19/7/16

Capítulo de la Congregación de Castilla, Julio 2016


La Misericordia en nuestras comunidades: Profecía (obediencia y verdad), proximidad y esperanza

 Fr. Mauro-Giuseppe, Abad General OCist

Creados para ser engendrados

El tema de vuestro Capítulo nos impulsa a que busquemos juntos un fruto del año jubilar de la misericordia que sea fruto de vida para nuestras comunidades. La Misericordia de Dios contemplada, celebrada, mendigada, acogida a través de la maternidad de la Iglesia, no debe convertirse en un recuerdo, una nostalgia, sino en una semilla de vida nueva para cada uno de nosotros y para las comunidades. Dios nos ama con misericordia con el fin de que vivamos. El padre de la parábola del hijo pródigo repite a todos el motivo de su alegría desbordante: “Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido recobrado” (Lc 15, 24; 15,32).

El padre exulta y grita esta resurrección del hijo como si fuese algo que el hijo, volviendo a casa, le hubiese traído. Pero en realidad es su misericordia la que resucita al hijo, la que lo resucita como hijo. De hecho, el hijo había vuelto para ser como uno de los asalariados del padre. Volvía para sobrevivir, para tener de qué comer, para no morir de hambre. No volvía para estar vivo como hijo, no volvía para resucitar como hijo. Pensaba que podía contentarse con sobrevivir, con una vida a medias.

Pero el padre lo sorprende. El padre misericordioso sorprende a todos. Al padre no le basta con un hijo medio muerto, o medio vivo: lo quiere totalmente vivo, lo quiere hijo totalmente. No habría esperado todo el tiempo con ansia y dolor solo para tener un trabajador más. Trabajadores tenía bastantes: su corazón deseaba tener hijos, deseaba engendrar hijos. Su amor desea ser fecundo en hijos, desea transmitir la vida, su vida, y no solo sus bienes, el trabajo, la vida física que se sustenta con el alimento.


Esto nos hace comprender que en la Misericordia, Dios pone en juego su fecundidad, es decir, su paternidad. Dios no es solo un Dios creador que pone en marcha la máquina del mundo para que funcione. Dios es Padre que crea para engendrar, para ser Padre de sus criaturas, como lo es del Hijo Unigénito. Y el ser humano es la culminación de esta creación y, en consecuencia, de esta intención profunda, eterna, del corazón de Dios.

Medio vivos o medio muertos

El problema es, entonces, que nosotros, o los miembros de nuestras comunidades, a menudo nos contentamos con sobrevivir, en lugar de acoger la vida total que nos da el Padre, la vida eterna que Él nos da en la comunión con el Hijo en el Espíritu Santo.

Decía que el hijo menor se habría contentado con vivir a la mitad, como asalariado del padre, como alguien que al menos tiene de comer para no morir de hambre. Pero el hijo mayor tampoco vive con plenitud su vida de hijo. Echa en cara al padre que no le de un cabrito para celebrar una fiesta con los amigos. Significa que se contentaría con esto, que para él la vida y la alegría se limitarían a esto: celebrar una fiesta de vez en cuando con los amigos, comiendo un buen cabrito. Pienso en todos aquellos que hoy viven para algo limitado: para el trabajo, para el tiempo libre, para el deporte, para Internet, para la salud, para el bienestar de la propia familia… Todo ellos se contentan con sobrevivir y ni siquiera imaginan que Dios desea darles una vida plenamente viva, una vida entera, más bien eterna, como hijos e hijas suyos.

Dios, hoy más que nunca, es precisamente aquel mendigo descrito por San Benito en el Prólogo de su Regla que va a gritar entre "la muchedumbre del pueblo – in multitudine populi”: “¿Hay un hombre que quiere la vida y desea ver días felices?” (RB 14-15, Sal 33,13).


Dios está sediento de darnos la vida, una vida llena de felicidad no solo en el Cielo, sino para vivirla aquí y ahora, en los días en que vivimos. Y es que a Dios parece costarle encontrar a alguien que quiera vivir verdaderamente y ser feliz. Un hijo vuelve porque tiene hambre, el otro se contentaría con un cabrito… ¡Qué desastre la familia humana! ¡Pobre Dios!


Pero, en lugar de deprimirse o enfadarse, Dios sigue siendo Padre, es decir misericordioso, y trabaja para convencernos de que de Él podemos conseguirlo todo, recibirlo todo. Más aún: que Él ya nos ha dado todo: “¡Todo lo que es mío es tuyo!” (Lc 15,31). Desde siempre, Dios comparte todo con nosotros. Al crearnos, Dios comparte con nosotros el ser, la vida, la capacidad de amar, de conocernos: todo. Somos imagen suya. Todo lo que es suyo es nuestro; todo lo que es Él, lo somos también nosotros, al menos como vocación, como destino.


Pero es como si nos conformásemos con vivir a medias y descuidásemos el ofrecimiento del Padre, que se ha hecho total en el Hijo muerto y resucitado por nosotros, de ser hijos de Dios, de vivir la vida divina.

En el Evangelio de hace dos domingos, el del Buen Samaritano, me ha impresionado la descripción del estado en el que se encuentra el hombre robado y malherido por los bandidos: “Se alejaron dejándolo medio muerto” (Lc 10,30). Las traducciones en las lenguas modernas reproducen literalmente el término griego hemi-thanes, medio muerto. Sin embargo en latín se traduce por semivivo, medio vivo. Es un poco la conocida cuestión de quien ve el vaso medio lleno o medio vacío, según su nivel de optimismo.


