La Misericordia
en nuestras comunidades: Profecía (obediencia y verdad), proximidad y esperanza
Fr. Mauro-Giuseppe, Abad General OCist
Creados para ser
engendrados
El tema de vuestro
Capítulo nos impulsa a que busquemos juntos un fruto del año jubilar de la
misericordia que sea fruto de vida para nuestras comunidades. La Misericordia
de Dios contemplada, celebrada, mendigada, acogida a través de la maternidad de
la Iglesia, no debe convertirse en un recuerdo, una nostalgia, sino en una
semilla de vida nueva para cada uno de nosotros y para las comunidades. Dios
nos ama con misericordia con el fin de que vivamos. El padre de la parábola del
hijo pródigo repite a todos el motivo de su alegría desbordante: “Este hijo mío
estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido recobrado” (Lc
15, 24; 15,32).
El padre exulta y grita
esta resurrección del hijo como si fuese algo que el hijo, volviendo a casa, le
hubiese traído. Pero en realidad es su misericordia la que resucita al hijo, la
que lo resucita como hijo. De hecho, el hijo había vuelto para ser como uno de
los asalariados del padre. Volvía para sobrevivir, para tener de qué
comer, para no morir de hambre. No volvía para estar vivo como hijo, no volvía
para resucitar como hijo. Pensaba que podía contentarse con sobrevivir, con una
vida a medias.
Pero el padre lo
sorprende. El padre misericordioso sorprende a todos. Al padre no le basta con
un hijo medio muerto, o medio vivo: lo quiere totalmente vivo, lo quiere hijo
totalmente. No habría esperado todo el tiempo con ansia y dolor solo para tener
un trabajador más. Trabajadores tenía bastantes: su corazón deseaba tener
hijos, deseaba engendrar hijos. Su amor desea ser fecundo en hijos, desea
transmitir la vida, su vida, y no solo sus bienes, el trabajo, la vida física
que se sustenta con el alimento.
Esto nos hace
comprender que en la Misericordia, Dios pone en juego su fecundidad, es decir,
su paternidad. Dios no es solo un Dios creador que pone en marcha la máquina
del mundo para que funcione. Dios es Padre que crea para engendrar, para ser
Padre de sus criaturas, como lo es del Hijo Unigénito. Y el ser humano es la
culminación de esta creación y, en consecuencia, de esta intención profunda,
eterna, del corazón de Dios.
Medio vivos o
medio muertos
El problema es,
entonces, que nosotros, o los miembros de nuestras comunidades, a menudo nos
contentamos con sobrevivir, en lugar de acoger la vida total que nos da el
Padre, la vida eterna que Él nos da en la comunión con el Hijo en el Espíritu
Santo.
Decía
que el hijo menor se habría contentado con vivir a la mitad, como asalariado
del padre, como alguien que al menos tiene de comer para no morir de hambre.
Pero el hijo mayor tampoco vive con plenitud su vida de hijo. Echa en cara al
padre que no le de un cabrito para celebrar una fiesta con los amigos.
Significa que se contentaría con esto, que para él la vida y la alegría se
limitarían a esto: celebrar una fiesta de vez en cuando con los amigos,
comiendo un buen cabrito. Pienso en todos aquellos que hoy viven para algo
limitado: para el trabajo, para el tiempo libre, para el deporte, para
Internet, para la salud, para el bienestar de la propia familia… Todo ellos se
contentan con sobrevivir y ni siquiera imaginan que Dios desea darles una vida
plenamente viva, una vida entera, más bien eterna, como hijos e hijas suyos.
Dios, hoy más que
nunca, es precisamente aquel mendigo descrito por San Benito en el Prólogo de
su Regla que va a gritar entre "la muchedumbre del pueblo – in
multitudine populi”: “¿Hay un hombre que quiere la vida y desea ver
días felices?” (RB 14-15, Sal 33,13).
Dios está sediento de darnos la vida,
una vida llena de felicidad no solo en el Cielo, sino para vivirla aquí y
ahora, en los días en que vivimos. Y es que a Dios parece costarle encontrar a
alguien que quiera vivir verdaderamente y ser feliz. Un hijo vuelve porque
tiene hambre, el otro se contentaría con un cabrito… ¡Qué desastre la familia
humana! ¡Pobre Dios!
