26/8/11

Capítulo sobre la Regla de San Benito - 2012




Capítulo sobre la Regla de San Benito-CFM-Roma 23.08.2011

¿Dónde empieza la Regla de san Benito? O, más bien, ¿cuál es el punto en el que cada uno de nosotros puede comenzar verdaderamente a seguir el camino de vida que san Benito propone?

Cada uno de nosotros ha entrado en el monasterio, diría que por puertas diversas, atraído por diferentes aspectos, según la historia de cada uno, el temperamento de cada uno, y, también, los gustos de cada uno. Hay quien entra porque se siente atraído por la liturgia, o por un monje o monja concretos, o por la actividad a la que se dedica el monasterio, o por la comunidad, o por el lugar. Psicológicamente, es muy difícil reconocer qué nos mueve verdaderamente a abrazar una vocación; es mejor así, porque, a menudo, Dios se sirve de la psicología de una persona para atraerla o empujarla a una elección de vida;  sin embargo, no es aquel motivo el que permite la perseverancia, y cuando quizá uno se da cuenta de que un cierto matiz psicológico de su persona, también negativo, es lo que le ha impulsado a entrar, suele ocurrir con frecuencia que no es por esto por lo que se ha quedado, por lo que ha continuado el camino, sino que otras razones o experiencias, más verdaderas, más libres y maduras, han entrado en juego en la vida y en la conciencia de la persona para fundamentar y reforzar su vocación.

También san Benito, cuando deja Roma para no “ensuciarse” con el mundo, cuando se marcha junto con su nodriza, cuando la deja, cuando se retira de todo y de todos en una gruta, hasta perder la noción del tiempo, de forma que no sabe ni siquiera cuándo es Pascua, cuando se lanza desnudo en medio de las ortigas, y se descuida hasta el punto de que quien lo encuentra cree que es un “yeti”, no sé si todo esto era tan puro y libre desde el punto de vista de la vocación… Pero Dios se ha servido de todo para formar aquella joya de equilibrio y armonía humana y religiosa que es la Regla.

Y en la Regla, Benito ofrece algunos puntos de verdad y libertad en la elección de nuestra vocación que casi ninguno vive en el comienzo, sino a través de los cuales, antes o después, debemos pasar para entrar verdaderamente, o reentrar, en el camino y en la experiencia que Dios desea de nosotros llamándonos al monasterio. El Prólogo de la Regla, como todos los prólogos respetables,  se ha escrito probablemente al final de la misma Regla; pero, precisamente por esto, han salido a la luz, de forma más madura, algunos aspectos esenciales para acercarnos siempre de forma nueva a la verdad de nuestra vocación, incluso si somos monjes y monjas desde hace muchos años.

El primer aspecto que quiero resaltar hoy, que también es el primero que se encuentra en el texto, es como un vuelco de la concepción instintiva que tenemos de nuestra libertad.

“Escucha, hijo, los preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica,  para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios, del que te habías alejado por tu indolente desobediencia.” (Pról. 1-2)

La tentación de todo ser humano, que nos viene del pecado original, es la de buscar la propia libertad alejándose de cualquier dependencia. Es la tentación adolescente de querer vivir la propia libertad y, por tanto, la propia vida, sin padres y sin maestros. La tentación de conocer la verdad sin aprenderla, y de vivir sin ser generados. La pretensión de ser libres sin obedecer, sin escuchar y sin seguir.

Para salir de esta desviación, no solo de nuestro comportamiento, sino de nuestra naturaleza humana, porque el ser humano está hecho estructuralmente para crecer y madurar escuchando y siguiendo a quien es más grande y maduro que él, para salir de esta desviación, san Benito no nos dice primeramente que volvamos a la Regla, sino que volvamos con el corazón y con la vida a un padre y maestro, que volvamos a alguien que sea padre y maestro.

El fin último es, ciertamente, el de volver a Cristo, el verdadero Padre y Maestro de nuestra vida,  pero en el conjunto de la Regla se comprende que la vuelta a Cristo pasa por la mediación del abad y de quien en el monasterio hace antes que nosotros la experiencia de la bondad y de la verdad. En los capítulos sobre el abad, Benito insiste en que sea verdaderamente padre y maestro de los monjes. Y desde estos primeros versos del Prólogo se instituye que se vuelva al maestro atraídos y acogidos por la misericordia de un padre, de un “pius pater”, o de una madre. Se debe volver a un padre bueno, pero que también “amoneste”, es decir, que sepa instruir y guiar el camino de quien regresa a casa.

Detrás de estas imágenes y de estos términos, se trasluce de forma evidente la parábola del hijo pródigo y del padre misericordioso de Lucas 15,11-32. Si meditáis aquella parábola, veréis que el padre no solo es bueno, sino que también instruye a sus hijos, les da una enseñanza sobre las razones de su bondad, sobre el por qué de sus elecciones y del camino que propone. 

Creo que es bueno subrayar que esta vuelta que nos hace entrar en la vida monástica no es solo para los comienzos, sino que debe siempre renovarse. Nuestra primera conversión debe ser siempre aquella con la que decidimos ser discípulos de un padre. Y san Benito nos hace comprender que esta conversión, y lo dirá explícitamente en seguida, depende mucho del abad. Es el abad el que debe ofrecer a los hermanos el espacio de la caridad, de la misericordia, de la bondad que los pueda atraer y hacer volver sin miedo a una situación de crecimiento y no de disminución o regresión. Pero tampoco esto basta. Esta bondad, esta caridad, debe ofrecer también la verdad, la corrección y, sobre todo, los juicios y la doctrina de la sabiduría que permitan madurar con verdadera decisión y libertad.

Entramos verdaderamente en comunidad, en el camino de nuestra vocación, cada vez que nos decidimos de nuevo a vivir un discipulado filial, ser hijos y discípulos, cada vez que regresamos para escuchar con fe al padre y maestro que Dios nos da para hacernos crecer y avanzar.


Capítulo sobre la Regla de San Benito II–CFM- Roma 24.08.2011


Decía ayer que el Prólogo de la Regla saca a la luz algunos aspectos esenciales para llegar siempre de nuevo a la verdad de nuestra vocación. Lo primero que he subrayado es el buscar y acoger en el monasterio el padre y maestro que nos permita crecer y caminar en el discipulado filial.