No obstante, lo que me ha impresionado es esta media vida que falta a este hombre y cómo el buen samaritano, teniendo misericordia de él, se ofrece él mismo, su tiempo, sus fuerzas, sus cuidados, su dinero, para ayudar a este hombre a volver a encontrar la plenitud de vida que ha perdido, que le ha sido quitada. La misericordia es la realidad divina, paterna, materna, que nos permite vivir en plenitud, y no solo como “medio muertos” o “medio vivos”.
           
Sabemos que en la figura del buen samaritano Jesús se ha puesto en escena ante todo a sí mismo, su hacerse próximo al hombre pecador, herido, privado de la plenitud de la vida por el Maligno y por el pecado propio. Jesús se ha hecho próximo a toda criatura humana para conducirla a la vida entera, totalmente viva, para la cual ha sido creada. Y Jesús nos pide que aprendamos de él a hacernos, también nosotros, los unos para los otros, el prójimo que ayuda a vivir en plenitud, a no quedarnos medio muertos o medio vivos.

Esta dinámica la encontramos desde la creación de Adán. En los relatos de la creación de Adán y Eva estaba ya esta idea de una creatura que no está completa, que no está totalmente viva sin la intervención de alguien que la lleve a cumplimiento, que la engendre a la vida total para la cual ha sido creada.

Cuando Dios modela a Adán del polvo, el cuerpo no está totalmente vivo hasta que no le sopla en la nariz el aliento de vida (cf. Gén 2, 18-23). Pero el hombre tampoco se siente completo, verdaderamente vivo y feliz, sin la mujer (cf. Gen 2,18-23). Una y otra vez, Dios viene en socorro del hombre medio vivo para ofrecerle una plenitud de vida.


También nosotros nos encontramos siempre dentro de esta situación. Estando solos no nos bastamos para vivir en plenitud; estando solos no estamos verdaderamente vivos. Me vuelven con frecuencia a la mente las palabras de la Redemptor Hominis de San Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo como un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no le viene revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace suyo, si no participa de él vivamente. Y precisamente por ello Cristo Redentor (…) revela plenamente al hombre a sí mismo. Esta es –si es lícito expresarse así- la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. En el misterio de la Redención, el hombre llega a ser nuevamente “expresado” y, de algún modo, es nuevamente creado” (RH,10).

Misericordiosos como el Padre

Participar de la Misericordia de Dios, llegar a ser “misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36) implica, pues, hacerse cargo de la vida que falta a nuestro hermano, a nuestra hermana. Implica tener la preocupación –el ansia, diría Romano Guardini- por la plenitud de vida de nuestro prójimo. Somos misericordiosos como el Padre, como Cristo, si no pasamos por encima de la necesidad de vida de nuestros hermanos y hermanas, si nos hacemos cargo de lo que le falta al hermano para vivir en plenitud.


Del mismo modo que Jesús invierte la pregunta del doctor de la ley: “¿Quién es mi prójimo?”, en una pregunta sobre sí mismo que se podría expresar así: “¿Soy yo prójimo de los demás?”, igualmente nuestra petición de misericordia, nuestra necesidad de misericordia, Jesús la traduce en necesidad de que nosotros seamos misericordiosos hacia los demás como Dios lo es con nosotros. Por otra parte, la parábola del samaritano hace coincidir el “ser prójimo” con “ser misericordioso”: “«¿Quién de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él le respondió: «El que practicó la misericordia [eleos] con él». Jesús le dijo: «Ve, y haz tú lo mismo»” (Lc 10,36-37).

Ser misericordioso coincide con ser prójimo del otro y ser prójimo del otro quiere decir ofrecerse uno mismo para que la vida del otro sea plena, y no solo una “media vida”.

Podremos y deberemos leer toda la Regla de San Benito, y comprender su carisma, precisamente como un acompañamiento misericordioso a vivir en plenitud. La Regla describe todo lo que un buen samaritano está llamado a ser y a hacer para ayudar al hombre medio muerto a recuperar la plenitud de vida que Dios nos quiere dar. Y todos, en la comunidad de San Benito, están llamados a participar en esta obra de misericordia que las engloba todas, que las contiene todas. Al principio de la Regla hay un Dios-Buen Samaritano que busca entre la multitud al hombre que desea la plenitud de vida que no tiene –“Si quieres tener la vida verdadera y eterna…” (Pról 17)–, y que propone un camino para llegar al final, guiados por Cristo, “todos juntos a la vida eterna” (RB 72,12).

Conscientes de no vivir de verdad

Fijémonos que san Benito no se contenta con ayudar al hombre herido o medio muerto, como si socorriese a un paciente pasivo, inconsciente. En efecto, en el Prólogo entra en diálogo con él, interroga a su libertad, a su deseo de vida. Es como cuando Jesús pregunta al paralítico, que era también un “medio vivo”: “¿Quieres curarte?” (Jn 5,6).


San Benito no nos pide solo llegar a ser misericordiosos como el Padre: nos pide en primer lugar ser conscientes de nuestra miseria, del estado de “vida reducida” en el que nos encontramos y nos pregunta si deseamos de verdad vivir totalmente, si de verdad queremos que Cristo se haga cargo de nuestra miseria para cuidarnos, sanarnos, darnos la vida.

Este es un punto fundamental para poder entender en qué debe consistir la Misericordia en nuestras comunidades. Se nos pide ser conscientes de nuestra miseria, de nuestro estado de miseria, y que por esto tenemos necesidad de Cristo, necesitamos un superior y una comunidad, necesitamos los unos de los otros. Esta conciencia es la humildad que nos pide san Benito.