Pero, en lugar de
deprimirse o enfadarse, Dios sigue siendo Padre, es decir misericordioso, y
trabaja para convencernos de que de Él podemos conseguirlo todo, recibirlo
todo. Más aún: que Él ya nos ha dado todo: “¡Todo lo que es mío es tuyo!” (Lc
15,31). Desde siempre, Dios comparte todo con nosotros. Al crearnos, Dios
comparte con nosotros el ser, la vida, la capacidad de amar, de conocernos:
todo. Somos imagen suya. Todo lo que es suyo es nuestro; todo lo que es Él, lo
somos también nosotros, al menos como vocación, como destino.
Pero es como si nos
conformásemos con vivir a medias y descuidásemos el ofrecimiento del Padre, que
se ha hecho total en el Hijo muerto y resucitado por nosotros, de ser hijos de
Dios, de vivir la vida divina.
En el Evangelio de hace
dos domingos, el del Buen Samaritano, me ha impresionado la descripción del
estado en el que se encuentra el hombre robado y malherido por los bandidos:
“Se alejaron dejándolo medio muerto” (Lc 10,30). Las traducciones en las lenguas
modernas reproducen literalmente el término griego hemi-thanes, medio
muerto. Sin embargo en latín se traduce por semivivo, medio vivo. Es un
poco la conocida cuestión de quien ve el vaso medio lleno o medio vacío, según
su nivel de optimismo.
No obstante, lo que me ha impresionado
es esta media vida que falta a este hombre y cómo el buen samaritano, teniendo
misericordia de él, se ofrece él mismo, su tiempo, sus fuerzas, sus cuidados,
su dinero, para ayudar a este hombre a volver a encontrar la plenitud de vida
que ha perdido, que le ha sido quitada. La misericordia es la realidad divina,
paterna, materna, que nos permite vivir en plenitud, y no solo como “medio
muertos” o “medio vivos”.
Sabemos
que en la figura del buen samaritano Jesús se ha puesto en escena ante todo a
sí mismo, su hacerse próximo al hombre pecador, herido, privado de la plenitud
de la vida por el Maligno y por el pecado propio. Jesús se ha hecho próximo a
toda criatura humana para conducirla a la vida entera, totalmente viva, para la
cual ha sido creada. Y Jesús nos pide que aprendamos de él a hacernos, también
nosotros, los unos para los otros, el prójimo que ayuda a vivir en plenitud, a
no quedarnos medio muertos o medio vivos.
Esta dinámica la
encontramos desde la creación de Adán. En los relatos de la creación de Adán y
Eva estaba ya esta idea de una creatura que no está completa, que no está
totalmente viva sin la intervención de alguien que la lleve a cumplimiento, que
la engendre a la vida total para la cual ha sido creada.
Cuando Dios modela a
Adán del polvo, el cuerpo no está totalmente vivo hasta que no le sopla en la
nariz el aliento de vida (cf. Gén 2, 18-23). Pero el hombre tampoco se siente
completo, verdaderamente vivo y feliz, sin la mujer (cf. Gen 2,18-23). Una y otra
vez, Dios viene en socorro del hombre medio vivo para ofrecerle una plenitud de
vida.
También nosotros nos
encontramos siempre dentro de esta situación. Estando solos no nos bastamos
para vivir en plenitud; estando solos no estamos verdaderamente vivos. Me
vuelven con frecuencia a la mente las palabras de la Redemptor Hominis
de San Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí
mismo como un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no le
viene revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y
no lo hace suyo, si no participa de él vivamente. Y precisamente por ello
Cristo Redentor (…) revela plenamente al hombre a sí mismo. Esta es –si es
lícito expresarse así- la dimensión humana del misterio de la Redención. En
esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor
propios de su humanidad. En el misterio de la Redención, el hombre llega a ser
nuevamente “expresado” y, de algún modo, es nuevamente creado” (RH,10).
