con cónyuges infieles el hecho de que aquél o aquella que traiciona piensa solo en sí mismo, habla solo de sí mismo, no piensa en el otro, en la fidelidad del otro, en el sufrimiento del otro. O también los monjes o las monjas que tienen comportamientos incorrectos o abandonan la vocación: casi nunca piensan en la comunidad, en el sufrimiento de la comunidad. No piensan ni siquiera en la tristeza de Dios por su infidelidad. El joven rico se marchó triste, pero ciertamente el más triste era Jesús por la infidelidad de este joven a la llamada que Él le ofrecía con un amor fiel (cf. Mc 10,21-22). La infidelidad es una forma de egoísmo, de egocentrismo, de autoreferencialidad sin amor. No es por casualidad que en la Biblia se represente a Dios como un esposo traicionado, abandonado. O como un padre bueno abandonado por los hijos.

Esto implica que para permanecer fieles, para formar en la fidelidad a una vocación como la nuestra, y en todas las vocaciones, es importante educar y formar a mirar al Señor, a conocer a Dios, a pensar en Él más que en nosotros mismos. Si en la formación formamos más para mirarnos a nosotros mismos que a Dios, más para pensar en uno mismo que para pensar en el Señor, incluso cuando formemos para ser perfectos monjes, no formamos para la fidelidad. Si no formamos para la relación con Dios, con Cristo, no formamos para la fidelidad a nuestra vocación. No debemos asombrarnos si después se abandona, o se cae en mil formas de infidelidad. Lo mismo que si no formamos para la relación fraterna con la comunidad, no formamos para la fidelidad. Si no formamos para buscar siempre la relación con el Señor, si no formamos para la escucha de su Palabra, para la oración, para el silencio, para estar ante Él, no formamos para la fidelidad.

Llamados a la comunión

En efecto, la frase de san Pablo no nos dice solo que es digno de fe el Dios que nos llama, sino el Dios que “nos llama a la comunión”.


 llamada a la comunión es una llamada a la fidelidad. No hay fidelidad sin comunión, y no hay comunión sin fidelidad. Nuestra fidelidad se pone en juego toda ella en la comunión de Cristo, que es comunión con Cristo y en Cristo, es decir, relacion con Jesús y, en Jesús, con el Padre y los hermanos.


          Esto es fundamental. Si cimentamos la fidelidad a nuestra vocación cristiana y monástica sobre otra cosa, no podremos ser fieles para siempre. Sería como si para un marido la mujer fuese solo una sierva que le da de comer y que limpia la casa, o que procrea hijos y se ocupa de ellos, o que le da algunos momentos de placer sexual. Todo esto no es comunión de vida, no es relación. Todo esto son elementos, medios de comunión, pero la comunión es un misterio más grande, eterno. Si se basa solo en elementos particulares, la fidelidad es solo superficial y temporal. Terminado el servicio, la función, la persona ya no es importante y se pasa a servirse de otro, o se queda uno solo. Con frecuencia tratamos así también a Dios. Como alguien con quien nos relacionamos solo en función de algo fuera de Dios mismo. No es una relación constante que se concreta como relación. Lo que se hace, antes o después, pasa. En la vida matrimonial los hijos se van, la pasión sexual se apaga, etc. Si antes la fidelidad estaba toda ella fundamentada solo sobre lo que el otro hace por nosotros o nosotros por él o ella, después no queda ya nada. Falta lo esencial, la comunión que, sin embargo, es una realidad eterna, que no depende de las circunstancias y de lo que se hace o no se hace y, en el fondo, tampoco de aquello que se es o no se es. La comunión es más fuerte que la muerte.

         Cuántos monjes y monjas viven en el monasterio solo por lo que hacen, las cargas que tienen, las funciones que ejercen, las cosas que tienen, las ventajas de las que gozan, en resumen, por los aspectos particulares, pasajeros, de la relación con Dios y con los hermanos o hermanas, y no cultivan una comunión para siempre, la fidelidad a una comunión que dura toda la vida y más allá de la vida.

         Como los dos hijos del padre misericordioso de Lucas 15,11-31. Uno estaba con el padre solo por la herencia. Apenas la obtuvo, se marchó. Después volvió a casa, pero no por el padre, volvió porque tenía hambre, y le bastaba con ser un obrero para el que el padre es solamente un jefe, un dador de trabajo que te paga el salario. El hijo mayor, permanece en casa solo por el trabajo, y desea solamente un cabrito para festejar con los amigos. Por lo tanto, espera solo la muerte del padre para ser él el jefe de todo. Sin embargo, el padre ofrece a los dos una comunión total de vida, de corazón, en la que cada uno es la alegría del otro, la fiesta del otro. El padre piensa solo en la comunión con sus hijos, y dentro de esta comunión todo es común: “todo lo que es mío es tuyo” (Lc 15,31). No piensa en la herencia, en los bienes, en el trabajo; para él cuenta solo la comunión, y que cada hijo viva en esta comunión con él y entre ellos.