Poco después, san Benito insiste mucho sobre otro aspecto: la oración: “Ante todo, cuando te dispones a realizar cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente y apremiante que él la lleve a término,  para que, por haberse dignado contarnos ya en el número de sus hijos, jamás se vea obligado a afligirse por nuestras malas acciones” (Pról. 4-5).

Esta recomendación inicial de la Regla, nos recuerda que nuestra conversión, nuestro regreso de nuestra miseria a la vida filial en la casa del Padre, es para nosotros una obra imposible. Al hombre le es imposible volver a Dios por sus propias fuerzas; al hombre le es imposible cambiar por sí solo; al hombre le es imposible salvarse sin la gracia de Dios. Porque salvarse quiere decir convertirse plenamente en hijo de Dios. Y esto supera nuestras posibilidades. Ningún hombre puede con sus solas fuerzas dar el salto ontológico del ser simplemente hombre a ser hijo de Dios. Porque es esto lo que nos propone el camino de la Regla: la conversión del estado de alienación de Dios, de alejamiento de Dios (cfr. Pról. 2), a la condición de hijo de Dios. En esto, todo el camino de la Regla no hace sino hacernos vivir hasta el fondo el misterio de nuestro bautismo.

Dios quiere hacernos hijos suyos, pero con dos condiciones: que lo queramos y que le dejemos hacer a Él. Estas dos condiciones se expresan y resuelven en la oración: la petición insistente expresa justamente la conciencia de aquello que somos y de aquello que estamos llamados a ser. Somos impotentes para llegar a ser hijos de Dios; estamos llamados a serlo; solo Dios puede realizarlo. Por lo tanto, nuestra posición justa es la de pedirlo al Señor, pedirle insistentemente a Dios que realice Él esta obra imposible.

San Benito no complica demasiado su enseñanza sobre la oración, porque para él lo esencial es la oración de petición, la que insiste para convencer a Dios y, sobre todo, a nosotros mismos que queramos verdaderamente que Él actúe, que Él intervenga, que Él realice todo lo que nos es imposible. En esto, Benito es educado principalmente por la súplica y la fe expresada en los Salmos: Al Señor “No le agrada el vigor de los caballos, ni estima los jarretes del hombre. El Señor ama a los que lo temen y a los que esperan en su misericordia” (Sal 147,10-11).

La gran obra de nuestra vida, la obra esencial, es, así pues, la de llegar a ser cada vez más hijos de Dios por la gracia; es decir, adherirnos siempre más profunda y realmente a Jesucristo.

“Después de habernos hecho el don de ser sus hijos, no deba un día entristecerse por nuestro mal comportamiento”. San Benito nos dice que ya hemos recibido la gracia de ser hijos de Dios, gracias a la muerte y resurrección de Cristo, gracias al bautismo, al don del Espíritu Santo, pero esta gracia debe como conquistar toda nuestra vida, en el tiempo, en sus distintas dimensiones, en todas las circunstancias y encuentros que progresivamente vengan a componerla, a construirla. La Regla nos acompaña en este camino de asimilación progresiva, cada vez más profunda y totalizadora, de la gracia de ser hijos de Dios en Cristo por el Espíritu.

¿Y cómo se avanza en la vida siendo cada vez más hijos de Dios? Pidiendo y recibiendo la vida, en todos sus matices, como un don de Dios, como una generación de Dios Padre en nosotros. Como dice el Salmo 2: El Señor “me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. Pídemelo…” (Sal 2,7-8).

“Ante todo, cuando comiences cualquier obra buena, pide insistentemente a Dios en la oración que Él mismo la lleve a término…”
La perseverancia e insistencia en la petición hace progresar en nosotros la gracia de la filiación divina. Dios tiene en sus manos el inicio y el cumplimiento de todo. Nuestro Dios no es una divinidad pagana que lanza las cosas sin ocuparse más de ellas. Dios comienza por cumplir, y cumplir Él. No somos nosotros los que comenzamos, y aún menos somos los que llevamos la obra a término. Nuestro verdadero trabajo es el de pedir el cumplimiento de todo lo que comienza en nuestra vida.

“Ante todo, cuando comiences cualquier obra buena, pide insistentemente a Dios en la oración que Él mismo la lleve a término…”
¡Cuántas cosas buenas comenzamos en nuestra vida! Encuentros, acontecimientos, intereses, estudios, amistades, obras… Y es normal que deseemos la duración y el cumplimiento de cada cosa buena que comenzamos, un cumplimiento eterno, porque, si una cosa es bella y buena, querremos que no termine nunca, que no muera jamás. Pero, instintivamente, cuando deseamos que una cosa buena dure y no termine jamás, comenzamos a manipularla, a hacer de todo para garantizarnos la duración de la misma. Y actuando de este modo destruimos con frecuencia desde el comienzo lo que Dios, sin embargo, nos está dando para siempre. Pensad, por ejemplo, en cuantas relaciones afectivas se acaban apagando y destruyendo de este modo. O quizá, a menudo abandonamos en los comienzos muchas cosas buenas porque pensamos que somos nosotros los que debemos llevarlas a término y nos damos cuenta que somos incapaces, que el interés y el entusiasmo va disminuyendo en nosotros. Y así, a fuerza de destruir cosas buenas, o de abandonarlas, es nuestra misma vida, obra buena de Dios por excelencia, la que abandonamos y arruinamos.

San Benito ama mucho nuestra vida, su plenitud, porque no nos da consejos morales, sino que nos da un consejo esencial, el único eficaz. Pedir con insistencia, implorar con “instantissima oratione”, es decir, siempre, en cada instante y en cada circunstancia, que Dios lleve a su cumplimiento, a su plenitud y perfección, todo lo que de bueno se inicia en nuestra vida, y, por tanto, la vida misma. Es el único trabajo que nos pide, el único que vale la pena emprender, el único trabajo que podemos siempre retomar; porque, pedir, mendigar, es un trabajo de los pobres, de los míseros, o, mejor aún, de los niños, es decir, de quien se sabe incapaz de realizar por sí solo la vida. Pero, precisamente por esto, porque el cumplimiento de la vida es llegar a ser hijo de Dios, el trabajo de pedir es ya un misterioso cumplimiento de nuestra existencia (véase continuación aquí)
P. Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General O.Cist.




