30/11/12

El Reino de los Cielos




XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario (B) – 
Cristo Rey del Universo


Lecturas: Daniel 7,13-14; Apocalipsis 1,5-8; Juan 18,33-37

“Mi reino no es de este mundo” (Jn 18,36)

Para Pilato hubiera sido más fácil situarse ante Cristo si hubiera podido encuadrarlo en la política de los juegos de poder de su tiempo. Si Jesús le hubiese respondido que lo que pretendía de verdad era ser el nuevo rey de los Judíos, amigo o enemigo de los Romanos, Pilato hubiera podido protegerlo u oponerse a Él, según los intereses políticos del emperador romano del que dependía como gobernador. Al final lo condenará a la cruz después de haberlo utilizado para hacer decir a los Judíos que no tenían otro rey más que el César. Pero lo hará renegando de la verdad de su conciencia que por un momento Jesús había despertado en él, llenándolo de inquietud. Su victoria a nivel de poder político no podrá contrarrestar la derrota de su corazón, sediento, como todo corazón, de verdad, de justicia, de amor.

Durante la Pasión, nadie pudo dialogar tan largamente con Jesús como Pilato, nadie pudo recibir como él tan directamente, cara a cara, el anuncio de la Redención. Pero para acoger este anuncio en lo profundo de su corazón y, por lo tanto, en su vida, Pilato tendría que haber aceptado el “testimonio de la verdad” (Jn 18,37) que Cristo le ofrecía, el testimonio de un reino que no es de este mundo, no porque no se pueda experimentar en este mundo, sino porque es un reino que escapa a la lógica del mundo, que es una lógica de poder, de dominio. La lógica del mundo es la victoria del poder, la victoria del más fuerte. El reino de Jesús no es de este mundo porque su lógica no es la victoria del poder, sino la del amor, la del servicio, la del sacrificio de uno mismo por los demás.  

“Si mi reino fuese de este mundo, mis servidores habrían luchado para que no hubiese sido entregado a los Judíos; pero mi reino no es de aquí abajo” (Jn 18,36). Sí, si Jesús hubiera sido un rey como los demás, sus servidores habrían combatido para defender su poder, para permitir a su poder vencer sobre el poder de los demás. Sin embargo, es como si Jesús hubiera elegido a sus servidores precisamente para que fueran incapaces de combatir por Él, incapaces de defender su victoria mundana. Huyen, lo niegan, y, además, lo traicionan; y los que permanecen con Él, como su Madre, Juan y las mujeres, lo acompañan en silencio hasta la muerte y el sepulcro, impotentes para ofrecerle la mínima fuerza de defensa.

Pero precisamente el reino de Cristo se mueve por una victoria que no es la del poder; es un reino en el que vence la derrota, la debilidad. No es un reino que vence derramando la sangre de los adversarios, sino un reino en el que vence la sangre derramada por los adversarios.

El Apocalipsis anuncia la novedad y la victoria definitiva y universal de este nuevo reino cuya energía no es el poder, sino el amor que da la vida hasta la última gota de sangre, la que salió del costado abierto de Cristo: “He aquí que viene sobre las nubes y todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron, y por él todas las tribus de la tierra se golpearán el pecho” (Ap 1,7).

El reino de Cristo vence cuando el testimonio de la verdad de su amor hasta el final alcanza a sus enemigos, a todos aquellos que lo rechazan, a todos aquellos que lo hieren, a todos los pecadores. El reino de Cristo vence cuando su sangre derramada perdona y redime a quien se opone a Él con el poder del mundo, con las armas del poder del mundo, con las lanzas de los centuriones de los emperadores de este mundo.

El autor del Apocalipsis nos ayuda a entender que cada uno de nosotros es uno de los “que lo traspasaron”, porque Cristo es “Aquel que nos ama y nos ha liberado de nuestros pecados por su sangre” (Ap 1,5). También nosotros debemos golpearnos el pecho con todas las tribus de la tierra.