        Si no pensamos en la fidelidad a nuestra vocación a la luz de la llamada a la comunión, pensamos en ella de un modo equivocado; como fariseos, para los que cuentan solamente las formas exteriores, o como publicanos, para los que cuenta solo el propio placer y ganancia. Las dos principales consecuencias de la infidelidad que nos llevan a la deriva de la vocación monástica son precisamente estas: el moralismo farisaico o la inmoralidad publicana; la idolatría farisaica, orgullosa de las reglas, de las formas, o la idolatría hedonística y ávida de los publicanos. Y con frecuencia las dos formas de infidelidad no se excluyen, porque muchos fariseos son publicanos en el corazón, y muchos publicanos son interiormente fariseos. El joven rico que ha rechazado la llamada de Jesús era exteriormente un fariseo, porque desde su juventud había respetado los mandamientos, pero interiormente era un publicano, ávido de riquezas.


Estas tendencias las llevamos todos dentro, quién más quién menos, quien de un modo quién de otro, y todos debemos convertirnos a la fidelidad de la comunión. Si el Señor nos llama a la fidelidad de la comunión, quiere decir que en ella debemos crecer, que en ella tenemos que convertirnos todos, sin excepciones. Dios no nos llama a quedarnos en lo que somos o como somos, sino a hacer un camino, sobre todo interior, de conversión.

        La llamada del Padre a la comunión del Hijo expresa la gratuidad infinita de Dios, de la Trinidad, en nuestras relaciones. Dios no nos llama primero a hacer algo, no nos llama para utilizarnos, no nos llama para un deber, sino para la comunión de amor con Él y en Él. Dios quiere compartir con nosotros lo que Él es: Comunión trinitaria, eterna, infinita, misericordiosa.

        Esta es la vocación cristiana. Pero es nuestra vocación porque nuestra vocación a la vida consagrada, a la vida monástica cisterciense, es una llamada a ir al fondo de la vocación bautismal, por lo tanto, al fondo de la llamada universal a la santidad como comunión con Dios y en Dios.

        Fuera de esto, no somos fieles, no respondemos a la llamada, no seguimos a Cristo, y no vivimos los votos, porque los votos se nos dan y piden para vivir la fidelidad a la comunión. Y los votos, según la Regla de san Benito, son más explícitos sobre esto que la formulación y codificación posterior de los votos de castidad, obediencia y pobreza. Nosotros hacemos votos de estabilidad, de conversatio morum y de obediencia. Son votos de comunión dentro de la pertenencia a una comunidad, en el camino de una comunidad guiada por quien representa a Cristo. Es decir, son votos de comunión con Cristo y en Cristo. Son votos a los que ninguno puede ser fiel por sí solo, con una ascesis individual, sin comunidad, sin superior.

        Por esto, la fidelidad a nuestra vocación requiere ante todo la conciencia de que no estamos llamados primero para una misión particular, para una determinada tarea, incluso si cada uno de nosotros y cada monasterio tiene una o más misiones, trabajos especiales, determinadas situaciones históricas o talentos que Dios nos da. Esto está bien solamente si no perdemos de vista lo esencial de nuestra llamada, por lo tanto, de nuestra fidelidad, que es una llamada a convertirnos en una comunidad guiada a la comunión de Cristo con el Padre y los hermanos en el amor del Espíritu Santo. Si no hay consenso sobre el hecho de que nuestro carisma es ante todo esto, es decir, lo que nos pide la Regla de san Benito para vivir y encarnar el Evangelio, no se entiende lo que significa la fidelidad, y cada uno se justifica en una fidelidad particular, una fidelidad a sí mismo, a su proyecto, a la vocación en la que se piensa o se desea tener, y no en aquello a lo que nos llama verdaderamente Dios.

       Después nos asombramos de que la comunidad y las personas sean estériles, que no den frutos, que no sean felices, que no crezcan en gracia y caridad. Olvidamos que Dios es fiel a la vocación que nos da Él, no a la vocación que nos damos nosotros mismos. Y la vocación que Dios nos da es precisamente la llamada “a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor Nuestro” (1 Cor 1,9).

Caminar desde la fidelidad a Dios

        No digo esto para condenar, para indicar que no hay esperanza. Al contrario, ¡siempre hay esperanza! Si todo dependiese de nuestra fidelidad estaríamos arruinados. Todo depende de la fidelidad de Dios y, así, siempre hay esperanza de renovación: siempre hay esperanza de fidelidad en nosotros. Siempre podemos renacer a la fidelidad de nuestra vocación porque Dios es siempre fiel en llamarnos a la comunión con Cristo.

        Tenemos que aprender a vivir nuestra fidelidad en el ámbito de la fidelidad de Dios, porque nos permite recomenzar siempre de nuevo. Porque la fidelidad en Dios está unida a la misericordia. En Dios la fidelidad es la misericordia.