18/2/11

Individuo y Comunidad


INDIVIDUO Y COMUNIDAD


     Me habéis pedido que medite junto con vosotros sobre la relación entre individuo y comunidad, sobre la importancia de la vida comunitaria en la vida religiosa. La necesidad de reflexionar sobre este tema proviene también del hecho de que la relación entre el religioso y su comunidad parece ser cuestionada por el Estado que, en distintas situaciones, no tiene en cuenta la pertenencia a comunidades de vida, sobre todo cuando se trata de comunidades religiosas.

Un problema de siempre

      Pero el problema de la dificultad de relación entre los individuos y las comunidades a las que pertenecen, ¿nace verdadera y principalmente de la actitud de las instancias civiles, de la cultura laica que nos rodea, de la sociedad post-cristiana en la que estamos inmersos? Esta es la impresión que tenemos. Sin embargo, si miramos hacia atrás en el tiempo, a través de los siglos, debemos reconocer que este problema no ha nacido en nuestros días. Podemos encontrar esta misma dificultad en el hombre del siglo XX, del XIX, del XVIII, y así sucesivamente. De este modo, llegaríamos hasta el hombre del siglo sexto, del que tanto se ocupó San Benito, hasta encontrarnos con el hombre de la época de los padres y madres del desierto.

      Escuchad, por ejemplo, este pasaje de una carta de visita de dos abades de la Orden Cisterciense dirigida a mis antepasados de la Abadía de Hauterive en 1486:
 
      "Nunca y en ninguna parte se observa el silencio, como si no estuviese ordenado. No duermen en un dormitorio regular, sino que cada uno tiene su habitación encima de las bóvedas del claustro. Si el monasterio se cerrase por la noche, no podrían salir, pero no lo cierran nunca. No van a cantar en el Coro dando gracias, como es costumbre en la Orden, sino que dan gracias en una especie de cantina, donde comen siempre, no a un solo lado de la mesa, como los religiosos, sino a la manera de los clientes de las tabernas (taberneros) con los familiares y empleados. Por tanto, tienen un refectorio bastante bueno, si se restaurase un poco (...). Los monjes jóvenes del monasterio son ignorantes, rebeldes y muy mal instruidos, sin conocimiento del salterio, de los himnos, de los cánticos, de las antífonas y de otras cosas necesarias; mal disciplinados, no conocen nada de las ceremonias de la Orden. De este mal es causante el abad, que los acepta como monjes antes de que sepan lo que deben saber, y después no lo aprenden jamás, por lo que no dan ninguna esperanza de futuro, ¡a menos que Dios les ayude! (...) El Señor abad es muy mezquino y codicioso: no adora más que al dios dinero. (...) Los monjes poseen cosas, no obedecen porque nadie les manda, el abad es lento y no hay cosa que más le divierta que la avaricia (...). [Sobre la Sarine] pasan todo el tiempo algunos barcos (...) en los que viajan hombres y mujeres de toda clase; y en el monasterio hay una taberna pública, llevada por ciertos religiosos, en los que hay siempre mujeres disolutas y hombres que les conducen y que se baten entre ellos, por lo que nacen muchos escándalos, incluso para los religiosos, por su falta o las faltas de otros; y el monasterio lo mismo, a causa de esta taberna y del barco, que es para todos un camino común y abierto, aunque podría ser de otra forma. ¿Pero quién hace algo? ¡Nadie! "(Texto en latín en: Mélanges à la mémoire du P. Anselme Dimier, Arbois, 1984, pp. 179-181)

      La relación entre el individuo y la comunidad ha sido siempre problemática, siendo amenazada con la disociación. Hay en el hombre una fuerza que parece alejarle de la vida comunitaria. Hoy lo llamamos "individualismo", mientras que nuestros padres hablaban de "singularitas". San Benito explica claramente el tema de la confrontación del hombre y esta tendencia al individualismo en el primer capítulo de su Regla. Si los anacoretas y ermitaños, "formados por una larga probación en el monasterio" y que habían aprendido “con la ayuda de los hermanos a luchar contra el diablo," están preparados para pasar "de la comunidad de los hermanos al combate solitario del desierto -ad singularem pugnam eremi-"(RB 1,3-5), los sarabaítas " viven dos o tres juntos, o incluso solos (singuli), sin pastor, encerrados en su propio rebaño, y no en el del Señor "(RB 1.8).

      Hay una soledad que es la cumbre de la vida comunitaria, que brota como una fruta madura de la vida comunitaria, una soledad que surge del ejercicio y de la experiencia de maduración y de desarrollo de sí misma que la vida común ofrece y pide al individuo.

Ya en Jerusalén

      Pero para comprender mejor estas afirmaciones tan claras y nítidas de San Benito, retrocedamos en el tiempo y en la historia de la tensión entre individuo y comunidad, para llegar a la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén. El primer problema interno en la comunidad, el primer escándalo dentro de la Iglesia de Cristo, y la primera manifestación del individualismo que llegó a herir la comunión, la encontramos en el episodio del fraude de Ananías y Safira.

      Esta escena describe un poco del pecado original en la Iglesia que acaba de ser animada por el Espíritu de Pentecostés. Un pecado original que, una vez más, es perpetrado por una pareja, y que nos puede aclarar el tema del que tratamos.

      Pienso que encontrar referencias en la Sagrada Escritura de lo que vivimos, de lo que nos ocupa y preocupa hoy en día, es esencial para nosotros, a fin de vivir las circunstancias y los problemas actuales bajo una luz que los esclarezca, permitiéndonos verlos y discernirlos, comprenderlos y, si es posible, hacer algo más que constatarlos, exponerlos, sufrirlos y compadecernos por ello.

      No se trata de hacer fundamentalismo bíblico. El fundamentalismo bíblico se encuentra allí donde la Palabra de Dios se pone en el lugar de la realidad. La Palabra de Dios no es un sustituto de la realidad, sino que la ilumina, por lo que nos ayudará a ver la realidad más nítida, en todas sus dimensiones, en toda su verdad. La acción de la Palabra de Dios en la realidad humana no es la de crear situaciones ideales, fácilmente utópicas, sino suscitar y motivar un movimiento de libertad hacia el bien, que se llama conversión. Una realidad humana juzgada o, mejor, discernida por la Palabra de Dios, se convierte en una realidad frente a la que, y en la cual, la libertad se ve trazada como un camino de conversión, un camino donde el cambio de la realidad comienza y se cumple en el corazón del hombre, en el corazón de la realidad creada

      Así pues, meditemos en el episodio del fraude de Ananías y Safira, que toca muy de cerca nuestro tema.