Misericordiosos
como el Padre
Participar de la
Misericordia de Dios, llegar a ser “misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36)
implica, pues, hacerse cargo de la vida que falta a nuestro hermano, a nuestra
hermana. Implica tener la preocupación –el ansia, diría Romano Guardini- por la
plenitud de vida de nuestro prójimo. Somos misericordiosos como el Padre, como
Cristo, si no pasamos por encima de la necesidad de vida de nuestros hermanos y
hermanas, si nos hacemos cargo de lo que le falta al hermano para vivir en
plenitud.
Del mismo modo que
Jesús invierte la pregunta del doctor de la ley: “¿Quién es mi prójimo?”, en
una pregunta sobre sí mismo que se podría expresar así: “¿Soy yo prójimo de los
demás?”, igualmente nuestra petición de misericordia, nuestra necesidad de
misericordia, Jesús la traduce en necesidad de que nosotros seamos
misericordiosos hacia los demás como Dios lo es con nosotros. Por otra parte,
la parábola del samaritano hace coincidir el “ser prójimo” con “ser
misericordioso”: “«¿Quién de estos tres te parece que ha sido prójimo del que
cayó en manos de los bandidos?». Él le respondió: «El que practicó la misericordia [eleos]
con él». Jesús le dijo: «Ve, y haz tú lo mismo»” (Lc 10,36-37).
Ser misericordioso
coincide con ser prójimo del otro y ser prójimo del otro quiere decir ofrecerse
uno mismo para que la vida del otro sea plena, y no solo una “media vida”.
Podremos y deberemos
leer toda la Regla de San Benito, y comprender su carisma, precisamente como un
acompañamiento misericordioso a vivir en plenitud. La Regla describe todo lo
que un buen samaritano está llamado a ser y a hacer para ayudar al hombre medio
muerto a recuperar la plenitud de vida que Dios nos quiere dar. Y todos, en la
comunidad de San Benito, están llamados a participar en esta obra de
misericordia que las engloba todas, que las contiene todas. Al principio de la
Regla hay un Dios-Buen Samaritano que busca entre la multitud al hombre que desea
la plenitud de vida que no tiene –“Si quieres tener la vida verdadera y
eterna…” (Pról 17)–, y que propone un camino para llegar al final, guiados por
Cristo, “todos juntos a la vida eterna” (RB 72,12).
Conscientes
de no vivir de verdad
Fijémonos que san Benito no se contenta con ayudar
al hombre herido o medio muerto, como si socorriese a un paciente pasivo,
inconsciente. En efecto, en el Prólogo entra en diálogo con él, interroga a su
libertad, a su deseo de vida. Es como cuando Jesús pregunta al paralítico, que
era también un “medio vivo”: “¿Quieres curarte?” (Jn 5,6).
San Benito no nos pide
solo llegar a ser misericordiosos como el Padre: nos pide en primer lugar ser
conscientes de nuestra miseria, del estado de “vida reducida” en el que nos
encontramos y nos pregunta si deseamos de verdad vivir totalmente, si de verdad
queremos que Cristo se haga cargo de nuestra miseria para cuidarnos, sanarnos,
darnos la vida.
Este es un punto
fundamental para poder entender en qué debe consistir la Misericordia en
nuestras comunidades. Se nos pide ser conscientes de nuestra miseria, de
nuestro estado de miseria, y que por esto tenemos necesidad de Cristo,
necesitamos un superior y una comunidad, necesitamos los unos de los otros.
Esta conciencia es la humildad que nos pide san Benito.
¿Cuándo estamos “medio
muertos” o “medio vivos”? Cuando nuestra vida, nuestra miseria, nuestra
soledad, no son confiadas al cuidado de Cristo, a Cristo que, como el
samaritano, tiene compasión de nosotros y se hace cercano (cf. Lc 10,33-34).
Solemos desear la compasión de Dios y de los demás, pero no les permitimos
hacerse cercanos a nosotros, que cuiden de nosotros y de nuestra miseria.
