Una pregunta rica e
importante
“¿Somos
fieles a nuestra vocación?
Es una pregunta que es importante
que nos planteemos, para no dar por descontado el camino que hacemos.
Plantearse una pregunta quiere decir primeramente pararse, interrogar nuestra
vida personal y comunitaria, en búsqueda de una respuesta, de un juicio que no
es automático. Plantearse una pregunta sobre nuestra vida y vocación quiere
decir reconocer que nuestra vida y vocación no es una máquina que funciona por
sí misma, que no tiene necesidad de revisión, que no se debe jamás programar de
nuevo. Plantearse una pregunta quiere decir también que nuestra libertad y
nuestra decisión tienen siempre un papel que jugar en nuestra vida. Plantearse
una pregunta, quiere decir que la respuesta puede ser positiva o negativa, y
que, por lo tanto, la respuesta puede pedirnos aún más, nos puede pedir una
decisión posterior. Si, por ejemplo, respondemos que no nos parece que seamos
verdaderamente fieles a nuestra vocación, esta respuesta nos lanza otras
preguntas. ¿Por qué no somos fieles a nuestra vocación? ¿Queremos ser fieles a
nuestra vocación? ¿Cómo podemos ser más fieles? ¿Cómo ayudarnos a ser cada vez
más fieles?...
O si respondemos: “¡Cierto, somos
fieles!", deberemos al menos preguntarnos: ¿Estamos seguros que tenemos un
concepto correcto de fidelidad? ¿Por qué nos sentimos tan fieles, mientras
otros no? ¿Quizás somos un poco fariseos? ¿O publicanos que no quieren
convertirse?...
Por lo tanto, es un tema complejo,
o mejor: un tema rico. Porque es una pregunta que rápidamente se multiplica en
otras preguntas. Preguntarnos: “¿Somos fieles a nuestra vocación?”, quiere
decir plantearse al menos tres preguntas: ¿Qué significa ser fieles? ¿Qué
significa ser fieles a una vocación? ¿Qué quiere decir ser fieles a nuestra
vocación, es decir, a la vocación monástica cisterciense?
Plantearse estas preguntas es muy
importante para nosotros. Y es siempre importante, a lo largo de toda nuestra
vida. Deberemos preguntárnoslo cada día, examinarnos sobre esto cada día.
Porque cuando alguien tiene una vocación, significa que el Señor le ha querido
y amado para esto, y, por lo tanto, vive para esto, y que la vocación es el
sentido de su vida, y que no vive verdaderamente su vida si no es fiel a su
vocación. La fidelidad a la vocación es la fidelidad al sentido de nuestra
vida.
La fidelidad es
pertenencia
Porque la vida misma es vocación.
Dios nos llama a la vida, nos crea llamándonos a vivir una vocación que Él ha
pensado desde la eternidad. “Antes que fueras formado en el seno materno te
conocí, antes que nacieras te consagré, te he hecho profeta de las naciones”
(Jer 1,5).
La víspera de la muerte de mi madre, rezaba el
Oficio divino junto a su cama en el hospital. Era el Salmo 21, y me
impresionaron mucho las palabras: “Eres tú quien me ha sacado del seno materno,
me has confiado a los pechos de mi madre; a ti fui entregado desde mi
nacimiento, desde el seno materno, tú eres mi Dios.” (Sal 21,10-11)
Me detuve para mirar ante mí el
cuerpo de mi madre, ya sin conciencia, y experimenté un gran respeto por aquel
cuerpo que fue para mí el primer templo de Dios, el templo en el que Dios era
ya “mi Dios”: “desde el seno materno, tú eres mi Dios”. El templo en el que
Dios me llamó a la vida y me formó, y del que me tomó para ser Suyo: “a ti fue
entregado desde mi nacimiento”.