      La comunión de bienes fue desde el principio de la Iglesia un signo de pertenencia a la comunidad. Como subrayará más tarde san Benito, se trata de pasar del “suyo” al “nuestro” de las “cosas propias” a las “cosas del monasterio” (RB 58,26). El gesto de poner sus bienes a la disposición de la comunidad era un testimonio concreto y real de pertenencia. Las cosas, sobre todo los vestidos, son símbolo de la persona. Dar todos los bienes, despojarse, quería expresar la afirmación de ser completamente para la Iglesia, para el Cuerpo de Cristo, es decir, para el mismo Cristo. Era un signo de pertenencia de la persona y no solo un gesto de sostenimiento de las obras de la Iglesia, y, sobre todo, en los inicios, cuando la obra de la Iglesia era la misma Iglesia, pues los pobres no eran ayudados solamente con dinero, sino que se consideraban los miembros privilegiados del Cuerpo de Cristo. Lo que se les ofrecía era, primeramente, la fraternidad, la pertenencia a la comunidad como respuesta a la necesidad fundamental de la persona, que era la de poder unirse a Cristo Salvador. No era el dinero lo que les traía, sino la pertenencia, y es en esta pertenencia donde se les hacía partícipes también de los bienes materiales.

      La comunión de bienes, siendo un signo, un testimonio de pertenencia a la comunidad cristiana, tenía que ser libre, no obligatoria. Y la Iglesia sabía que la libertad de cada ser humano es siempre el fruto de una maduración, de un camino, y que no se puede improvisar una decisión plena y definitiva. Incluso la decisión plena y definitiva del martirio sangriento es el resultado del viaje misterioso de la fe y el amor que Dios nos da. Esteban se ha entrenado en su compartir diaconal de los bienes y con el testimonio de la predicación, antes de compartir para Cristo y la Iglesia su vida y su sangre.


      La simulación de Ananías y Safira es grave, no porque engaña a la comunidad sobre su generosidad, sino porque engaña con respecto a su libertad de pertenencia a la misma. Han simulado ser totalmente libres de pertenecer completamente a la comunidad. No han querido admitir delante de todos que su libertad estaba aún en camino, que no estaba dispuesta a sacrificarlo todo, que tenían necesidad de tiempo, de la ayuda de la comunidad y de la gracia de Dios para crecer.

     Pertenecer a la comunidad cristiana es necesario para la Salvación, pero esta pertenencia ha de ser libre, y para ser libre debe ser verdadera, real. La mentira destruye la verdad de la libertad y, en consecuencia, de la pertenencia a la comunidad que nos abre al camino de la Salvación.

Pertenencia plena en la Trinidad

      Pero en el episodio de Ananías y Safira, sobre todo en las palabras de Pedro dirigidas a cada uno de los esposos, se nos presenta el sentido último de la cuestión. Pues, hasta aquí se podría creer que la honestidad con relación a la comunidad sería el valor y el criterio máximos de coherencia, de libertad, de verdad. ¿Pero, qué distinguiría a la comunidad cristiana de cualquier grupo sectario o fundamentalista?

      Señalemos que este peligro permanece también, y, sobre todo, para las comunidades cristianas en general y para las comunidades religiosas y monásticas en particular. Cuántas veces la exigencia del sacrificio de lo individual y personal se basa en el valor de la dedicación a la comunidad como tal, a su proyecto de vida, su identidad, su tradición su estilo, la reputación, etc.

      Los problemas de la relación entre individuo y comunidad que hemos mencionado anteriormente, ¿no proceden de una pretensión voluntarista en la que la comunidad se reduce a la estación terminal del camino de la vida, de la vocación, del sentido de la vida de los individuos?

      En efecto, ¿qué dice san Pedro a Ananías y Safira?

      "Pedro le dijo: «Ananías, ¿por qué dejaste que Satanás se apoderara de ti hasta el punto de engañar al Espíritu Santo, guardándote una parte del dinero del campo? ¿Acaso no eras dueño de quedarte con él? Y después de venderlo, ¿no podías guardarte el dinero? ¿Cómo se te ocurrió hacer esto? No mentiste a los hombres sino a Dios»”(Act 5,3-4)." Y a Safira le dijo: «¿Por qué os habéis puesto de acuerdo para tentar así al Espíritu del Señor?»". (Act 5,9).

      En sendos reproches que dirigió a cada uno de los cónyuges, Pedro menciona al Espíritu Santo. Reconduce su acción no a lo que han hecho a la comunidad, sino a lo que han hecho contra el Espíritu Santo. Ananías y Safira no han traicionado y engañado a la comunidad, sino al Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo. Han traicionado y engañado a la Trinidad.

      Esto significa que para Pedro, para los apóstoles, el sentido último de las decisiones que cada persona debe hacer en relación a la comunidad cristiana, las opciones que pueden ser también un sacrificio no están en relación con la comunidad como tal, sino en relación con la comunión de la Trinidad, con el Amor que es Dios, el Amor que une al Padre y al Hijo. El sentido último es la Trinidad, la comunión de las tres Personas divinas, tal y como el Hijo nos la revela y nos hace partícipes de la misma: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo. Permaneced en mi amor "(Jn 15,9).

      Conocer y vivir la comunión trinitaria es el sentido último de cada persona y cada comunidad. Es aquí donde se encuentra el sentido último de cada persona y de cada comunidad. La comunidad cristiana sólo tiene sentido en la medida en que permite al individuo a entrar, por la gracia de Cristo y el Espíritu Santo, en la Comunión trinitaria, origen y fin de todas las cosas, el origen y finalidad del corazón humano, de todo corazón humano.

¿Comunidades abusivas?