        San Pablo insiste mucho en esto: “Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios? ¡De ningún modo!” (Rm 3,3-4a)


“Así pues, el que crea estar en pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10,12-13) “Fiel es el Señor; él os afianzará y os guardará del Maligno” (2 Ts 3,3)


“Si somos infieles, él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Tm 2,13). Y san Juan nos recuerda: “Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,9).

         Así pues, no podemos olvidar que toda vocación es una promesa de Dios, y que Dios mantiene sus promesas. También nuestra profesión es una promesa. San Benito escribe: “Antes de ser recibido, (el novicio) prometa (promittat), ante la presencia de todos, en el oratorio, estabilidad, conversión de costumbres y obediencia” (RB 58,17).


San Benito sabe que no somos capaces de ser verdaderamente fieles, y por esto nos pide expresar esta promesa de fidelidad “coram Deo et sanctis eius – en presencia de Dios y de sus santos” (RB 58,18). No solo para solemnizar la promesa, sino para que sea humilde, porque sea confiada a la misericordia de Dios y a la intercesión de los santos. Después pide poner esta promesa por escrito, y este escrito lo llama san Benito “petitio”, que literalmente quiere decir petición, solicitud, súplica. Es significativo de qué manera san Benito formula el asunto: “De qua promissione sua faciat petitionem – haga una petición, una solicitud, de su promesa” (RB 58,19). La Regla nos invita, por lo tanto, a vivir nuestras promesas como una petición, como oración. Nuestra promesa de fidelidad debe ser una petición, un acto de confianza a la fidelidad de Dios. Podemos prometer para siempre solo en forma de petición, en forma de un deseo de fidelidad que solo Dios nos puede garantizar, ratificar, cumplir con su gracia.


En la carta a los Hebreos hay una bellísima exhortación que sintetiza todo nuestro tema: “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa” (Heb 10,23)

La promesa del Padre

        Pero ¿qué ha prometido Dios? ¿Qué nos ha prometido? ¿Quizá nos ha prometido una tierra? ¿Quizá nos ha prometido poder y riqueza? ¿Quizá nos ha prometido seguridad y éxito? ¿Nos ha prometido quizá quitarnos nuestras fragilidades y debilidades? ¿Nos ha

prometido quizá paz y tranquilidad? ¿Nos ha prometido guaridas y nidos donde reposar la cabeza, es decir, situaciones estables, cómodas, sin problemas?

Hay un solo pasaje en los Evangelios en los que Jesús mismo utiliza el término “promesa”, que, sin embargo, es bastante frecuente en los Hechos y en las Cartas apostólicas. Es al final del Evangelio de Lucas: “Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49).


Jesús nos promete a Aquél que “ha prometido el Padre – promissum Patris”: El Espíritu Santo. Lucas retoma la expresión en los Hechos: “Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días»” (Hech 1,4-5).


San Pedro retoma la idea en su primer gran discurso después de Pentecostés: “Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hch 2,33).

La única y verdadera promesa de Dios es el don del Espíritu Santo. Y es a esta promesa a la que Dios permanece siempre fiel, si nosotros permanecemos fieles a abrirnos a este don, a esta espera, a esta pobreza de espíritu que acoge al Espíritu Santo.

Solo después de Pentecostés los Apóstoles han sido de verdad fieles al Señor. Antes, Pedro hacía grandes promesas de morir por Jesús y no las podía mantener. Después de Pentecostés, será fiel hasta el martirio.

En el don del Espíritu, Dios permanece fiel a su promesa, expresa su fidelidad hacia nosotros. Apoyarnos en la fidelidad de Dios quiere decir abrirnos al don del Espíritu Santo, dejarlo actuar en nosotros, y esto implica humildad, abandono, renuncia al espíritu de la soberbia y del orgullo con el que creemos bastarnos a nosotros mismos. Y el Espíritu es el Espíritu de la Comunión entre el Padre y el Hijo. Cuando el Dios fiel nos llama a la comunión con su Hijo Jesucristo, significa que nos llama a acoger al Espíritu Santo, a vivir del Espíritu Santo.

Cuando no entendemos nuestra vocación como una llamada a abrirnos al don del Espíritu, no podemos serle fieles. ¿Y cómo abrirnos al Espíritu? La respuesta es toda la Regla, y todas las enseñanzas de nuestros padres y madres cistercienses. Todo en la vida de la comunidad monástica es formación para abrirnos al don del Espíritu Santo. La obediencia es para esto, la estabilidad es para esto, la fraternidad es para esto, la conversión es para esto; la humildad, el silencio, la escucha de la Palabra de Dios, el Oficio divino, el trabajo y el servicio, todo es para hacer del monasterio un Cenáculo abierto al Espíritu Santo. Después el Espíritu llevará Él mismo a cumplimiento todo: nuestra vocación, nuestra fidelidad, nuestra comunión. Y lo hará, y lo está haciendo, cómo y cuando Él quiere. El Espíritu puede dar a una comunidad incluso el morir como cumplimiento de fidelidad, como cumplimiento de vocación y misión, es decir, morir en la comunión con Cristo que es el gran testimonio que Dios nos pide y nos da para mostrar al mundo entero.



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