¿Cuándo estamos “medio muertos” o “medio vivos”? Cuando nuestra vida, nuestra miseria, nuestra soledad, no son confiadas al cuidado de Cristo, a Cristo que, como el samaritano, tiene compasión de nosotros y se hace cercano (cf. Lc 10,33-34). Solemos desear la compasión de Dios y de los demás, pero no les permitimos hacerse cercanos a nosotros, que cuiden de nosotros y de nuestra miseria. Muchos hermanos y hermanas en nuestras comunidades lloran por tierra porque son o se sienten víctimas de los demás, pero después no aceptan que el superior, la superiora, la comunidad, cuiden de verdad de ellos, que afronten con ellos sus malestares. No aceptan hacer un camino de curación, de cuidado, acompañados de los demás. Por otro lado, otros están “medio muertos”, pero se contentan con esta media vida, no desean ya nada, no esperan nada más. O están convencidos que su “media vida” es ya una plenitud. En el fondo, es un problema de idolatría, cuando encontramos monjes y monjas que “adoran” su trabajo, su encargo, su autonomía, su perfección moral, o sus amistades particulares, y no desean nada más, es decir, no desean a Dios, el infinito, lo eterno que solamente es Dios.

A veces, el ídolo llega a ser también el cuidar de los demás, el hacer de buenos samaritanos de los otros. Se cuida de una hermana o de un hermano enfermo, anciano, lo cual está muy bien, pero con el tiempo toda la vida de este monje o monja se concentra solo sobre esto, día y noche. Todo lo demás se hace secundario: la oración, la vida en comunidad, incluso el cuidado de uno mismo, la propia salud. Y dado que nos sentimos buenos samaritanos, la justificación de esta idolatría es casi de “derecho divino”. A veces su servicio es verdaderamente necesario, pero raramente estos monjes y monjas “salvadores y redentores” aceptan que la comunidad les ayude, les sustituya, les dé la posibilidad de estar libres para la oración, para el descanso, para la vida fraterna.

También el samaritano necesita ayuda

Por esto, es consolador y digno de señalar que el buen samaritano del Evangelio tenga la libertad y la humildad de dejarse también él ayudar por el hotelero. Es señal de equilibrio y nos hace comprender que la misericordia que Dios quiere para nosotros no es una locura, es una caridad ordenada, que es consciente de que también nosotros somos frágiles y estamos necesitados de los demás, que también en nosotros hay una vida que aún no está llena y que solo confiándonos a los demás encontramos la plenitud.

Así pues, lo importante no son tanto las formas de los “primeros auxilios” que hace el samaritano, sino el modo en que este hombre introduce en su vida la necesidad del otro. El samaritano es muy preciso al asumir la necesidad del hombre herido: le limpia, desinfecta y calma las heridas, las venda, lo carga sobre su jumento, lo lleva al primer albergue que encuentra, y pasa la noche, ciertamente crítica para el pobrecito, velándolo y curándolo. Obedece a la realidad y al realismo de su necesidad.

Pero al día siguiente lo deja. Debe partir, continuar su viaje. Tiene una necesidad, una tarea que no puede dejar. No puede dejarse absorber completamente por la necesidad de aquel individuo. Hay necesidades familiares, profesionales, o de otro tipo, de las que es también responsable. Hay otras personas de las que debe estar cerca, de las que debe cuidar. Ciertamente, el hombre herido no necesita ya urgentemente de él como durante la noche. Y el samaritano entiende que no puede asegurar por sí solo el cuidado de su hermano, asumir su necesidad. Comprende que para resolver íntegramente las diferentes responsabilidades de su vida, necesita también él de ayuda, que no puede gestionar todo por sí solo. Pide ayuda al hotelero, le pide participar en su hacerse cercano al hombre herido. No se lo descarga huyendo: asume los gastos, volverá para verlo y, probablemente, lo acompañará a su casa. Pero no hace todo él.

Me conmueve la forma en que Jesús, de su descripción de la manera de moverse del buen samaritano, hace emanar un sentido de racionalidad, de orden, de organización, expresando así un significado justo de la necesidad, pero también de la respuesta a ésta. Es una caridad ordenada, pensada, bien medida, incluso en el uso del dinero: dos denarios, ni más ni menos y, si no bastan, lo remediará, pero ha calculado y valorado que debería bastar con eso.


Hacerse prójimo del otro no quiere decir separar al otro y su necesidad del conjunto de la realidad, sino afrontar su miseria y hacerse cargo de ella con una atención global a él, a sí mismo, a los demás, a nuestras posibilidades y a nuestros límites.

Un ejemplo de esta racionalidad ordenada y eficaz de la compasión cristiana es para nosotros el capítulo 36 de la Regla de san Benito, que trata precisamente del cuidado de los enfermos:

“Ante todo y por encima de todo lo demás, ha de cuidarse de los enfermos, de tal manera que se les sirva como a Cristo en persona, porque él mismo dijo: «Estuve enfermo, y me visitasteis»; y: «Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis». Pero piensen también los enfermos, por su parte, que se les sirve así en honor a Dios, y no sean impertinentes por sus exigencias caprichosas con los hermanos que les asisten. Aunque también a éstos deben soportarles con paciencia, porque con ellos se consigue un premio mayor. Por eso ha de tener el abad suma atención, para que no padezcan negligencia alguna.

Se destinará un lugar especial para los hermanos enfermos, y un enfermero temeroso de Dios, diligente y solícito. Cuantas veces sea necesario, se les concederá la posibilidad de bañarse; pero a los que están sanos, y particularmente a los jóvenes, se les permitirá más raramente. Asimismo, los enfermos muy débiles podrán tomar carne, para que se repongan; pero, cuando ya hayan convalecido, todos deben abstenerse de comer carne, como es costumbre.