      Cuando todo lo que una comunidad ofrece y pide no está al servicio de este origen y fin últimos, se cae, en el fondo, en el abuso. Sólo si se mira siempre a la Comunión Trinitaria como horizonte constante y último de la comunidad, se puede acoger a cada individuo en el respeto de su libertad y, sobre todo, en el respeto del tiempo de crecimiento y maduración que necesita.

      El horizonte de la comunión trinitaria está abierto a nosotros, siempre en Cristo, en el misterio pascual, en el don del Espíritu. "Como el Padre me ha amado, así os he amado. "Está hecho, está cumplido. Pero este horizonte permanece abierto, en la espera paciente de nuestro progreso, de nuestro libre consentimiento, de nuestro regreso, a la casa del Padre. Es un horizonte esencialmente, ontológicamente, misericordioso. El hecho de que se haya abierto por nosotros y para nosotros se debe a que es misericordioso, dispuesto a aceptar incondicionalmente nuestra miseria, nuestra resistencia, nuestro rechazo a la comunión. La Trinidad es paciente en todos los sentidos de la palabra: "sufre" por nosotros en la Pasión del Hijo. Nos "soporta" en la Misericordia del Padre. Nos "compadece" en la gracia del Paráclito.

      Ananías y Safira han blasfemado la comunión trinitaria, ya que simulan un gesto que da a entender que habían alcanzado la perfección de la comunión. Si hubieran dado un céntimo, o nada en absoluto, diciendo: "Todavía no son capaces de vivir la comunión", habrían podido continuar su camino comunitario hasta el final, acompañados y ayudados por la comunidad y la gracia de Dios .

      En este episodio, son ellos mismos los que han abusado de la comunidad. Pero creo que es más útil para nosotros, en la situación actual de la relación de las individuos con nuestras comunidades, el darnos cuenta de que si en muchas ocasiones las comunidades no parecen ser lugares capaces de favorecer el crecimiento y la maduración de los individuos, en la pertenencia y la comunión, esto puede deberse a que exigen la conversión de los mismos demasiado rápidamente, mientras que, paradójicamente, no les exigen hasta el final el fin último, que es la Comunión trinitaria .

      Creo que hoy, el verdadero problema de la relación entre el individuo y la comunidad estriba con frecuencia en nuestra concepción de la comunidad. Sin casi darnos cuenta, tenemos un concepto de la comunidad sutilmente abusivo, abusivo de la libertad de las personas y de su vocación fundamental. Nuestra concepción de la comunidad cristiana es injusta cuando no es trinitaria, cuando el horizonte de lo que nos pedimos a nosotros y a los demás, con relación a la comunidad, no se entiende desde el Origen y el Fin de toda comunión, que es la Trinidad.

La conversión de las comunidades

     Esto significa que, quizás, la primera conversión que se requiere ante las dificultades de relación actuales entre el individuo y la comunidad es la conversión de las comunidades. Antes de reclamar la conversión de los individuos, es necesario que se conviertan las comunidades. En la Iglesia de Cristo, la primera conversión es la de la comunidad, no la de los individuos, porque es el Espíritu el que realiza la conversión de los grupos de fieles reunidos en los lugares de comunión trinitaria. Pentecostés es la primera conversión de la Iglesia, y todas las conversiones individuales son la consecuencia de ésta. Las conversiones y carismas individuales, como en el caso de san Pablo, son llamadas del Espíritu a integrar el Espíritu de Pentecostés, el Cenáculo. Dicho de otro modo: la comunión de los santos es primeramente una santa comunión, adhiriéndose a ella los fieles son santificados a impulsos del Espíritu, que actúa en los sacramentos, en la Palabra y a través de sus dones y carismas.

      En cierto sentido, el individualismo de las comunidades es peor que el de las personas. Porque hay un individualismo de las comunidades que se da cuando una comunidad se encierra sobre su propio proyecto, sea el que sea, a menudo muy religioso y espiritual, en lugar de estar al servicio del plan de Dios, que es el de asociar a todos los hombres en la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.

      Lo que nos hace individualistas es el rechazo, voluntario o inconsciente, de la pobreza de corazón, que consiste en ofrecer a Dios el espacio vacío de nuestra necesidad de Él, de nuestra sed de amor, de la alianza, de la comunión de la que Él es la Fuente. Pero los individuos no pueden captar la belleza de la comunión si las comunidades no les dan esa experiencia y el gusto de la misma. A menudo, complicamos este testimonio deteniendo nuestra atención y la de otros en la propia comunidad, y, sobre todo, en la imagen que queremos que ésta tenga. No permitimos que nuestras comunidades sean transparentes sobre la Trinidad, que sean ventanas por las que pueda surgir una luz diferente a lo que pretendemos.

      ¿Cuál es esta transparencia? Es nuestra pobreza, nuestra pequeñez, nuestra miseria.

      En la primitiva comunidad cristiana, reunida en el Cenáculo, existe un paradigma de dimensión contemplativa de la Iglesia en la pobreza que es tan simple que no lo señalamos nunca y, por tanto, no pensamos en imitarla y cultivarla. "Entonces se volvieron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos, que dista poco de Jerusalén, el espacio de un camino sabático. Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos."(Hechos 1,12-14).

      Esta comunidad, si se mira de cerca, es bastante pobre. No hay más que personas que sólo ahora son verdaderamente conscientes de su miseria, de su mezquindad, de su incapacidad para contar con sus propias fuerzas. María también es consciente de no ser nada sin la gracia de Dios que la llena. Esta pobreza los une y los hace disponibles a la gracia de Dios. La dimensión contemplativa de su asamblea es alimentada e incluso compuso su miseria aceptado y ofrecido.