El misterio de toda vida, sin
excepciones, es esta pertenencia a Dios porque Dios ha querido, desde toda la
eternidad, pertenecer a nosotros, ser nuestro Dios. Somos de Dios
pertenecemos a Dios, porque Dios es nuestro Dios, porque Dios nos
pertenece.
Es a partir de este misterio, que
es un misterio de Misericordia, desde el que podemos comprender qué es la
fidelidad. En efecto, la fidelidad se define en toda la Biblia como pertenencia.
Somos fieles si pertenecemos a nuestro Dios, al Dios que nos pertenece, que
se ha revelado como “nuestro Dios”, y que nos ha creado y formado para esto,
para vivir esta pertenencia a Él.
Pertenecer a Dios no es nunca una
cuestión superficial, porque nuestra pertenencia a Dios nos constituye, y esto
no solo desde “el seno de mi madre”, sino incluso antes, en el pensamiento
eterno de Dios que ha decidido crearme desde toda la eternidad. Pero el
“antes”, el eterno pensamiento que Dios tiene de mí, se realiza “en el seno de
mi madre”, es decir, se manifiesta, se define, se encarna en una pertenencia
humana, en nuestra madre, en nuestro padre, en nuestra familia, y en todas las
pertenencias que modelan nuestra vida, nuestra historia. Cada uno de nosotros
pertenece a Dios en la forma de su ADN, es decir, en el rostro, en el cuerpo,
en la psicología, en la cultura, etc., que definen su existencia. Cada uno de
nosotros pertenece a Dios a través de las pertenencias concretas humanas e
históricas, dentro de las cuales se desarrolla nuestra existencia. Porque
también esto forma parte del designio de Dios, es forma sustancial de nuestra
pertenencia a Él. Y Dios utiliza la sucesión de las pertenencias humanas,
históricas, para definir cada vez más nuestra pertenencia a Él. Nos pone en el
seno de una madre, pero: “Eres tú quien me ha sacado del seno materno, me has
confiado a los pechos de mi madre”. Primeramente Dios nos confía a un seno,
después a un regazo materno, después a los brazos de un padre, a una familia,
etc. Dios nos hace pasar a través de diferentes pertenencias para construir la
única pertenencia que define totalmente nuestra vida: la pertenencia
a Él.
En nuestra vida se suceden
diferentes “senos” y “regazos” que nos forman y alimentan en la vida como
pertenencia a Dios. Algunos senos son provisorios, otros más definitivos en el
sentido que nos definen verdaderamente como identidad y vocación. Las escuelas
que hemos tenido, los grupos juveniles, parroquiales, políticos, deportivos, a
los que hemos pertenecido, pero también nuestra familia, todos estos son senos
provisorios, que nos acompañan durante un tiempo, que nos acompañan en un
aspecto parcial de nuestra vida, tanto es así que estas pertenencias se pueden
superponer y ser contemporáneas.
Sin
embargo, de un modo u otro, todas dejan su señal para el resto de nuestra vida.
Pero la verdad y la fecundidad de cada una de estas pertenencias es solamente
la de hacernos cada vez más conscientes y responsables de la gracia de
pertenecer a Dios. Y la fidelidad a estas pertenencias es verdadera, tiene
sentido, si es para una fidelidad siempre más explícita y profunda a la
pertenencia a Dios.
La infidelidad de la
superficialidad
Por lo tanto, hay una primera forma
de infidelidad a la pertenencia a Dios: la superficialidad con la que con
frecuencia vivimos las pertenencias a través de las que aquella se forma y se
encarna. Es importante tomar conciencia, porque hemos llegado a una cultura tan
superficial en el sentido de la pertenencia hasta haber hecho indiferente el
seno de la madre. Hoy se considera indiferente la mujer que lleva un niño en su
seno. La gestación ha degenerado en una gestión. Se considera el embarazo como
la “gestión” de una práctica jurídica, un dosier: tiempo determinado, costo
determinado, y después se olvida y se pasa a la práctica sucesiva.