¿Pero de qué debemos arrepentirnos? Ciertamente, de todos nuestros pecados, pero sobre todo del pecado de desear tan a menudo y tan fuertemente construir la felicidad de nuestra vida según el reino de este mundo y no conforme al reino de Cristo. ¡Cuántas veces, incluso sin darnos cuenta, y también viviendo nuestra vocación cristiana en la Iglesia, nuestro corazón desea vencer más con el poder que con el amor de Cristo! ¡Cuántas veces somos atraídos, impulsados y dominados más por los cálculos del poder del mundo que por la humildad del amor de Cristo que vence perdiendo todo, sirviéndonos y entregando la vida por nosotros!

Pero si esto sucede no es tanto porque no seamos buenos sino porque, como Pilato, escapamos a menudo del testimonio de la verdad que Cristo muestra ante nosotros. No lo miramos traspasado; lo traspasamos, herimos su Corazón, sin mirarlo, sin escuchar el fuerte grito de su sed de amor, de su sed de amarnos y de dar la vida por nosotros (cfr. Jn 19,28). Sin embargo, bastaría mirarlo, mirar su vida entregada por nosotros, mirar su Corazón abierto del que brota toda su vida y todo su amor, para transformar nuestro corazón de orgulloso en arrepentido, de sediento de poder en mendigo de misericordia. Y, entonces, como el ladrón crucificado junto a Jesús, nos llenaríamos del deseo y de la petición llena de fe de poder entrar en su reino de gracia (cfr. Lc 23,40-43). Entonces, Cristo transformaría rápidamente, hoy mismo, nuestra vida de este mundo en vida eterna en la alabanza y en la caridad. Porque el reino de Cristo es la vida redimida de los pecadores.

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General OCist

El día final





XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (B)


Lecturas: Daniel 12,1-3; Hebreos 10,11-14.18; Marcos 13,24-32

“El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre” (Mc 13,32).

Esta frase misteriosa de Jesús sobre el momento del fin del mundo, nos deja perplejos. ¿Cómo es posible que no lo sepa el Hijo de Dios? ¿Cómo es posible que entre el Padre y el Hijo exista algo no compartido, no confiado?

Para entender estas palabras deberemos tratar de identificarnos con el sentimiento con el que Jesús las pronunció. Jesús siempre ha hablado bien del Padre, ha anunciado siempre su bondad. Y siempre ha enseñado y testimoniado una confianza total en el Padre. Cristo nos invita siempre a fiarnos del Padre por encima de cualquier apariencia, con la conciencia de que ni uno solo de los cabellos de nuestra cabeza es indiferente a su atención amorosa hacia nosotros. También aquí, en estas palabras misteriosas sobre el fin del mundo, debemos por lo tanto percibir la confianza con la que Jesús las expresa y que nos quiere comunicar.  

“El día y la hora nadie lo sabe, (…), sólo el Padre.”
El Padre sabe. El Padre conoce el día y la hora del fin del mundo, de la Parusía. El Padre conoce nuestro destino, el destino del mundo, de toda la humanidad. Cierto, “el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán” (Mc 13,24-25). Pero todo esto lo sabe el Padre, todo esto no consistirá solamente en acontecimientos oscuros, sin control, caóticos, todo esto estará incluido en la voluntad y el conocimiento del Padre, todo esto será un tiempo de Dios, una hora de Dios, un acontecimiento conocido, y, por lo tanto, dominado por un Padre bueno.

Si Jesús afirma no conocer ni siquiera Él este momento no es porque no pueda conocerlo, o le haya sido ocultado por el Padre, sino porque Jesús no siente la necesidad de saberlo, porque Jesús se fía totalmente del Padre. Para Jesús, fiarse del Padre es mucho más importante que saber cuándo quiere el Padre cumplir su voluntad. Jesús es consciente de que sabe y entiende más fiándose del Padre que conociendo todo. Su confianza en el Padre le permite conocer cada cosa conociendo la bondad y providencia con la que actúa el Padre.