Muchos hermanos y hermanas en nuestras comunidades lloran por tierra porque son
o se sienten víctimas de los demás, pero después no aceptan que el superior, la
superiora, la comunidad, cuiden de verdad de ellos, que afronten con ellos sus
malestares. No aceptan hacer un camino de curación, de cuidado, acompañados de
los demás. Por otro lado, otros están “medio muertos”, pero se contentan con
esta media vida, no desean ya nada, no esperan nada más. O están convencidos
que su “media vida” es ya una plenitud. En el fondo, es un problema de idolatría,
cuando encontramos monjes y monjas que “adoran” su trabajo, su encargo, su
autonomía, su perfección moral, o sus amistades particulares, y no desean nada
más, es decir, no desean a Dios, el infinito, lo eterno que solamente es Dios.
A veces, el ídolo llega
a ser también el cuidar de los demás, el hacer de buenos samaritanos de los
otros. Se cuida de una hermana o de un hermano enfermo, anciano, lo cual está
muy bien, pero con el tiempo toda la vida de este monje o monja se concentra
solo sobre esto, día y noche. Todo lo demás se hace secundario: la oración, la
vida en comunidad, incluso el cuidado de uno mismo, la propia salud. Y dado que
nos sentimos buenos samaritanos, la justificación de esta idolatría es casi de
“derecho divino”. A veces su servicio es verdaderamente necesario, pero
raramente estos monjes y monjas “salvadores y redentores” aceptan que la
comunidad les ayude, les sustituya, les dé la posibilidad de estar libres para
la oración, para el descanso, para la vida fraterna.
También
el samaritano necesita ayuda
Por esto, es consolador
y digno de señalar que el buen samaritano del Evangelio tenga la libertad y la
humildad de dejarse también él ayudar por el hotelero. Es señal de equilibrio y
nos hace comprender que la misericordia que Dios quiere para nosotros no es una
locura, es una caridad ordenada, que es consciente de que también nosotros
somos frágiles y estamos necesitados de los demás, que también en nosotros hay
una vida que aún no está llena y que solo confiándonos a los demás encontramos
la plenitud.
Así pues, lo importante
no son tanto las formas de los “primeros auxilios” que hace el samaritano, sino
el modo en que este hombre introduce en su vida la necesidad del otro. El
samaritano es muy preciso al asumir la necesidad del hombre herido: le limpia,
desinfecta y calma las heridas, las venda, lo carga sobre su jumento, lo lleva
al primer albergue que encuentra, y pasa la noche, ciertamente crítica para el
pobrecito, velándolo y curándolo. Obedece a la realidad y al realismo de su
necesidad.
Pero al día siguiente
lo deja. Debe partir, continuar su viaje. Tiene una necesidad, una tarea que no
puede dejar. No puede dejarse absorber completamente por la necesidad de aquel
individuo. Hay necesidades familiares, profesionales, o de otro tipo, de las
que es también responsable. Hay otras personas de las que debe estar cerca, de
las que debe cuidar. Ciertamente, el hombre herido no necesita ya urgentemente
de él como durante la noche. Y el samaritano entiende que no puede asegurar por
sí solo el cuidado de su hermano, asumir su necesidad. Comprende que para
resolver íntegramente las diferentes responsabilidades de su vida, necesita
también él de ayuda, que no puede gestionar todo por sí solo. Pide ayuda al
hotelero, le pide participar en su hacerse cercano al hombre herido. No se lo
descarga huyendo: asume los gastos, volverá para verlo y, probablemente, lo
acompañará a su casa. Pero no hace todo él.
Me
conmueve la forma en que Jesús, de su descripción de la manera de moverse del
buen samaritano, hace emanar un sentido de racionalidad, de orden, de
organización, expresando así un significado justo de la necesidad, pero también
de la respuesta a ésta. Es una caridad ordenada, pensada, bien medida, incluso
en el uso del dinero: dos denarios, ni más ni menos y, si no bastan, lo
remediará, pero ha calculado y valorado que debería bastar con eso.
Hacerse prójimo del
otro no quiere decir separar al otro y su necesidad del conjunto de la
realidad, sino afrontar su miseria y hacerse cargo de ella con una atención
global a él, a sí mismo, a los demás, a nuestras posibilidades y a nuestros
límites.