Ponga el abad sumo empeño en que los enfermos no queden desatendidos por los mayordomos y enfermeros, pues sobre él recae la responsabilidad de toda falta cometida por sus discípulos”.

Misericordia como profecía

Me parece un buen ejemplo de lo que la parábola del Buen Samaritano, y todo el Evangelio, debería enseñarnos y de cómo podremos y deberemos vivirla cada día, y en cada ocasión, de modo que el acontecimiento de Cristo Redentor del hombre pueda penetrar cada vez más en el tejido de nuestra vida y de la sociedad y liberar en nosotros y en el mundo una verdadera humanidad. Pero es también un buen ejemplo de cómo la profecía de la misericordia, del hacerse prójimos de los demás, no debe separarse de la obediencia y de la verdad, como lo sugerís en el tema de vuestro Capítulo.


El profeta no es un loco. Dios puede pedirle gestos y palabras extraños para impulsar al pueblo a tomar conciencia de una actitud equivocada, pero la profecía por sí misma es siempre razonable, porque revela la verdad, la verdad última y total de las cosas. La profecía es expresión de la sabiduría y por esto suscita la obediencia, siguiendo un camino para ir más lejos, más en profundidad, para no perderse o retroceder.



La profecía indica un camino que nos hace progresar hacia la plenitud de la vida. Por esto, la misericordia del buen samaritano es una profecía que Jesús pone ante los ojos del doctor de la Ley para que también él haga un camino hacia la plenitud de la vida: “¡Ve y haz tú también lo mismo!” (Lc 10,37). Un signo verdaderamente profético, un ejemplo de vida profética, no es solo un ejemplo de caridad, de misericordia: es un acto de misericordia y de caridad hacia la vida de quien lo ve, porque le muestra el camino de la vida a recorrer y que él podrá seguir verdaderamente si acepta obedecer a este signo profético. Para Jesús, el hombre medio muerto que debe recomenzar a caminar en una vida nueva es el mismo doctor de la Ley que tiene delante, porque él es el prójimo de Jesús.

Jesús se hace prójimo del doctor de la Ley que lo interroga sobre lo que debe hacer para “heredar la vida eterna” (Lc 10,25). Todavía no es libre para amar y por esto intenta justificarse: “Pero aquél, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»” (10,29). Pero Jesús, viendo que aún está “medio muerto”, que no vive en plenitud, se le hace cercano con su Palabra, se acerca a su libertad, a su deseo de vida, a su corazón sediento de felicidad, y le habla de misericordia, de misericordia para todos y que todos, incluso los infieles samaritanos, pueden ejercer.


La profecía de nuestra vida debería ser precisamente un Evangelio viviente de la misericordia que interpela y reaviva el corazón herido y enfermo de cada hombre, para ayudar a su libertad a hacer un camino de misericordia, un camino de proximidad al hermano en la misericordia. Y esta profecía deberíamos vivirla ante todo en comunidad, ser los unos para los otros profetas de la misericordia de Dios. Esta debería ser la naturaleza y la sustancia de las relaciones comunitarias como las quiere san Benito, porque estamos unidos para pasar juntos de la “media vida” a la vida eterna. Y si esto acontece, la comunidad se convierte en profecía de esta para los demás, para todos.

Y esta es una profecía de resurrección que fundamenta toda esperanza. La misericordia es el secreto de la realización de la vida, para quien la ejerce y para quien la recibe, y este paso de la “media vida” a la plenitud de la vida eterna es una resurrección real, una experiencia de la Resurrección de Cristo, que no solo vence las “medias muertes”, sino la muerte total fruto del pecado.

Es con esta mirada de fe con la que debemos ver en la caridad el fundamento de nuestra esperanza, de la esperanza para todos los “medios vivos” que somos individualmente o como comunidad. Porque Jesús nos es cercano, se cuida de nosotros, nos confía a quien nos puede ayudar en su nombre y paga todo con la Sangre de la Cruz.

Pero no debemos limitarnos a esperar en su Misericordia. Debemos también esperar con certeza que quizá nosotros podemos llegar a ser misericordiosos como el Padre, porque esta es la plenitud de la vida, la vida eterna que Jesús nos permite acoger a través de nuestra miseria que se deja curar y amar por Él para aprender a tener Su mirada sobre las miserias de nuestro prójimo.

Nuestra miseria, nuestra vida, que no es nunca totalmente viva y feliz, es de este modo el instrumento para tener experiencia de la Misericordia de la que tiene sed todo hombre, también, y sobre todo, el que está tan mal que no es capaz ni siquiera de pedir ayuda. El samaritano ha sentido la necesidad del hombre herido dentro de sí, dentro de la herida de su corazón. Esta es justamente la imagen de Cristo que en la Cruz ha experimentado nuestra sed de Misericordia y la ha confiado toda ella al Padre junto con toda su vida.

Dios nos ama como a Sí mismo en el don del Espíritu

En el breve diálogo entre el doctor de la Ley y Jesús que introduce la parábola del buen samaritano el verdadero problema es cómo amar al prójimo como a sí mismo, tal y como lo pide el libro del Levítico (19,18).

Recientemente me preguntaba, leyendo este precepto del Levítico citado en Gálatas 5,14, si también Dios nos ha amado como a sí mismo. Porque es siempre un poco extraña para nosotros la idea de tener que amar como nos amamos a nosotros mismos. Con frecuencia no nos amamos de verdad a nosotros mismos, o nos amamos mal, buscando solo nuestro interés y nuestra gloria, que nos hacen infelices; o nos parece que amarnos a nosotros mismos excluya el amor al otro.