Esta es la confianza que Cristo nos quiere transmitir. Jesús nos quiere dar su mirada sobre la historia del mundo y sobre nosotros mismos, una mirada de fe que no ve solo el límite y el fin del tiempo, sino su cumplimiento en el proyecto del Padre y en la manifestación total del Hijo a su vuelta en la Parusía.

“El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán” (Mc 13,31).
Las palabras de Cristo no pasan porque Él es en persona la Palabra, el Verbo que existía “en el principio”, y “por el que todo fue hecho” (Jn 1,1.3).
Todo será redimido, recreado, renovado por Él al final de los tiempos. El final de los tiempos, en efecto, coincidirá con su venida: “cuando veáis que sucede esto, sabed que [el Hijo del hombre] está cerca, a la puerta” (Mc 13,29). Cuando todo parezca terminar, estará aún más cercano y presente Aquél que renueva todas las cosas y que, por lo tanto, dará al mundo la gracia de un comienzo eterno. Jesús describe el fin de los tiempos como el momento en el que podrá llevar a cumplimiento la creación y la redención del mundo y, por lo tanto, la misión que ha recibido del Padre desde el principio. Como en la Cruz, todo se cumplirá en la obediencia del Hijo a los designios del Padre. Todo será un “sí” de Cristo a los designios del Padre.

Esta renovación ya ha sido iniciada. Ha sido iniciada con la muerte y resurrección del Señor. La Parusía llevará a cumplimiento lo que ya se ha realizado con la obediencia y la glorificación de Cristo, esto es lo que ya se cumple en los que en la fe aceptan con Cristo y en Cristo el designio del amor del Padre. En la fe, nuestra libertad ha recibido el don de poder participar en la renovación final del mundo, en el cumplimento de la historia en el Reino de Dios. Porque lo que da cumplimiento al tiempo, a la historia y a toda vida no es el final, sino el abandono obediente y confiado del Hijo al designio del Padre. Cuanto más participemos, como María y los santos, en la obediencia filial y confiada de Cristo, más contribuiremos al buen cumplimiento en Cristo del tiempo y de la historia.

De este modo, la fe con que Jesús acepta el designio del Padre nos permite ver en los signos del final de los tiempos, que en el fondo se manifiestan continuamente en toda vida humana, los signos de la plenitud. En el Evangelio de hoy, Jesús nos invita a mirar con realismo los signos de la finitud y fragilidad del mundo y de nuestra vida, no para que crezca en nosotros el temor sino la confianza en el Padre. Las heridas y el límite de toda vida no son todo su horizonte, porque son conocidas por el Padre. Como escribe san Juan en su primera carta: “Si nuestro corazón nos condena, Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo” (1 Jn 3,20). Todo lo que hiere nuestro corazón, como el pecado y la muerte, es conocido y abrazado por un Corazón más grande que el nuestro, por un amor más grande. Más allá del límite, más allá del fin de la historia y de la vida, más allá de nuestra miseria, no está la nada, sino el Corazón del Padre que conoce y ama todo.

Esto es lo que debemos saber, y no otra cosa. Como Jesús. Quien conoce en la fe el Corazón de Dios, conoce el destino bueno de todo, por encima de todo, infinitamente más real y cercano a nuestro corazón que todos nuestros miedos.

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad  General OCist

11/11/12

Propiedad de Dios



XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (B)


Lecturas: 1 Re 17,10-16; Heb 9,24-28; Marcos 12,38-44

El corazón lleno de compasión de Jesús lo hacía especialmente atento a las personas más probadas por la vida. Entre estas, las viudas eran las más expuestas a la amenaza de la miseria, de la exclusión, de la explotación por parte de los poderosos. No es una casualidad que el Evangelio de Lucas, el más expresivo de la compasión misericordiosa de Jesús, sea en el que la figura de las viudas aparezca más a menudo, entre los episodios más conmovedores de la vida del Señor. Nos encontramos a Ana, la viuda que acoge al niño Jesús en el Templo (Lc 2,36-38); encontramos a la viuda de Naín, que conduce a la tumba a su hijo único al que Jesús resucita (Lc 7,11-15); encontramos la parábola de la viuda que obtiene justicia del juez inicuo con su insistencia, y que Jesús presenta como modelo de oración a imitar para obtener todo de Dios, como modelo de la fe que el Hijo del hombre querría encontrar en la tierra cuando vuelva al final del mundo (Lc 18,1-8).