Un ejemplo de esta
racionalidad ordenada y eficaz de la compasión cristiana es para nosotros el
capítulo 36 de la Regla de san Benito, que trata precisamente del cuidado de
los enfermos:
“Ante todo y por encima
de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les
sirva como a Cristo en persona, porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me
visitasteis»; y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo
hicisteis». Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así
en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los
hermanos que les asisten. Aunque también a éstos deben soportarles con
paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. Por eso ha de tener el
abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna.
Se destinará un lugar
especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente
y solícito. Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de
bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les
permitirá más raramente. Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne,
para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse
de comer carne, como es costumbre.
Ponga el abad sumo
empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y
enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por
sus discípulos”.
Misericordia
como profecía
Me parece un buen
ejemplo de lo que la parábola del Buen Samaritano, y todo el Evangelio, debería
enseñarnos y de cómo podremos y deberemos vivirla cada día, y en cada ocasión,
de modo que el acontecimiento de Cristo Redentor del hombre pueda penetrar cada
vez más en el tejido de nuestra vida y de la sociedad y liberar en nosotros y
en el mundo una verdadera humanidad. Pero es también un buen ejemplo de cómo la
profecía de la misericordia, del hacerse prójimos de los demás, no debe
separarse de la obediencia y de la verdad, como lo sugerís en el tema de
vuestro Capítulo.
El profeta no es un
loco. Dios puede pedirle gestos y palabras extraños para impulsar al pueblo a
tomar conciencia de una actitud equivocada, pero la profecía por sí misma es
siempre razonable, porque revela la verdad, la verdad última y total de las
cosas. La profecía es expresión de la sabiduría y por esto suscita la
obediencia, siguiendo un camino para ir más lejos, más en profundidad, para no
perderse o retroceder.
La
profecía indica un camino que nos hace progresar hacia la plenitud de la vida.
Por esto, la misericordia del buen samaritano es una profecía que Jesús pone
ante los ojos del doctor de la Ley para que también él haga un camino hacia la
plenitud de la vida: “¡Ve y haz tú también lo mismo!” (Lc 10,37). Un signo
verdaderamente profético, un ejemplo de vida profética, no es solo un ejemplo
de caridad, de misericordia: es un acto de misericordia y de caridad hacia la
vida de quien lo ve, porque le muestra el camino de la vida a recorrer y que él
podrá seguir verdaderamente si acepta obedecer a este signo profético. Para
Jesús, el hombre medio muerto que debe recomenzar a caminar en una vida nueva es
el mismo doctor de la Ley que tiene delante, porque él es el prójimo de Jesús.
Jesús se hace prójimo
del doctor de la Ley que lo interroga sobre lo que debe hacer para “heredar la
vida eterna” (Lc 10,25). Todavía no es libre para amar y por esto intenta
justificarse: “Pero aquél, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es
mi prójimo?»” (10,29). Pero Jesús, viendo que aún está “medio muerto”, que no
vive en plenitud, se le hace cercano con su Palabra, se acerca a su libertad, a
su deseo de vida, a su corazón sediento de felicidad, y le habla de
misericordia, de misericordia para todos y que todos, incluso los infieles
samaritanos, pueden ejercer.
La profecía de nuestra
vida debería ser precisamente un Evangelio viviente de la misericordia que
interpela y reaviva el corazón herido y enfermo de cada hombre, para ayudar a
su libertad a hacer un camino de misericordia, un camino de proximidad al
hermano en la misericordia. Y esta profecía deberíamos vivirla ante todo en
comunidad, ser los unos para los otros profetas de la misericordia de Dios.
Esta debería ser la naturaleza y la sustancia de las relaciones comunitarias
como las quiere san Benito, porque estamos unidos para pasar juntos de la
“media vida” a la vida eterna. Y si esto acontece, la comunidad se convierte en
profecía de esta para los demás, para todos.
Y esta es una profecía
de resurrección que fundamenta toda esperanza. La misericordia es el secreto de
la realización de la vida, para quien la ejerce y para quien la recibe, y este
paso de la “media vida” a la plenitud de la vida eterna es una resurrección
real, una experiencia de la Resurrección de Cristo, que no solo vence las
“medias muertes”, sino la muerte total fruto del pecado.