De esta forma, me preguntaba si y cómo Dios se ama a Sí mismo. Y de repente me he dado cuenta que el amor de Sí mismo de Dios es el Espíritu Santo. En la Trinidad, Dios se ama a Sí mismo en el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que es el Espíritu Santo. En Dios, amarse a Sí mismo, coincide con el amor del Otro, y también el Amor con el que Dios se ama es un Otro, es la tercera Persona de la Trinidad.

Entonces me he dado cuenta de que también Jesús, cuando nos pide amar al prójimo como a nosotros mismos, nos lo pide siguiendo el modelo del Amor de Sí de Dios que es el Espíritu, y que el Don del Espíritu quiere decir que podemos finalmente amar al prójimo como a nosotros mismos a través de un amor que no se repliega sobre nosotros, porque es el amor mismo de Dios que es el Espíritu. Y el Espíritu es el soplo vital que permite al ser humano estar de verdad vivo, totalmente vivo, gracias a la vida divina. Pentecostés ha consagrado y convertido en algo esencial para la Iglesia esta experiencia a través de todos los carismas y los sacramentos que animan la comunidad cristiana haciéndola signo profético de la Misericordia del Padre que nos ama y engendra en el Hijo muerto y resucitado por nosotros.

En la comunidad estamos llamados precisamente a amarnos como Dios se ama a Sí mismo, a amarnos en el don del Espíritu, en el don de la caridad de Dios. La Virgen María es en esto el modelo original de este amor en el Espíritu acogido en la humildad de nuestra miseria para permitir a Cristo ser el Dios-con-nosotros, el Dios prójimo a cada hombre, a cada miseria humana. Cuando tenemos experiencia, en nosotros y entre nosotros, en nuestras comunidades, de que el Espíritu sopla con ternura en nuestra miseria, entonces tenemos la certeza de que la esperanza de vida de la que damos testimonio es invencible y dará fruto a su tiempo, el tiempo de Dios.



29/5/13

Reavivar el don de Dios


“Reaviva el don de Dios que hay en ti”

La veracidad de nuestra vida

La veracidad de la vocación
Todos somos conscientes de que nuestra vocación tiene una veracidad. Es decir, un modo de concebirla y de vivirla que sea verdadero, auténtico. Somos conscientes que la llamada a seguir una vocación según un carisma particular exige de nosotros una veracidad, exige de nosotros una adaptación de nosotros mismos, de nuestra vida, de la vida de las comunidades y de toda una Orden, a un “ideal” que nos es propuesto y dado. Si con frecuencia no todos se dan cuenta conscientemente de que no son veraces con respecto a su vocación, vemos que la no veracidad es, sin embargo, percibida por cada uno al menos como insatisfacción, descontento, que a menudo se manifiesta en veracidades ilusorias, autónomas, mentirosas.

Nunca como desde cuando soy abad general, me he encontrado ante el problema de la veracidad en la vivencia de nuestra vocación. Antes pensaba en ello, también era una preocupación antes, con respecto a mí mismo y a mis hermanos de comunidad, pero, ahora, en una posición en la que en cierto sentido me siento responsable impotente de la veracidad de tantas comunidades tan diferentes en su modo de seguir el carisma, este problema es un asilo que, confieso, a menudo me deprime y me da tentaciones de huir. A veces me encuentro como mirando al vacío, como si no fuese capaz ni siquiera de pensar, de ver un horizonte, pues tan absurdo me parece el modo con el que algunas comunidades y personas, algunos superiores, se colocan ante su vocación, a aquella vocación que debería ser “nuestra”, una vocación común, aun seguida con acentos y modalidades diferentes, determinados por la diversidad de factores culturales, históricos, sociológicos, etc., en los que cada uno es llamado. 

La veracidad es definida como la correspondencia a la verdad. Este aspecto de la correspondencia me parece importante, porque nos recuerda que la verdad no es jamás algo suspendido en el vacío, no es algo en sí y por sí. La verdad es una realidad que “nos corresponde”, es, por lo tanto, una realidad “a la que corresponder”, a la que responder, es decir, con respecto a la cual hemos de ser responsables. Y esto es válido sobre todo cuando está en juego la vida, la verdad de la vida. No sirve preguntarse qué es la verdad, como Pilato, si no se asume la responsabilidad hacia ella. Y Jesús nos ha revelado que la responsabilidad hacia la verdad quiere decir responsabilidad hacia su Persona, hacia el don que Él nos hace de sí mismo hasta la muerte en Cruz. 

El carisma originario

Para vivir una vocación con veracidad es importante volver a la realidad original de nuestra llamada, a la realidad original de nuestra forma de vida. Es lo que llamamos carisma. Pero el carisma de los carismas para nosotros, para todos, es Cristo mismo que nos llama, Cristo mismo que nos encuentra, nos mira, nos llama, nos pide algo. El carisma no es nunca un don del Espíritu concebido como una realidad aparte. El carisma es aquel modo particular con el que el Espíritu Santo nos concede encontrar a Cristo e iniciar una amistad con Él. Si no se vuelve siempre de nuevo al carisma esencial de la relación con Cristo, que nos introduce a la relación con el Padre, vaciamos el carisma del Espíritu que lo anima, porque el Espíritu Santo es esencialmente el amor, la comunión, entre el Padre y el Hijo. 

San Pablo expresa bien esta concepción carismática y cristológica de la vocación cuando pide a Timoteo: “Reaviva el don de Dios que hay en ti” (2 Tm 1,6). En el caso de Timoteo se trata del don del presbiterado recibido por imposición de las manos de Pablo. Pero cada vocación es un don de Dios que la Iglesia nos transmite. Y nuestra libertad está llamada a reavivar siempre en nosotros el don de Dios de la vocación y misión de nuestra vida.