El episodio del Evangelio de este domingo es común en Marcos y Lucas. También en este episodio la figura de la viuda es vista por Jesús como un modo ejemplar de estar ante Dios. Por esto Jesús la ve, la admira y llama sobre ella la atención de sus discípulos, que seguramente no notaban este detalle, para hacerles prestar atención a lo que esta viuda había hecho y a lo que significaba su gesto: “Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.” (Mc 12,41-44)

Como los discípulos de aquel día, debemos dejarnos interpelar por este episodio, porque Jesús nos anuncia en él la verdad de nuestra vida y de nuestra relación con el Padre. Si el Maestro nos llama a ver en esta viuda una maestra de vida, no podemos desaprovechar esta posibilidad de entender y crecer en el sentido de nuestra vida en Cristo.

La viuda va al Templo para presentarse a Dios. Para ella la ofrenda al tesoro del Templo no es una cuestión económica, sino un gesto con el que expresar el significado de Dios en su vida, un gesto para expresar su fe. Viene al Templo con todo lo que tiene: dos moneditas. En aquellas dos moneditas estaba el alimento que habría podido comer, u otros bienes de extrema necesidad que se habría podido comprar. En estas dos moneditas se encontraba toda su posibilidad de tener en la mano su pobre existencia. Probablemente no hubieran sido suficientes para conseguir una sola comida.

Echando estas dos monedas en el tesoro del Templo, la viuda muestra un gesto simbólico y real al mismo tiempo, con el que pone toda su vida en las manos de Dios. Sabe que aquellas monedas no valen nada, y sabe que su vida tampoco vale nada para el mundo, porque está sola, porque no tiene a nadie que piense en ella, ninguno que se preocupe de que pueda vivir y ser feliz. Ninguno, a excepción del Señor. Su fe intuye que el Dios Altísimo tiene el poder y el amor de pensar en ella, de querer que ella viva y sea feliz. Con su gesto, la viuda confiesa que Dios es Padre, que Dios es Amor, y que solo Él puede garantizarnos la vida y la alegría que ansía nuestro corazón. Por esto, con su gesto, la viuda expresa su amor por este Dios, un amor grande porque lo ama sin pensar en sí misma, lo ama con toda su vida, con todo lo que tiene para vivir. Sabe también que si por esto muriese de hambre, su vida ya estaría en sus manos de Padre misericordioso. Echando en el tesoro todo lo que tenía para vivir, esta mujer ha confiado a Dios su vida y su muerte. Dios es más grande que la medida en que nuestras manos quisieran contener lo que somos, lo que valemos, el sentido y los límites de nuestra existencia. Confiada a Él, la vida que en nuestras manos solo vale dos monedas, se convierte en eterna, porque la eternidad es el valor que toda persona tiene a los ojos y en el corazón del Padre.

¿Todo esto no debería ser expresión de la consagración religiosa, de la vida monástica? ¿No debería ser la conciencia madura que todo cristiano debería tener de su bautismo, el sacramento que nos identifica con la pertenencia total de Cristo al Padre en el don del Espíritu?

Si a menudo no vivimos así lo que Cristo nos concede ser, si no vivimos la pertenencia al Señor con la libertad total de esta viuda, es porque somos como los ricos que Jesús observa que echan muchas monedas en el tesoro del Templo. Jesús ve que dan mucho, pero nunca todo. Su ofrenda es de lo que tienen, pero no lo que son. Su ofrenda a Dios no coincide con su vida, con su corazón, con lo que son.