      Cuando hablamos hoy de "dimensión contemplativa”, pensamos inmediatamente en una espiritualidad abstracta, separada de la vida. Pensamos sobre todo en una dimensión esencialmente individual, privada. Creo que lo que Occidente ha perdido en la época moderna es el ancla de la dimensión contemplativa en la comunidad cristiana, la conciencia de que es sobre todo la comunidad la que es "contemplativa", la que garantiza el acceso al "Templo" de la relación con Dios. De aquí ha surgido la crisis litúrgica de la Iglesia, que no ha comenzado después del Concilio, pues no se trata de una crisis de las formas litúrgicas o rituales, sino de una crisis de la relación entre la piedad personal y la devoción de la Iglesia, entre la oración personal y la oración de la comunidad cristiana. Se podría decir que la crisis está en la ruptura entre la oración en la habitación (cf. Mt 6,6) y la oración del Cenáculo. La puerta cerrada para la oración secreta ya no coincide con la puerta del Cenáculo, donde la presencia del Señor Resucitado llega a atravesar y donde el Espíritu de Pentecostés abre completamente para el testimonio de Cristo en el mundo. Estas dos habitaciones, la habitación secreta, personal, y la habitación superior del Cenáculo, eclesial, comunitaria eucarística, no coinciden más, son dos habitaciones diferentes que se eligen según el gusto y la sensibilidad. Por tanto, una vez más, lo que las unirá será sencillamente el sentido de nuestra pobreza. La única puerta que hará posible la comunicación entre la cámara secreta de nuestro corazón y la habitación alta de la comunión de la Iglesia es nuestra necesidad radical de Dios.

      Si nuestras comunidades fueran principalmente lugares donde estamos juntos para presentar a Dios la pobreza de nuestro corazón, cada individuo se sentiría movido a unirse a nosotros, atraído en su pobreza, que no sabe dónde descansar. Pues el individualismo es la salida que toma ante la miseria de su propio corazón. Toda la sociedad nos impulsa a esta huida, pero a menudo también nuestras comunidades de Iglesia, que parecen pedirnos una fuerza y empuje suplementarios, en lugar de ofrecernos el descanso al que nos invita y atrae Cristo, por la humildad y la dulzura de su Corazón, el descanso de Cristo que es el don del Paráclito.

      El individualismo nos molesta, especialmente a nosotros, los superiores de las comunidades monásticas, que tenemos constantemente ante nuestros ojos a nuestras ovejas. Nos molesta porque sentimos que es un fracaso de nuestra misión de pastores, y vemos el mal que estos hermanos se hacen al elegir esta estéril autonomía.

     Pero, en realidad ¿no es precisamente para esto para lo que ha venido el Hijo de Dios a este mundo? ¿No ha venido a reunir en la unidad de su Cuerpo a los hijos perdidos del Padre en la humanidad entera? ¿No es el individualismo el resurgimiento constante del pecado original, como el orgulloso rechazo del Dios que es comunión? En el individualismo no solo encontramos el orgullo de Adán, que quiere ser dios sin Dios, sino también su miedo y su vergüenza ante su desnudez y su miseria, que lo hacen vulnerable ante un mundo que se le ha vuelto hostil. El individuo individualista al que nos enfrentamos, también en nosotros mismos, es en el fondo el hombre que tiene necesidad de redención, de una liberación de los lazos por los que él mismo se ata a falsas seguridades.

      ¿No deberíamos entonces comenzar por el hecho cristiano como tal? La situación del hombre de hoy, de la Iglesia de hoy, de nuestras Órdenes y comunidades, de nuestros hermanos y hermanas de hoy, ¿no nos pediría, sencillamente, como a cada generación desde hace dos mil años, comenzar por lo que Cristo ha venido a hacer en este mundo, es decir, comenzar por aquello por lo que Él permanece presente y vivo en medio de nosotros?

      La verdadera cuestión, el verdadero reto no es saber resolver los problemas del hombre de hoy, sino ofrecerle el acceso a la Salvación, al Salvador. ¿Y cómo sino descubriéndole presente en medio de nosotros como Él prometió: "Cuando dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20).

     “Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»"(Mt 28,16-20).

      ¡Postrados ante el Resucitado con nuestras dudas! ¿No es quizá un poco nuestra actitud? Pero Él se acerca aún más a nosotros y pone todas nuestras preguntas en sintonía con su poder y su presencia, base para iluminar y dar energía a la misión de la Iglesia, y la nuestra es poner a todos los hombres del mundo en comunión de amor con la Trinidad.


P. Mauro-Giuseppe Lepori, Abad General O. Cist.
París, 4 de Noviembre de 2010

15/2/11

Curso de Formación Monástica 2010

Dom Mauro-Giuseppe Lepori, O. Cist.
24 de septiembre de 2010

Pero por tu Palabra
El Curso de Formación Monástica de este año ha visto, por primera vez en su historia, un cambio de Abad en la Orden. Al fundador del Curso, Dom Mauro Esteva, a quien agradecemos grandemente el haber puesto en práctica esta iniciativa y haberse rodeado de valiosos colaboradores, le sucede un Abad General inexperto, pero que desea acoger hasta el fondo esta preciosa herencia, para que continúe dando fruto en nuestras comunidades, en la Orden, en la Familia Cisterciense y Benedictina, y en el conjunto del mundo monástico y eclesial. Los encuentros con vosotros, personal y por grupos lingüísticos, han confirmado fuertemente este conocimiento y este deber. El Curso de Formación Monástica es muy valioso, y es un árbol al que deberemos siempre alimentar para su crecimiento y fecundidad.

Esta tarde no quiero daros una clase, ni exponer una conferencia, en el sentido académico de la palabra. Quiero solamente, con toda sencillez, haceros partícipes de lo que hay dentro de mí en estos momentos, sobre todo, a partir del Capítulo General y de mi elección, y quisiera también meditar con vosotros sobre aquello que estos acontecimientos nos dicen en cuanto al tema de la formación.

Como lo subrayaba también en el discurso final del Capítulo General, el evangelio del día de mi elección permanece como un tema continuo de meditación, porque me parece contener todos los elementos de la llamada que el Señor me dirige a mí y a toda la Orden en este momento de nuestro camino. También hoy quiero partir de este evangelio para profundizar el sentido y la naturaleza de la formación que debemos acoger y cultivar, no solo durante el Curso, sino durante toda nuestra vida.

Lucas 5,1-11

“En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret; y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: Rema mar adentro y echad las redes para pescar. Simón contestó: Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes. Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande, que reventaba la red.  Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían.  Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.
Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido;  y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Jesús dijo a Simón: No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron.”


La fuente de la formación

“la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios …”

¿Por qué debemos formarnos? ¿Porque debemos hacer un camino de profundización en el conocimiento y asimilación de la verdad?