En 2 Timoteo 1,6, Pablo dice literalmente: “reaviva el fuego [anazopyrein] del carisma de Dios que hay en ti”. En latín se habla además de resurrección del carisma: “admoneo te ut resuscites gratiam Dei quae est in te”.

La idea de “reavivar el fuego”, de “resucitar”, nos impulsa a percibir la importancia de nuestra responsabilidad ante el don de nuestra vocación, de toda vocación, tanto personal como comunitaria, ante la vocación de cada movimiento o familia religiosa que el Espíritu suscita en la Iglesia.

La vocación es un carisma, una gracia, un don de Dios, pero estamos llamados, exhortados, a reavivar este fuego. Prefiero la idea de reavivar el fuego más que la de resucitar, porque la resurrección requiere el poder de volver a dar vida a algo muerto, sin embargo, reavivar el fuego quiere decir dar oxígeno y combustible a una llama que no está apagada, de la que siempre permanecen al menos las brasas ardientes bajo la ceniza.

Porque todo don de Dios es algo definitivo: “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables”, escribe Pablo a los Romanos (Rom 11,29). Pero nuestra libertad, a la cual se confía cada don de Dios, es responsable de que arda el don o permanezca bajo las cenizas. Somos responsables de permitir al carisma que arda, que sea fuego, y no solo brasas. Somos responsables de que el carisma viva de verdad.

El don de Dios es un poco como lo que Cristo llama en el Apocalipsis “primer amor” (Ap 2,4) cuando se dirige a la Iglesia de Éfeso, el fuego del amor primero que hemos abandonado y que estamos llamados constantemente a reavivar. ¿Cómo? Lo dice Jesús poco después a la Iglesia de Laodicea: “Sé ferviente y arrepiéntete. Estoy a la puerta llamando. Si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos” (Ap 3,19-20).

En definitiva, es necesario abrir la puerta a Cristo, para que haya esa corriente de aire que reavive el fuego del primer amor, del don de Dios que nos ha inflamado desde el comienzo, que ha inflamado desde el comienzo a nuestra Orden, que ha inflamado el comienzo de la Iglesia el día de Pentecostés.

“Sé ferviente y arrepiéntete. Estoy a la puerta llamando. Si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos”.

Los elementos que permiten reavivar el fuego del don de Dios son el celo y la conversión que permiten a la palabra y a la presencia de Cristo entrar en nuestra vida, en nuestro corazón, en nuestra comunidad.

Solo de esta forma nuestra vida y vocación encuentran su veracidad, porque se reaniman en la fuente del don de Dios, en la fuente de la presencia de Cristo y del Evangelio.

A los 50 años del Concilio, vemos claramente que la renovación de la veracidad de nuestra vida está por comenzar. El Concilio ha lanzado un trabajo de renovación que no era solo para algunos años o decenios de post-Concilio, para algunas reformas exteriores que se han hecho con más o menos prisa, como la adaptación de las Constituciones. El Concilio ha invitado a reavivar el fuego del don de Dios de nuestra vocación, y esto se debe hacer siempre volviendo a los orígenes, al comienzo, al amor primero o, más bien, volviendo al primer Amado, al primer anuncio, es decir, al Evangelio.

La veracidad de la fe

Decía más arriba que la veracidad es la correspondencia con la verdad. Si para nosotros la verdad es Cristo, la veracidad de nuestra vida es poner toda nuestra fe en Él, en el Amén que decimos a Cristo. San Benito pide en el capítulo 11 de la Regla que el domingo lea el abad el Evangelio “mientras todos están en pie con veneración y temor” y que “al final de la lectura todos respondan: ¡Amén!” (RB 11,9-10).

Este “Amén” expresado ante la Palabra del Evangelio, leído el domingo por aquel o aquella que representa a Cristo en la comunidad, estando en pie con actitud de veneración y temor de Dios, este “Amén”, sintetiza toda la veracidad de nuestra vida y vocación. Pero este Amén debe convertirse en la sustancia y el deber de toda nuestra vida, la expresión suprema e integral de nuestra libertad.

En el Prólogo de la Regla, San Benito explica lo que significa este Amén al Evangelio de Cristo. “Ciñéndonos, pues, nuestra cintura con la fe y la observancia de las buenas obras, sigamos por sus caminos, llevando como guía el Evangelio, para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a su reino” (Pról. 21).

Decir “Amén” al Evangelio quiere decir seguir a Cristo mismo, escuchándolo, viéndolo, para entrar en su Reino. El Evangelio es Cristo que guía nuestra vida con verdad y caridad. No puede existir veracidad de vida sin este seguimiento, sin seguir este camino.

¿Qué es el Evangelio?

Así pues, pienso que es importante comenzar iluminando lo que entendemos cuando hablamos de Evangelio. Para entender cómo seguirlo, cómo vivirlo; para entender cómo vivirlo hoy, para entender como vivirlo en la vida monástica, para entender cómo vivirlo concretamente, verazmente, debemos aclararnos de qué tratamos cuando hablamos del Evangelio.

Sabéis que la palabra Evangelio está compuesta en griego por eu (bien) y angelion (anuncio). El Evangelio es un “buen anuncio”, una “buena noticia”.

¿De qué se trata? ¿Por qué es buena? ¿Qué anuncia? Debemos plantearnos esta pregunta si queremos que esta buena noticia siga siendo no solo buena, sino también nueva.

Es significativo que el término “nuevo” corresponda al término “anuncio”, que derive de “anuncio”. “Nuevo” es lo que se anuncia, que equivale a lo que no se sabía o conocía antes. Entonces ¿Cómo puede ser nuevo un anuncio con una antigüedad de 2000 años?