Jesús no pretende que la ofrenda sea pura, santa. La viuda ofrece toda su miseria. Los ricos no lo hacen. No dan todo, no tanto porque no echan todas sus riquezas, sino porque no dan toda su miseria al Padre, no dan a  Dios toda su necesidad de vida y de felicidad. Piensan que su vida y felicidad está garantizada por las riquezas que tienen en casa, en sus tesoros, y no sienten la necesidad de confiarse al Señor. No viven de fe. Su seguridad está puesta en sus riquezas, no en la confianza en Dios.

En la viuda pobre que ofrece todo, Jesús no reconoce solamente la posición humana más auténtica ante Dios. Se reconoce también a sí mismo, su confiarse al Padre. En el gesto de la viuda que da todo lo que tiene para vivir, Jesús ve como una profecía de su ofrenda total sobre la Cruz, una profecía de la Eucaristía en la que toda la miseria humana puede ofrecerse con Cristo al Padre para llegar a ser Cuerpo y Sangre del Hijo y Redención del mundo.

La descripción del sacrificio de Cristo que nos ofrece la primera lectura sacada de la carta a los Hebreos nos permite comprender en qué medida Jesús pudo ver este reflejo anticipado del misterio pascual en la ofrenda al Templo de la pobre viuda: “él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.” (Heb 9,26)

La perfección del don de nuestra vida en Cristo, de nuestro confiarnos a Dios que nos salva, es una gracia que nos pide ofrecer al Padre solo la totalidad de nuestra miseria.

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General OCist

28/8/12

Capítulo sobre la Regla de San Benito-CFM-2012




Capítulo sobre la Regla de San Benito-CFM-Roma 23.08.2012

Comenzamos la serie de los Capítulos con los que trataré de acompañaros durante este mes de escucha, de estudio, de comunión fraterna en la oración y en la convivencia diaria. La vida consagrada a Dios en la fraternidad, necesita una educación constante, una llamada constante, una profundización constante de su sentido y valor, una continua corrección y, una siempre renovada llamada a la conversión. En la vida para Dios en comunidad estamos siempre en camino. Lo importante es no cerrarse, no creerse ya llegados al final. Nuestra vocación nos pide una continua conversión, porque la vida a la que nos llama el Señor no es un simple desarrollo natural de lo que somos, sino que es una vida nueva en Él, la vida de Cristo en nosotros. Como dice san Pablo: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20).

Visitando tantos monasterios y encontrándome con tantos monjes y monjas en el mundo entero, tengo la impresión de que, a menudo, nos engañamos pensando poder vivir la vocación, seguir a Cristo, sin conversión, sin tener que cambiar, verdadera y sustancialmente, nuestra persona y nuestro modo de vivir.
Sabéis que una de las tres promesas, de los tres votos, que hacemos en la Profesión según la Regla de san Benito, es el de la “conversatio morum”, además de la obediencia y la estabilidad (RB 58,17). Conversatio es un término difícil de traducir. Quiere decir, modo de vida, especialmente, modo de vida monástico, con una dimensión comunitaria que implica una conversión de nosotros mismos, de nuestro corazón y de nuestra vida. San Benito nos pide, más que convertirnos, empeñarnos en hacer en el monasterio el camino según la Regla, que nos convierte a una vida nueva, a la vida de Cristo en nosotros.

Esto quiere decir que no se es monje o monja maduro si no se acepta recorrer un camino de conversión durante toda la vida en el monasterio, en la comunidad. Nuestro hombre viejo está llamado a morir para dejar nacer, crecer y vivir el hombre nuevo (cfr. Efesios 4, 20-24).
Esta disponibilidad a la conversión de vida y a la vida de conversión se pide a todos los bautizados, pero específicamente a los religiosos, llamados a vivir el bautismo de modo radical al servicio de la santificación de todo el pueblo de Dios.