La razón última es el hecho de que Dios nos habla. Desde el principio de la creación, Dios crea con su Palabra, con su Logos: “Y dijo Dios: ‘¡Hágase la luz!’. Y la luz se hizo.” (Gn 1,3). En la creación, Dios se expresa a sí mismo. Dios se dice, y se dice como bondad, como amor que ordena el caos: “Y vio Dios que la luz era buena” (Gn 1,4). Todo lo que existe nos habla tanto de la bondad que Dios nos expresa con su Palabra, con su Logos, hasta el culmen de la creación, de la expresión de la Palabra de Dios, que es la creación del hombre y de la mujer, que es también el culmen de la expresión de la bondad de Dios. “Y dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (…)’. Y vio Dios lo que había hecho y era muy bueno.” (Gn 1,26-31)

Esta bondad que el Logos de Dios inscribe en cada criatura y, especialmente, en el ser humano, que refleja la Trinidad (“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza.”), esta bondad pone en el hombre el deseo de la Palabra de Dios, el deseo del Logos, de manera que la Palabra trinitaria creadora continúe expresándose, continúe cumpliendo su obra de hacer de nosotros y del universo algo bueno, muy bueno. El ser humano está hecho para la formación, para la educación, para la escucha, porque está hecho para escuchar la Palabra divina que lo crea, que lo forma por amor. Escuchando la Palabra de Dios, el hombre es creado y llega a conocer la bondad de Dios, del que es imagen y semejanza, que ve reflejada en sí mismo, y que ve reflejarse en toda criatura.

Cuando Lucas nos dice que la multitud se agolpaba alrededor de Jesús para escuchar la Palabra de Dios (Lc 5,1), hace entrar en escena este misterio. La multitud, el ser humano en cuanto tal, incluso no instruido, también sencillo e inculto, lleva en su corazón el deseo fundamental de la Palabra de Dios que crea todo y, sobre todo, su corazón, para expresar y manifestar Su amor, Su bondad.  Este deseo es mucho más fuerte en nuestro corazón. La multitud “se agolpaba” alrededor de Jesús, tiene hambre y sed de la palabra de Dios. Y, cuanto más sencilla y más pobre de corazón es la gente, este deseo se hace más “violento”, porque es vital.

Pero, ¿por qué este deseo se concentra en torno a Jesús, incluso físicamente, de modo que Jesús es estrujado por la multitud como si fuese un limón del que se quisiera extraer todo el jugo? San Juan nos lo explica en el Prólogo de su Evangelio: Jesucristo es en Persona la Palabra, el Logos de Dios, el Logos encarnado, hecho hombre, para expresarse totalmente, de forma explícita; y, por tanto, para expresar totalmente la bondad de Dios, de Dios Creador, de Dios-Trinidad:

“Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Al principio estaba junto a Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de la Palabra y sin ella no se hizo nada de todo lo que existe. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. (…) Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.” (Jn 1,1-14)

También la multitud  sencilla e inculta percibía este misterio en Jesús y por esto lo buscaba, quería escuchar de Él y en Él la Palabra de Dios.

La formación debe siempre partir de este deseo elemental y fundamental de nuestro corazón, que está inscrito en cada fibra de nuestro ser creado con amor por parte de Dios que nos habla.

Cuando san Benito comienza la Regla con las palabras: “Escucha hijo los preceptos de un maestro, inclina el oído de tu corazón y acoge con docilidad y pon en práctica las admoniciones de un padre amoroso…” (RB, Prol. 1), es como si nos llevase hasta los primeros pasos de nuestra vocación, al deseo más profundo y elemental de nuestro corazón y de nuestro ser: el de escuchar la palabra del Dios bueno que nos hace, que nos crea, que nos forma. Es sobre este deseo sobre el que se construye toda la Regla y todo el camino de nuestra vocación benedictina, que es un camino esencialmente educativo, formativo, para permitir a Jesucristo, Hijo de Dios, Logos del Padre, el “conducirnos todos juntos a la vida eterna” (RB 72,12); es decir, a la plenitud de nuestra humanidad, al cumplimiento de que seamos creados por Dios, a la plenitud de la vida por la que el amor de Dios crea cada ser humano.

Toda la formación está comprendida dentro de este camino del corazón y de la vida, que tiene su origen en la creación, y se cumple en la vida eterna a la que nos conduce Cristo Redentor. Y la formación monástica es específicamente esto, porque la vida monástica no quiere ser otra cosa que un concentrarse en la conversión y en el camino de vida que Dios ofrece y pide al hombre para dejarse plena y totalmente crear y salvar por la Palabra de Dios, hecha carne en Jesucristo.

Pero volvamos a la escena del evangelio de Lucas.




Una llamada particular dentro de la vocación de todo hombre

La multitud se siente atraída por Cristo que habla. Esta atracción, este deseo, está en el corazón de cada hombre. Ahora bien, dentro de esta llamada universal, y al servicio de la misma, Jesús llama a cada uno de una forma particular.

“En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret;  y vio dos barcas que estaban junto a la orilla: los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.”

En Lucas, la llamada de Simón es la primera llamada. Por esto, la escena que describe es el paradigma de toda vocación en seguimiento de Jesús. Inclusive la de quien será llamado por Cristo a otras formas de seguimiento, podrá siempre encontrar en esta escena del Evangelio el modelo esencial de su vocación.

Jesús nos llama al servicio de su ser Palabra de Dios dirigida al mundo, al servicio de su presencia en el mundo, para anunciarse como Evangelio de Salvación. Y de una forma tan presente que la multitud puede aplastarlo. Tan presente para tener que recurrir a situaciones prácticas que favorezcan su anuncio: subirse a una barca, alejarse un poco de la orilla, de forma que la multitud pueda estar ante él sin sofocar su voz, y también que la brisa del lago lleve su voz hacia todos los que le escuchan. Y también la vocación de Pedro  y de los demás Apóstoles comienza así, sencillamente, por un servicio práctico fácil de hacer. Jesús comienza a conducir a Simón Pedro hasta los confines de la tierra pidiéndole “alejarse un poco de tierra – rogavit eum a terra reducere pusillum”.