Pero nada impide a Dios el formar
la pertenencia a Él incluso a quien pasa por experiencias similares.
Precisamente porque la vida de cada persona es querida por la pertenencia a
Dios, está destinada a la pertenencia a Dios, por lo tanto, tiene algo de
infinitamente más grande que todos los asuntos humanos, y también que nuestras
infidelidades. La vocación de una persona puede crecer a través de todo. Porque
detrás de toda experiencia, Dios es el verdadero Padre que nos genera, nos ama
y nos espera para ser siempre nuestro Dios.
Pero repito que la trampa más
grande es la superficialidad, porque esto impide a Dios el formarnos. Es como
ser arena. Se puede poner la arena en todos los moldes, darle todas las formas
posibles, pero cuando la arena sale de la forma, vuelve a ser solamente arena,
y el hecho de haber estado en aquel determinado molde, incluso durante años, no
ha cambiado nada. Sin embargo, la arcilla, si está en un molde, incluso cuando
el molde se quita o rompe, mantiene la forma recibida.
Es triste encontrarse con monjes o
monjas que después de años y años de vida en el monasterio, es como si no
estuviesen definidos todavía por esta vocación. Precisamente porque han vivido
en el monasterio sin crecer en la pertenencia a Dios, sin tomar, con todo lo
que son, y no solo en la superficie, la forma de la pertenencia al Señor. Con
frecuencia, no es solo culpa suya, sino del monasterio que no forma de verdad
para la pertenencia al Señor. Y esta es una gran aberración, porque todo en la
Regla de san Benito persigue este único fin, es una ayuda, una educación
constante a pertenecer cada vez más a Dios. En particular, la vida comunitaria
y la vida litúrgica se nos ofrecen para pertenecer al Señor con todas las
modalidades de relaciones de las que somos capaces.
Por esto, la primera pregunta que quizá deberemos
planearnos es si nuestras comunidades educan de verdad para la pertenencia al
Señor. Si la finalidad de todo en nuestros monasterios es la de crecer en este
sentido. Cuando Pedro y Juan fueron detenidos y se encontraron ante el
sanedrín, lo que les definía, incluso antes sus enemigos, era la pertenencia a
Jesucristo: “Viendo la confianza de Pedro y Juan y dándose cuenta que eran
gente sin instrucción, quedaron maravillados y los reconocieron como aquellos
que habían estado con Jesús” (Act, 4,13) ¿Se ve esto en nosotros? Fijémonos que, en el
fondo, Dios no nos pide otro testimonio que el de ser verdaderamente suyos. Y
es un testimonio que depende solo de nuestra relación con el Señor, y no de
quien nos mira, de quien nos juzga. Basta ser suyos para que nuestro testimonio
sea fecundo.
La fidelidad es
relación
"Los reconocieron como aquellos que habían
estado con Jesús".
Aquí encontramos un aspecto fundamental de la
fidelidad. La fidelidad es una relación. La fidelidad no tiene un sentido
único, siempre es una reciprocidad. Con frecuencia, la superficialidad en el
concebir y vivir la fidelidad radica precisamente en creer que la fidelidad
depende solo de nosotros, que la fidelidad sea algo que nos concierne e
interesa solo a nosotros. Sin embargo, la fidelidad está definida por el otro
al que se pertenece, al que estamos llamados a ser fieles. La fidelidad quiere
decir dejarnos definir por la pertenencia a un otro. La superficialidad
consiste también en definirse a sí mismo sin el otro, y es una aberración
concebir la fidelidad como fidelidad a sí mismo y no a un otro, a otros.
¡Cuántos abandonan la vocación religiosa o la persona a la que están unidos por
el matrimonio, o por otros lazos, por “ser fieles a sí mismos”!