Pongo el acento sobre estas cosas porque con frecuencia veo justamente lo contrario. Hay monjes y monjas que parecen haber hecho la Profesión de terminar el proceso de su vida de conversión el día de la Profesión solemne. En el momento de prometer solemnemente hacer un camino de conversión hasta la muerte, se sienten ya llegados al final. Es como si después ya no fuese necesario para ellos cambiar, crecer, ser corregidos, hacer progresos de vida nueva. Es como si el “hombre nuevo” que ha comenzado a vivir durante los años de noviciado y de formación se hubiese jubilado enseguida en el momento en el que, sin embargo, debería vivir y ser fecundo en alegría y gratuidad.

¿Por qué sucede esto? Creo que el verdadero problema debemos buscarlo en la pregunta que os presentaba ayer en la homilía: “¿Jesús es de verdad para mí la máxima alegría? ¿De verdad es la alegría de mi vida? (…) ¿Verdaderamente es Cristo lo más querido en nuestra vida? (cfr. RB 5,2)” (Homilía de apertura del CFM, 22.08.2012).

La disponibilidad para la continúa conversión, la disponibilidad para seguir un camino de conversión de vida, depende de nuestra alegría. Si uno comienza a escalar una montaña, estará en camino hasta la cima solamente si pone su alegría en la cima. Si la coloca en una etapa intermedia, se detendrá, no avanzará más. Pero el problema es que la alegría verdadera de nuestro corazón es siempre más grande que nuestros objetivos inmediatos. Cristo es una cima de nuestra vida y de nuestra alegría que nos es dada en cada etapa del camino, pero con la condición de continuar caminando para seguirlo hasta el final, hasta la plenitud de la alegría y de la vida.

A menudo nos detenemos en el camino de la conversión porque creemos que nos basta con un cambio exterior, superficial. Creemos ser felices cambiando solamente lo que está fuera de nosotros, pero esto no es lo que renueva la vida, lo que la cambia, lo que la hace plena. 

En la parábola del hijo pródigo y del padre misericordioso de Lucas 15,11-32, el hijo más joven piensa encontrar la felicidad precisamente marchando, dejando al padre, al hermano, la casa, su país. Pero después se da cuenta de que esto no le ha hecho feliz, más aún: se ha vuelto más pobre, más triste, más solo. Se encuentra viviendo con los cerdos y, en el fondo, se hace como ellos, deseando comer por lo menos lo que comen los cerdos.
Pero también el hijo mayor de esta parábola busca la felicidad solo en lo que cambia exteriormente. Piensa que sería feliz si pudiera festejar con los amigos, si tuviese un cabrito de vez en cuando para hacer una fiesta, si no tuviese que trabajar tanto... Pero no es feliz.
El padre le responde recordándole que el único cambio en su vida que puede traerle la alegría no es el que cambien las circunstancias, sino la conversión de su corazón a la alegría de encontrar a su hermano, que es la alegría del padre, la alegría del amor del padre. Una alegría que implica, por lo tanto, una conversión del hermano mayor al amor fraterno. La felicidad es siempre el fruto de un cambio de nuestro corazón. “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto con vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”(Lc 15,31-32).
El padre invita al hijo mayor a convertirse a la alegría convirtiéndose al amor.

“Hijo, tú siempre estás conmigo”: el verdadero motivo de nuestra alegría está “siempre con nosotros”, y este es un motivo más fuerte y estable que los cambios superficiales, y no depende de ellos. Pero es necesario que nuestro corazón se convierta de la alegría efímera de comer un cabrito con los amigos, a la alegría del padre de encontrar y perdonar a su hijo. La alegría no depende de lo que conseguimos coger y tener, sino de lo que nos es dado y que acogemos como don, incluso si es un don que nos quita alguna cosa, como el regreso del hermano menor ha quitado al hermano mayor otros bienes materiales que le habrían correspondido.

San Benito quiere guiarnos en este camino de conversión constante hasta la verdadera alegría en el amor filial y fraterno. Trataremos en estos días de ayudarnos a dejarnos guiar por él en este camino.

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori OCist

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