30/11/12

El día final





XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (B)


Lecturas: Daniel 12,1-3; Hebreos 10,11-14.18; Marcos 13,24-32

“El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre” (Mc 13,32).

Esta frase misteriosa de Jesús sobre el momento del fin del mundo, nos deja perplejos. ¿Cómo es posible que no lo sepa el Hijo de Dios? ¿Cómo es posible que entre el Padre y el Hijo exista algo no compartido, no confiado?

Para entender estas palabras deberemos tratar de identificarnos con el sentimiento con el que Jesús las pronunció. Jesús siempre ha hablado bien del Padre, ha anunciado siempre su bondad. Y siempre ha enseñado y testimoniado una confianza total en el Padre. Cristo nos invita siempre a fiarnos del Padre por encima de cualquier apariencia, con la conciencia de que ni uno solo de los cabellos de nuestra cabeza es indiferente a su atención amorosa hacia nosotros. También aquí, en estas palabras misteriosas sobre el fin del mundo, debemos por lo tanto percibir la confianza con la que Jesús las expresa y que nos quiere comunicar.  

“El día y la hora nadie lo sabe, (…), sólo el Padre.”
El Padre sabe. El Padre conoce el día y la hora del fin del mundo, de la Parusía. El Padre conoce nuestro destino, el destino del mundo, de toda la humanidad. Cierto, “el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán” (Mc 13,24-25). Pero todo esto lo sabe el Padre, todo esto no consistirá solamente en acontecimientos oscuros, sin control, caóticos, todo esto estará incluido en la voluntad y el conocimiento del Padre, todo esto será un tiempo de Dios, una hora de Dios, un acontecimiento conocido, y, por lo tanto, dominado por un Padre bueno.

Si Jesús afirma no conocer ni siquiera Él este momento no es porque no pueda conocerlo, o le haya sido ocultado por el Padre, sino porque Jesús no siente la necesidad de saberlo, porque Jesús se fía totalmente del Padre. Para Jesús, fiarse del Padre es mucho más importante que saber cuándo quiere el Padre cumplir su voluntad. Jesús es consciente de que sabe y entiende más fiándose del Padre que conociendo todo. Su confianza en el Padre le permite conocer cada cosa conociendo la bondad y providencia con la que actúa el Padre.

Esta es la confianza que Cristo nos quiere transmitir. Jesús nos quiere dar su mirada sobre la historia del mundo y sobre nosotros mismos, una mirada de fe que no ve solo el límite y el fin del tiempo, sino su cumplimiento en el proyecto del Padre y en la manifestación total del Hijo a su vuelta en la Parusía.

“El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán” (Mc 13,31).
Las palabras de Cristo no pasan porque Él es en persona la Palabra, el Verbo que existía “en el principio”, y “por el que todo fue hecho” (Jn 1,1.3).
Todo será redimido, recreado, renovado por Él al final de los tiempos. El final de los tiempos, en efecto, coincidirá con su venida: “cuando veáis que sucede esto, sabed que [el Hijo del hombre] está cerca, a la puerta” (Mc 13,29). Cuando todo parezca terminar, estará aún más cercano y presente Aquél que renueva todas las cosas y que, por lo tanto, dará al mundo la gracia de un comienzo eterno. Jesús describe el fin de los tiempos como el momento en el que podrá llevar a cumplimiento la creación y la redención del mundo y, por lo tanto, la misión que ha recibido del Padre desde el principio. Como en la Cruz, todo se cumplirá en la obediencia del Hijo a los designios del Padre. Todo será un “sí” de Cristo a los designios del Padre.

Esta renovación ya ha sido iniciada. Ha sido iniciada con la muerte y resurrección del Señor. La Parusía llevará a cumplimiento lo que ya se ha realizado con la obediencia y la glorificación de Cristo, esto es lo que ya se cumple en los que en la fe aceptan con Cristo y en Cristo el designio del amor del Padre. En la fe, nuestra libertad ha recibido el don de poder participar en la renovación final del mundo, en el cumplimento de la historia en el Reino de Dios. Porque lo que da cumplimiento al tiempo, a la historia y a toda vida no es el final, sino el abandono obediente y confiado del Hijo al designio del Padre. Cuanto más participemos, como María y los santos, en la obediencia filial y confiada de Cristo, más contribuiremos al buen cumplimiento en Cristo del tiempo y de la historia.

De este modo, la fe con que Jesús acepta el designio del Padre nos permite ver en los signos del final de los tiempos, que en el fondo se manifiestan continuamente en toda vida humana, los signos de la plenitud. En el Evangelio de hoy, Jesús nos invita a mirar con realismo los signos de la finitud y fragilidad del mundo y de nuestra vida, no para que crezca en nosotros el temor sino la confianza en el Padre. Las heridas y el límite de toda vida no son todo su horizonte, porque son conocidas por el Padre. Como escribe san Juan en su primera carta: “Si nuestro corazón nos condena, Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todo” (1 Jn 3,20). Todo lo que hiere nuestro corazón, como el pecado y la muerte, es conocido y abrazado por un Corazón más grande que el nuestro, por un amor más grande. Más allá del límite, más allá del fin de la historia y de la vida, más allá de nuestra miseria, no está la nada, sino el Corazón del Padre que conoce y ama todo.

Esto es lo que debemos saber, y no otra cosa. Como Jesús. Quien conoce en la fe el Corazón de Dios, conoce el destino bueno de todo, por encima de todo, infinitamente más real y cercano a nuestro corazón que todos nuestros miedos.

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad  General OCist

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