Es con esta mirada de
fe con la que debemos ver en la caridad el fundamento de nuestra esperanza, de
la esperanza para todos los “medios vivos” que somos individualmente o como
comunidad. Porque Jesús nos es cercano, se cuida de nosotros, nos confía a
quien nos puede ayudar en su nombre y paga todo con la Sangre de la Cruz.
Pero no debemos
limitarnos a esperar en su Misericordia. Debemos también esperar con certeza
que quizá nosotros podemos llegar a ser misericordiosos como el Padre, porque
esta es la plenitud de la vida, la vida eterna que Jesús nos permite acoger a
través de nuestra miseria que se deja curar y amar por Él para aprender a tener
Su mirada sobre las miserias de nuestro prójimo.
Nuestra
miseria, nuestra vida, que no es nunca totalmente viva y feliz, es de este modo
el instrumento para tener experiencia de la Misericordia de la que tiene sed
todo hombre, también, y sobre todo, el que está tan mal que no es capaz ni
siquiera de pedir ayuda. El samaritano ha sentido la necesidad del hombre
herido dentro de sí, dentro de la herida de su corazón. Esta es justamente la
imagen de Cristo que en la Cruz ha experimentado nuestra sed de Misericordia y
la ha confiado toda ella al Padre junto con toda su vida.
Dios
nos ama como a Sí mismo en el don del Espíritu
En el breve diálogo
entre el doctor de la Ley y Jesús que introduce la parábola del buen samaritano
el verdadero problema es cómo amar al prójimo como a sí mismo, tal y como lo
pide el libro del Levítico (19,18).
Recientemente me
preguntaba, leyendo este precepto del Levítico citado en Gálatas 5,14, si
también Dios nos ha amado como a sí mismo. Porque es siempre un poco extraña
para nosotros la idea de tener que amar como nos amamos a nosotros mismos. Con
frecuencia no nos amamos de verdad a nosotros mismos, o nos amamos mal,
buscando solo nuestro interés y nuestra gloria, que nos hacen infelices; o nos
parece que amarnos a nosotros mismos excluya el amor al otro.
De esta forma, me
preguntaba si y cómo Dios se ama a Sí mismo. Y de repente me he dado cuenta que
el amor de Sí mismo de Dios es el Espíritu Santo. En la Trinidad, Dios se ama a
Sí mismo en el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es el Espíritu
Santo. En Dios, amarse a Sí mismo, coincide con el amor del Otro, y también el
Amor con el que Dios se ama es un Otro, es la tercera Persona de la Trinidad.
Entonces me he dado
cuenta de que también Jesús, cuando nos pide amar al prójimo como a nosotros
mismos, nos lo pide siguiendo el modelo del Amor de Sí de Dios que es el
Espíritu, y que el Don del Espíritu quiere decir que podemos finalmente amar al
prójimo como a nosotros mismos a través de un amor que no se repliega sobre
nosotros, porque es el amor mismo de Dios que es el Espíritu. Y el Espíritu es
el soplo vital que permite al ser humano estar de verdad vivo, totalmente vivo,
gracias a la vida divina. Pentecostés ha consagrado y convertido en algo
esencial para la Iglesia esta experiencia a través de todos los carismas y los
sacramentos que animan la comunidad cristiana haciéndola signo profético de la
Misericordia del Padre que nos ama y engendra en el Hijo muerto y resucitado
por nosotros.
En la comunidad estamos
llamados precisamente a amarnos como Dios se ama a Sí mismo, a amarnos en el
don del Espíritu, en el don de la caridad de Dios. La Virgen María es en esto
el modelo original de este amor en el Espíritu acogido en la humildad de
nuestra miseria para permitir a Cristo ser el Dios-con-nosotros, el Dios prójimo
a cada hombre, a cada miseria humana. Cuando tenemos experiencia, en nosotros y
entre nosotros, en nuestras comunidades, de que el Espíritu sopla con ternura
en nuestra miseria, entonces tenemos la certeza de que la esperanza de vida de
la que damos testimonio es invencible y dará fruto a su tiempo, el tiempo de
Dios.
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