¿Qué significa “fidelidad a sí mismos”,
ninguno lo sabe explicar, porque decir “fidelidad a sí mismo” es una expresión
contradictoria, que no tiene sentido, que no significa nada. Se puede ser
fieles solamente dentro de una reciprocidad, de una relación. Y no se puede ser
esto en relación con uno mismo. Se puede tener conciencia de sí, pero no se
puede ser en relación con uno mismo. Quizá es precisamente este el origen de la
infidelidad: el vivir la autoconciencia que se nos da de nosotros mismos como
autosuficiencia, como si fuese una relación suficiente para vencer nuestra
soledad, para dar plenitud a nuestra vida, que, sin embargo, está hecha para
ser relación con Dios, y con todos en Dios. Adán tenía conciencia de sí, pero
Dios creó a Eva para que no estuviese solo (cf. Gen 2,18). Adán no se contentó
con soñar, no se sintió satisfecho con sus propias ideas, con sus propias
fantasías: tuvo la necesidad de alguien para estar en relación, y tener un
ámbito de verdadera fidelidad humana, reflejo y encarnación de la fidelidad a
Dios.
La fidelidad a la vocación de
nuestra vida no puede nunca ser una fidelidad a algo, sino a alguien. Porque la
vocación significa que otro nos llama. Dios nos llama creándonos, dándonos unos
talentos y, sobre todo, dándonos una vocación específica, definida, como es la
vocación familiar, o la vocación religiosa.
Porque incluso Dios es fiel en el
ámbito de una relación. San Pablo lo expresa muy bien en la primera carta a los
Corintios: “Digno de fe es Dios, por quien sois llamados a la comunión con su
Hijo Jesucristo nuestro Señor" (1 Cor 1,9).
Este versículo resume toda la
temática que queremos profundizar, porque habla de fidelidad, de vocación y de
comunión. Dios es digno de fe, porque primeramente él es fiel a lo que nos
pide, a lo que nos ofrece: “Digno de fe” quiere decir que con Dios podemos
poner en juego nuestra fidelidad, que la relación con Dios es una relación
segura, que no nos traiciona, y si nosotros le somos fieles, no seremos
desilusionados, no seremos jamás traicionados. Incluso “si somos infieles, Él
permanece fiel”, escribe san Pablo a Timoteo (2 Tm 2,13).
Así
pues, es importante fundamentar nuestra fidelidad sobre la fidelidad de Dios,
sobre la roca de “Aquél que es” (cf. Ex 3,14). La Biblia insiste a menudo, en
los Profetas y en los Salmos, o en los Libros sapienciales, sobre la fidelidad
de Dios, en el sentido que solo Él es Dios, que permanece eternamente, que nos
ama para siempre. La idolatría es una infidelidad porque abandona al único
verdadero Dios, el único al que podemos verdaderamente confiarnos totalmente.
Y este Dios digno de fe nos llama,
nos da una vocación, y así nos llama a serle fieles a Él como Él lo es con
nosotros: “Digno de fe es Dios, por quien sois llamados”. “Fiel es el
que os llama”, escribe igualmente san Pablo a los Tesalonicenses (1 Ts 5,24).
Así pues, es importante pensar en
nuestra fidelidad a la vocación, no pensando solo en nosotros mismos, en
nuestros pensamientos, en nuestras ideas, en nuestras fuerzas o en nuestras
fragilidades, en nuestras virtudes o en nuestros pecados, en nuestros sueños o
proyectos, sino pensado primeramente en Dios. Me impresiona cada vez que me
encuentro con cónyuges infieles el hecho de que aquél o aquella que traiciona
piensa solo en sí mismo, habla solo de sí mismo, no piensa en el otro, en la
fidelidad del otro, en el sufrimiento del otro. O también los monjes o las
monjas que tienen comportamientos incorrectos o abandonan la vocación: casi
nunca piensan en la comunidad, en el sufrimiento de la comunidad. No piensan ni
siquiera en la tristeza de Dios por su infidelidad. El joven rico se marchó
triste, pero ciertamente el más triste era Jesús por la infidelidad de este
joven a la llamada que Él le ofrecía con un amor fiel (cf. Mc 10,21-22). La
infidelidad es una forma de egoísmo, de egocentrismo, de autoreferencialidad
sin amor. No es por casualidad que en la Biblia se represente a Dios como un
esposo traicionado, abandonado. O como un padre bueno abandonado por los hijos.