Si pensamos en el anuncio de la caída del Imperio romano de occidente en el año 476, ninguno de nosotros lo considera una novedad, incluso si lo aprende por primera vez como los niños de la escuela. Es una información histórica que ya no es noticia, ya no es novedad.

Para que una cosa sucedida en el pasado pueda permanecer como noticia, como novedad a comunicar con entusiasmo y fervor, es necesario que permanezca ella misma como nueva, es necesario que el hecho histórico siga siendo un hecho que acontece hoy. No basta que la novedad resida en conocer la noticia, la información, como cuando se supo por primera vez que el imperio romano había caído en el 476. Es necesario que el acontecimiento mismo permanezca nuevo, actual, presente, vivo.

Por esto, para que el Evangelio permanezca como “buena noticia”, “buena nueva”, es necesario que no se reduzca a un libro de historia. No basta que sea un documento histórico, ni un libro de historia actualizado. No basta saber que el texto es auténtico, el más cercano posible a los hechos relatados. Como no basta tener una edición actualizada en lenguaje coloquial. Ni siquiera me basta que se me presente del modo más adaptado a la sensibilidad de hoy. Para que siga siendo “buena noticia”, el Evangelio debe anunciarme algo que acontece hoy, ahora, y que acontece para mí, que me acontece a mí.

El hecho de que la lectura adecuada del Evangelio sea siempre la que se hace en la Iglesia, y especialmente en la liturgia, como hemos visto en la Regla, no es simplemente una medida para evitar equivocarse en la interpretación, sino que se debe a que el Evangelio describe lo que sucede en la Iglesia, describe la novedad que se reproduce en la Iglesia, que se reproduce realmente en el sacramento. Separado de la experiencia eclesial, el Evangelio se convierte en un documento antiguo, ya no es “buena noticia”, sino “buena antigüedad”, que llevado al extremo vale menos que los jeroglíficos egipcios o los textos filosóficos griegos.

Existe como una progresión en el anuncio del Evangelio. Cuando Jesús comienza la vida pública, los evangelios dicen que recorría ciudades y pueblos “proclamando la Buena Nueva del reino” (Mt 4,23; 9,35). Pero en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas se habla más bien de “Buena Noticia de Jesucristo” (por ejemplo: Hech 5,42).

Cuando Jesús comienza la predicación, es como si anunciase a sabiendas que el contenido de la Buena Noticia es un misterio, es algo misterioso, no definible. En efecto, ¿qué es el reino de Dios? La gente es atraída, se detiene, escucha, mira, sigue, y poco a poco los más humildes y pobres de espíritu comprenden que el contenido de la Buena Noticia es el mismo Jesús, que el reino de Dios anunciado coincide con su presencia que trae la verdad, el amor, la salvación; que coincide con Él que se revela omnipotente y misericordioso. La Buena Noticia es la persona de Cristo que salva.

En el fondo, el criterio último que decide si uno acoge o rechaza el Evangelio es, ya durante la vida de Jesús, si se admite o no la coincidencia de la Buena Noticia con la persona de Cristo, si se admite que el Evangelio del reino de Dios corresponde al Evangelio de Jesucristo, y de Jesucristo no solo en el sentido de que lo ha proclamado o inventado Él, sino en el sentido de que Él es la Buena Nueva, que su Persona es la Novedad Buena. Para los apóstoles está clarísimo a partir de Pentecostés que anunciar el Evangelio quiere decir anunciar a Jesucristo, anunciar su presencia y su amor. 

¿Quién entiende esto?

En los Evangelios se evidencia una categoría de personas que el Antiguo Testamento ya había puesto de relieve discretamente: los pobres de corazón, los humildes. Ellos son lo que comprenden o, más bien, los que acogen mejor todas estas coincidencias de la Buena Nueva con la persona misma de Jesús de Nazaret. En ellos y por ellos el anuncio del Evangelio como Palabra se convierte enseguida en adhesión al Evangelio como Persona. Escucha a Jesús hablar y se pegan a Él, incluso sin entender todo lo que ha dicho. Para los pobres, los pequeños, los humildes, el Evangelio es Jesucristo.

Esto es algo que debemos entender siempre nuevamente si queremos que el Evangelio siga siendo actual en nuestros días, y si queremos entender qué significa vivirlo hoy. San Benito, insistiendo sobre el tema de la humildad en la ascesis monástica, quiere, en el fondo, formar en nosotros aquellos pequeños y pobres de corazón que puedan de verdad acoger y vivir el Evangelio, adhiriéndose con fe total a Jesús. Si esto no sucede, el Evangelio se convierte en una abstracción, un texto, una doctrina, una teoría que nuestra interpretación puede manipular como y cuanto quiera.

Si queremos volver a encontrar el Evangelio escuchado y seguido por Benito y Bernardo, como lo hicieron Juan y Andrés, Pedro, María Magdalena y Pablo, como hicieron María y José, debemos hallar de nuevo la identificación del Evangelio con Jesús, volver a encontrar el Evangelio como “Verbum Domini”, como Palabra del Señor, Palabra del Verbo, Palabra de la Palabra, como Palabra hecha carne, hecha Persona para ver, tocar, escuchar y amar.

La Vida se ha manifestado

Es la conciencia de la que estaba empapado el apóstol y evangelista Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, – pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó – lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.  Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo” (1 Jn 1,1-4).

El contenido y la sustancia del anuncio, de la Buena Noticia, es el Verbo encarnado, una Persona que encierra en sí todo lo que existe “desde el principio”, es decir, desde siempre y por siempre; que encierra en sí todo lo que debemos experimentar, saber y vivir; una Persona que es la plenitud de nuestra alegría, una Persona que colma el deseo de felicidad de nuestro corazón.