Si Pedro hubiese rechazado este “pusillum”, este “poquito”, no hubiera quizá llegado a ser el primero de los Apóstoles, la piedra sobre la que Cristo edificase su Iglesia. También a nosotros nos llama el Señor a partir de poco, solicita nuestro ‘sí’ a su llamada pidiéndonos pequeños gestos y pequeñas elecciones que son factibles, tanto que a menudo no nos damos cuenta de acoger ni de decir ‘sí’ a través de éstas a las grandes obras que Dios quiere llevar a cabo a través del pobre instrumento de nuestra vida, de nuestra persona, de nuestros talentos.

En esta página del Evangelio, la progresión de la llamada al seguimiento del Señor se ilustra de manera clarísima en tres etapas que, de una u otra forma, se deben verificar también en nosotros: primero, Jesús pide a Simón y a sus amigos alejarse un poco de tierra; después, les pide remar mar adentro y echar las redes; finalmente, Jesús les llama a dejarlo todo para seguirlo en su misión universal: «“No temas: desde ahora, serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, le siguieron.» (Lc 5,10-11)

En cada etapa es siempre Jesús quien llama. Por esto, la universalidad  y la importancia de la llamada final está ya contenida en la pequeña llamada a alejarse un poco de tierra. Es importante ser conscientes de esto, porque Dios quiere que vivamos nuestra vocación con unidad, y la unidad es Jesús mismo quien la da. Por lo que, en el fondo, es casi indiferente si uno es llamado a trabajar en la cocina de la Casa General o para ser Papa, porque lo que cuenta es siempre Cristo presente que pide nuestro ‘sí’ para hacerse siervo e instrumento de su palabra y de su amor. También el Papa debe dar su ‘sí’ cada día a pequeños gestos a través de los que responde a su vocación universal, así como nuestras Hermanas de la cocina pueden y deben vivir  su servicio con un aire universal y misionero.

“Pero por tu Palabra”

Pero sobre lo que quiero insistir hoy es, sobre todo, en el hecho de que toda llamada, pequeña o grande, es una palabra de Jesucristo que interpela e implica toda nuestra vida. Y esto es importante recordarlo en la formación y educación que debemos siempre cultivar en la vida monástica. En cada aspecto o materia de nuestra formación, como en todo curso que habéis recibido aquí o en vuestros monasterios, o en otro lugar, siempre debemos permanecer en tensión y escuchar la palabra de Dios que Cristo nos dirige llamándonos, como vocación.  Por tanto, una palabra de Dios que no quiere instruirnos solamente, sino que nos llama a seguirlo, a permitirle atraer hacía sí y tomar consigo nuestra vida, a través de todos aspectos y en todas sus dimensiones, como está perfectamente reflejado en la Regla de san Benito.

En esta escena del Evangelio de Lucas, Pedro dice algo fundamental que siempre es válido. Cuando responde a la llamada de Jesús a remar mar adentro y echar las redes, dice: “Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.” (Lc 5,5)

“…pero, por tu palabra – in verbo autem tuo…”: esto es lo importante, también en la formación. La palabra de Jesús es una realidad en la que hemos de apoyarnos, en la que debemos entrar. Es una palabra que a menudo contradice nuestro sentimiento, nuestro límite, como el cansancio de Pedro y también su opinión sobre lo que sería mejor hacer en este momento: Pedro, en efecto, parece subrayar el “pero”. Sin embargo, obedece, acoge esta palabra de Jesús, se apoya en ella, y esto le permite explicarse la vida y la realidad, hacerla clara para él, para su camino. 

Es así cómo la formación y la educación que recibimos, sea en el ámbito que sea, nos permite crecer verdaderamente, crecer, sobre todo, en la fe, en la confianza en Jesús, y nos permite comprender de verdad, conocer, profundizar la verdad dentro de la vida, en la carne de nuestra vida.

Formación y comunión

Pero la palabra de Jesús sobre la que Pedro se apoya y que lleva a remar mar adentro con Jesús toda su vida, expresa otra verdad fundamental para nuestra vocación benedictina y cisterciense, y para la formación que debemos cultivar. Y es sobre esto sobre lo que quiero concluir.

Jesús dice a Pedro: “Rema mar adentro y echad las redes para pescar” (Lc 5,4)

Jesús interpela personalmente a Simón Pedro: “Rema mar adentro”, pero para pedirle una cosa que no debe hacer solo, que debe hacer con sus amigos y compañeros: “y echad vuestras redes”.

En el discurso final al Capítulo General he insistido mucho sobre la vida comunitaria como punto esencial de trabajo para nuestra Orden. San Benito nos pide y nos ofrece buscar verdaderamente a Dios y encontrarlo realmente viviendo la comunión fraterna en la comunidad. He insistido en esto porque todo el Capítulo General ha expresado esta convicción y la ha vivido con alegría, así como lo ha formulado en el mensaje del Capítulo General a todos los miembros de la Orden. Podréis profundizar este texto en vuestra comunidad.

Pero también me ha dado alegría encontrar esta conciencia y este deseo en cada uno de vosotros. Prácticamente todos los grupos lingüísticos del Curso de Formación Monástica con los que me he reunido los días pasados, han insistido sobre el hecho de que el aspecto más valioso de este Curso es la posibilidad de vivir la formación en un contexto de comunión, de vida comunitaria fraterna. Del mismo modo que Jesús le pide a Simón Pedro conocer su Palabra y apoyarse en ella personal y comunitariamente.

Ciertamente, la llamada es personal, y Jesús habla siempre al corazón de cada uno. Pero su palabra nos llama, al mismo tiempo, a vivir en comunión fraterna, a remar mar adentro con los demás, a echar juntos las redes, y a vivir con los demás el milagro de la pesca milagrosa que solo Él puede realizar. También la formación es “una pesca milagrosa” que Él hace posible y fecunda si decimos ‘sí’ a su palabra en comunión con los hermanos y hermanas que Él nos da como compañeros de camino para seguirlo y estar con Él.

Si habéis hecho esta experiencia, si habéis comprendido esto, si, sobre todo, deseáis continuar esta experiencia en vuestra comunidad, o continuando el Curso, y de miles de otros modos, el Curso habrá conseguido su verdadero fin, que es, en el fondo, el de no desunir vuestra formación de vuestra vocación, de vuestra vocación de buscar y seguir a Jesucristo en la vida cenobítica. Porque nuestras comunidades son “dominici schola servitii – una escuela del servicio del Señor” (RB, Prol. 45).