Esto implica que para permanecer
fieles, para formar en la fidelidad a una vocación como la nuestra, y en todas
las vocaciones, es importante educar y formar a mirar al Señor, a conocer a
Dios, a pensar en Él más que en nosotros mismos. Si en la formación formamos
más para mirarnos a nosotros mismos que a Dios, más para pensar en uno mismo
que para pensar en el Señor, incluso cuando formemos para ser perfectos monjes,
no formamos para la fidelidad. Si no formamos para la relación con Dios, con
Cristo, no formamos para la fidelidad a nuestra vocación. No debemos
asombrarnos si después se abandona, o se cae en mil formas de
infidelidad. Lo mismo que si no formamos para la relación fraterna con la
comunidad, no formamos para la fidelidad. Si no formamos para buscar siempre la
relación con el Señor, si no formamos para la escucha de su Palabra, para la
oración, para el silencio, para estar ante Él, no formamos para la fidelidad.
Llamados a la comunión
En efecto, la frase de san Pablo no
nos dice solo que es digno de fe el Dios que nos llama, sino el Dios que “nos
llama a la comunión”.
llamada a la comunión es una llamada a la
fidelidad. No hay fidelidad sin comunión, y no hay comunión sin fidelidad.
Nuestra fidelidad se pone en juego toda ella en la comunión de Cristo, que es
comunión con Cristo y en Cristo, es decir, relacion con Jesús y,
en Jesús, con el Padre y los hermanos.
Esto es fundamental. Si cimentamos la fidelidad a
nuestra vocación cristiana y monástica sobre otra cosa, no podremos ser fieles
para siempre. Sería como si para un marido la mujer fuese solo una sierva que
le da de comer y que limpia la casa, o que procrea hijos y se ocupa de ellos, o
que le da algunos momentos de placer sexual. Todo esto no es comunión de vida,
no es relación. Todo esto son elementos, medios de comunión, pero la comunión
es un misterio más grande, eterno. Si se basa solo en elementos particulares,
la fidelidad es solo superficial y temporal. Terminado el servicio, la función,
la persona ya no es importante y se pasa a servirse de otro, o se queda uno
solo. Con frecuencia tratamos así también a Dios. Como alguien con quien nos
relacionamos solo en función de algo fuera de Dios mismo. No es una relación
constante que se concreta como relación. Lo que se hace, antes o después, pasa.
En la vida matrimonial los hijos se van, la pasión sexual se apaga, etc. Si
antes la fidelidad estaba toda ella fundamentada solo sobre lo que el otro hace
por nosotros o nosotros por él o ella, después no queda ya nada. Falta lo
esencial, la comunión que, sin embargo, es una realidad eterna, que no depende
de las circunstancias y de lo que se hace o no se hace y, en el fondo, tampoco
de aquello que se es o no se es. La comunión es más fuerte que la muerte.
Cuántos monjes y monjas viven en el monasterio solo
por lo que hacen, las cargas que tienen, las funciones que ejercen, las cosas
que tienen, las ventajas de las que gozan, en resumen, por los aspectos
particulares, pasajeros, de la relación con Dios y con los hermanos o hermanas,
y no cultivan una comunión para siempre, la fidelidad a una comunión que dura
toda la vida y más allá de la vida.
Como los dos hijos del padre misericordioso de
Lucas 15,11-31. Uno estaba con el padre solo por la herencia. Apenas la obtuvo,
se marchó. Después volvió a casa, pero no por el padre, volvió porque tenía
hambre, y le bastaba con ser un obrero para el que el padre es solamente un
jefe, un dador de trabajo que te paga el salario. El hijo mayor, permanece en
casa solo por el trabajo, y desea solamente un cabrito para festejar con los
amigos. Por lo tanto, espera solo la muerte del padre para ser él el jefe de
todo. Sin embargo, el padre ofrece a los dos una comunión total de vida, de
corazón, en la que cada uno es la alegría del otro, la fiesta del otro. El
padre piensa solo en la comunión con sus hijos, y dentro de esta comunión todo
es común: “todo lo que es mío es tuyo” (Lc 15,31). No piensa en la herencia, en
los bienes, en el trabajo; para él cuenta solo la comunión, y que cada hijo
viva en esta comunión con él y entre ellos.
Si no pensamos en la fidelidad a nuestra vocación a
la luz de la llamada a la comunión, pensamos en ella de un modo equivocado;
como fariseos, para los que cuentan solamente las formas exteriores, o como
publicanos, para los que cuenta solo el propio placer y ganancia. Las dos
principales consecuencias de la infidelidad que nos llevan a la deriva de la vocación
monástica son precisamente estas: el moralismo farisaico o la inmoralidad
publicana; la idolatría farisaica, orgullosa de las reglas, de las formas, o la
idolatría hedonística y ávida de los publicanos. Y con frecuencia las dos
formas de infidelidad no se excluyen, porque muchos fariseos son publicanos en
el corazón, y muchos publicanos son interiormente fariseos. El joven rico que
ha rechazado la llamada de Jesús era exteriormente un fariseo, porque desde su
juventud había respetado los mandamientos, pero interiormente era un publicano,
ávido de riquezas.
Estas
tendencias las llevamos todos dentro, quién más quién menos, quien de un modo
quién de otro, y todos debemos convertirnos a la fidelidad de la comunión. Si
el Señor nos llama a la fidelidad de la comunión, quiere decir que en ella
debemos crecer, que en ella tenemos que convertirnos todos, sin excepciones.
Dios no nos llama a quedarnos en lo que somos o como somos, sino a hacer un
camino, sobre todo interior, de conversión.
La llamada del Padre a la comunión del Hijo expresa
la gratuidad infinita de Dios, de la Trinidad, en nuestras relaciones. Dios no
nos llama primero a hacer algo, no nos llama para utilizarnos, no nos llama
para un deber, sino para la comunión de amor con Él y en Él. Dios quiere
compartir con nosotros lo que Él es: Comunión trinitaria, eterna, infinita,
misericordiosa.
Esta es la vocación cristiana. Pero es nuestra
vocación porque nuestra vocación a la vida consagrada, a la vida monástica
cisterciense, es una llamada a ir al fondo de la vocación bautismal, por lo
tanto, al fondo de la llamada universal a la santidad como comunión con Dios y
en Dios.
Fuera de esto, no somos fieles, no respondemos a la
llamada, no seguimos a Cristo, y no vivimos los votos, porque los votos se nos
dan y piden para vivir la fidelidad a la comunión. Y los votos, según la Regla
de san Benito, son más explícitos sobre esto que la formulación y codificación
posterior de los votos de castidad, obediencia y pobreza. Nosotros hacemos votos
de estabilidad, de conversatio morum y de obediencia. Son votos de
comunión dentro de la pertenencia a una comunidad, en el camino de una
comunidad guiada por quien representa a Cristo. Es decir, son votos de comunión
con Cristo y en Cristo. Son votos a los que ninguno puede ser fiel por sí solo,
con una ascesis individual, sin comunidad, sin superior.
Por esto, la fidelidad a nuestra vocación requiere
ante todo la conciencia de que no estamos llamados primero para una misión
particular, para una determinada tarea, incluso si cada uno de nosotros y cada
monasterio tiene una o más misiones, trabajos especiales, determinadas
situaciones históricas o talentos que Dios nos da. Esto está bien solamente si
no perdemos de vista lo esencial de nuestra llamada, por lo tanto, de nuestra
fidelidad, que es una llamada a convertirnos en una comunidad guiada a la
comunión de Cristo con el Padre y los hermanos en el amor del Espíritu Santo.
Si no hay consenso sobre el hecho de que nuestro carisma es ante todo esto, es
decir, lo que nos pide la Regla de san Benito para vivir y encarnar el
Evangelio, no se entiende lo que significa la fidelidad, y cada uno se
justifica en una fidelidad particular, una fidelidad a sí mismo, a su proyecto,
a la vocación en la que se piensa o se desea tener, y no en aquello a lo que
nos llama verdaderamente Dios.
Después nos asombramos de que la comunidad y las
personas sean estériles, que no den frutos, que no sean felices, que no crezcan
en gracia y caridad. Olvidamos que Dios es fiel a la vocación que nos da Él, no
a la vocación que nos damos nosotros mismos. Y la vocación que Dios nos da es
precisamente la llamada “a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor Nuestro”
(1 Cor 1,9).
No digo esto para condenar, para indicar que no hay
esperanza. Al contrario, ¡siempre hay esperanza! Si todo dependiese de nuestra
fidelidad estaríamos arruinados. Todo depende de la fidelidad de Dios y, así,
siempre hay esperanza de renovación: siempre hay esperanza de fidelidad en
nosotros. Siempre podemos renacer a la fidelidad de nuestra vocación porque
Dios es siempre fiel en llamarnos a la comunión con Cristo.
Tenemos que aprender a vivir nuestra fidelidad en
el ámbito de la fidelidad de Dios, porque nos permite recomenzar siempre de
nuevo. Porque la fidelidad en Dios está unida a la misericordia. En Dios la
fidelidad es la misericordia.
San
Pablo insiste mucho en esto: “Pues ¿qué? Si algunos
de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad
de Dios? ¡De ningún modo!” (Rm 3,3-4a)
“Así pues, el que crea estar en
pie, mire no caiga. No habéis sufrido tentación superior a la medida humana. Y
fiel es Dios que no permitirá seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes
bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor
10,12-13) “Fiel es el Señor; él os afianzará y os guardará del Maligno” (2 Ts
3,3)
“Si somos infieles, él permanece
fiel, porque no puede negarse a sí mismo” (2 Tm 2,13). Y san Juan nos recuerda:
“Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los
pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,9).
Así pues, no podemos olvidar que toda vocación es
una promesa de Dios, y que Dios mantiene sus promesas. También nuestra
profesión es una promesa. San Benito escribe: “Antes de ser recibido, (el
novicio) prometa (promittat), ante la presencia de todos, en el
oratorio, estabilidad, conversión de costumbres y obediencia” (RB 58,17).
San Benito sabe que no somos
capaces de ser verdaderamente fieles, y por esto nos pide expresar esta promesa
de fidelidad “coram Deo et sanctis eius – en presencia de Dios y de sus
santos” (RB 58,18). No solo para solemnizar la promesa, sino para que sea
humilde, porque sea confiada a la misericordia de Dios y a la intercesión de
los santos. Después pide poner esta promesa por escrito, y este escrito lo
llama san Benito “petitio”, que literalmente quiere decir petición, solicitud,
súplica. Es significativo de qué manera san Benito formula el asunto: “De
qua promissione sua faciat petitionem – haga una petición, una solicitud,
de su promesa” (RB 58,19). La Regla nos invita, por lo tanto, a vivir nuestras
promesas como una petición, como oración. Nuestra promesa de fidelidad debe ser
una petición, un acto de confianza a la fidelidad de Dios. Podemos prometer
para siempre solo en forma de petición, en forma de un deseo de fidelidad que
solo Dios nos puede garantizar, ratificar, cumplir con su gracia.
En la carta a los Hebreos hay una
bellísima exhortación que sintetiza todo nuestro tema: “Mantengamos firme la
confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la Promesa” (Heb 10,23)
La promesa del Padre
Pero ¿qué ha prometido Dios? ¿Qué nos ha prometido?
¿Quizá nos ha prometido una tierra? ¿Quizá nos ha prometido poder y riqueza?
¿Quizá nos ha prometido seguridad y éxito? ¿Nos ha prometido quizá quitarnos
nuestras fragilidades y debilidades? ¿Nos ha
prometido quizá paz y tranquilidad? ¿Nos ha
prometido guaridas y nidos donde reposar la cabeza, es decir, situaciones
estables, cómodas, sin problemas?
Hay un solo pasaje en los
Evangelios en los que Jesús mismo utiliza el término “promesa”, que, sin
embargo, es bastante frecuente en los Hechos y en las Cartas apostólicas. Es al
final del Evangelio de Lucas: “Mirad, y voy a enviar sobre vosotros la Promesa
de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis
revestidos de poder desde lo alto” (Lc 24,49).
Jesús nos promete a Aquél que “ha
prometido el Padre – promissum Patris”: El Espíritu Santo. Lucas retoma
la expresión en los Hechos: “Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que
no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que
oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el
Espíritu Santo dentro de pocos días»” (Hech 1,4-5).
San Pedro retoma la idea en su
primer gran discurso después de Pentecostés: “Y exaltado por la diestra de
Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que
vosotros veis y oís” (Hch 2,33).
La única y verdadera promesa de Dios
es el don del Espíritu Santo. Y es a esta promesa a la que Dios permanece
siempre fiel, si nosotros permanecemos fieles a abrirnos a este don, a esta
espera, a esta pobreza de espíritu que acoge al Espíritu Santo.
Solo después de Pentecostés los
Apóstoles han sido de verdad fieles al Señor. Antes, Pedro hacía grandes
promesas de morir por Jesús y no las podía mantener. Después de Pentecostés,
será fiel hasta el martirio.
En el don del Espíritu, Dios
permanece fiel a su promesa, expresa su fidelidad hacia nosotros. Apoyarnos en
la fidelidad de Dios quiere decir abrirnos al don del Espíritu Santo, dejarlo
actuar en nosotros, y esto implica humildad, abandono, renuncia al espíritu de
la soberbia y del orgullo con el que creemos bastarnos a nosotros mismos. Y el
Espíritu es el Espíritu de la Comunión entre el Padre y el Hijo. Cuando el Dios
fiel nos llama a la comunión con su Hijo Jesucristo, significa que nos llama a
acoger al Espíritu Santo, a vivir del Espíritu Santo.
Cuando no entendemos nuestra vocación
como una llamada a abrirnos al don del Espíritu, no podemos serle fieles. ¿Y
cómo abrirnos al Espíritu? La respuesta es toda la Regla, y todas las
enseñanzas de nuestros padres y madres cistercienses. Todo en la vida de la
comunidad monástica es formación para abrirnos al don del Espíritu Santo. La
obediencia es para esto, la estabilidad es para esto, la fraternidad es para
esto, la conversión es para esto; la humildad, el silencio, la escucha de la
Palabra de Dios, el Oficio divino, el trabajo y el servicio, todo es para hacer
del monasterio un Cenáculo abierto al Espíritu Santo. Después el Espíritu
llevará Él mismo a cumplimiento todo: nuestra vocación, nuestra fidelidad,
nuestra comunión. Y lo hará, y lo está haciendo, cómo y cuando Él quiere. El
Espíritu puede dar a una comunidad incluso el morir como cumplimiento de
fidelidad, como cumplimiento de vocación y misión, es decir, morir en la
comunión con Cristo que es el gran testimonio que Dios nos pide y nos da para
mostrar al mundo entero.
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