Esta Persona es “Vida eterna”, la vida perfecta, la vida siempre viva, la vida que no muere, la plenitud de la vida, el origen y la plenitud de toda vida, de nuestra vida. Nuestra vida es el reflejo, la imagen, el embrión de esta Vida eterna, y por esto nuestra vida anhela esta Vida eterna como su Origen y su Plenitud. Este origen y esta plenitud están perfectamente “encerrados” en el Verbo de la Vida, dentro del Misterio total, global, de la Trinidad. El Verbo de la vida es la Vida y la Verdad de nuestra vida en cuanto está “cerca del Padre”, “apud Patrem”, en cuanto que está dirigido al Padre. La Vida de nuestra vida es la Persona del Verbo que está en comunión con el Padre, vuelto al Padre, tendido al Padre, en el Padre, en una relación de amor infinito, perfecto, en la plenitud de Amor que es la Persona del Espíritu Santo Paráclito.

Experiencia, anuncio y comunión

He aquí, entonces, que esta perfección de Amor, de Relación trinitaria, ha aparecido, se ha manifestado, se ha vuelto hacia nosotros; literalmente; se ha “epifanizado” a nosotros. “Pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó”. Juan nos dice esto como un inciso, poniéndolo entre paréntesis, pero de hecho este inciso es el corazón del pasaje, es el acontecimiento que explica todo, que nos permite decir y vivir todo lo demás. Es la manifestación de la Vida eterna que nos permite entrar en las tres dimensiones descritas aquí por Juan: la experiencia, el anuncio y la comunión. La experiencia de poder oír, ver, contemplar, tocar el Verbo de la vida. El anuncio, el testimonio de este hecho, de este acontecimiento, de esta presencia personal. La comunión fraterna en la comunión con Dios, reunida en la participación de la Comunión trinitaria que abraza todo, porque es origen, consistencia y fin de toda comunión, de toda relación, de todo amor.

La epifanía del Verbo de la Vida, la epifanía de la vida en el Verbo de la Vida, hace posible la experiencia, el anuncio y la comunión, es decir, es el fundamento y la sustancia de toda experiencia cristiana. Y estas tres dimensiones no están separadas, sino que están la una en la otra y la una genera a la otra en una especie de circuminsesión que refleja en el mundo humano el misterio de la Trinidad. Cada una de estas tres dimensiones es el origen y el fin de las demás: la experiencia genera anuncio y comunión; el anuncio genera experiencia y comunión; la comunión genera experiencia y anuncio…

Ahora bien, en esta experiencia ternaria, y diría trinitaria, la dimensión del anuncio es la que corresponde al momento de la manifestación del Verbo de la Vida, la que corresponde al momento de la epifanía del Verbo de la Vida. El apóstol anuncia, el evangelista anuncia, porque el Verbo se ha manifestado. Pero en la manifestación del Verbo está tan implicada la experiencia, la sensibilidad, del evangelista, que el anuncio no es más que el paso a través de su carne, de sus facultades, de su expresividad, del mismo Verbo. El evangelista transmite el Evangelio del Verbo de la Vida sin hacerle sombra, porque la manifestación del Verbo está probada por la posibilidad de ser escuchado, mirado y tocado.

Esto es lo excepcional del testimonio eclesial, del anuncio eclesial: el hecho de que la mediación humana no entorpece la transmisión de la Palabra, del Verbo, porque la manifestación del Verbo coincide con el hecho de que se hace posible la experiencia humana de su presencia. El hecho de que un hombre pueda oír, ver y tocar al Verbo de la Vida es precisamente la manifestación del Verbo. De este modo, las orejas, los ojos y las manos del discípulo forman parte integrante de la manifestación. La humanidad de Juan, de Pedro, de María Magdalena, de Pablo, de Benito, de Bernardo, de Gertrudis, forma parte integrante de la manifestación del Verbo de la Vida.

Por lo tanto, el Evangelio es Jesucristo mismo, pero Jesucristo escuchado, mirado y tocado por sus discípulos, por la Iglesia, por la comunidad eclesial. De esta forma, el Evangelio es al mismo tiempo el Verbo de la Vida en cuanto que se manifiesta y en cuanto que tenemos experiencia de él. El Evangelio es palabra y escucha, luz y mirada, cuerpo y abrazo. Por esto el Evangelio es verdaderamente lo que es en su proclamación durante la celebración eucarística, allí donde el sacerdote lo anuncia y la asamblea lo escucha. Y por esto no tiene sentido buscar una verdad o una palabra evangélica “depurada” de la expresión eclesial, es decir, buscar la palabra de Jesús destilándola de lo que la comunidad apostólica hubiese añadido, purificándola de lo que la primera comunidad de la Iglesia hubiera superpuesto. Sería como querer retener un sonido sin el instrumento que lo produce, o la luz de un paisaje de Van Gogh sin mirar el cuadro mismo... Cierto que el sonido existe aunque ninguno lo escuche, que la luz existe aunque nadie la vea, pero es abstracto imaginar una manifestación sin el momento de su acogida. 

Sería como imaginar la encarnación del Verbo sin la Virgen Maria, sin el seno y el corazón, y toda la persona de la Virgen. Sin la Virgen no hay manifestación del Verbo encarnado, del mismo modo que no hay manifestación de Cristo sin la Iglesia, sin nosotros. Y allí donde la experiencia de la Iglesia es reducida, allí donde, por ejemplo, la Iglesia está dividida, o amputada de sus dimensiones fundamentales, también la manifestación de Cristo resulta reducida, ofuscada.

Metanoia y seguimiento

Pero hechas todas estas premisas, ¿cuándo vivimos el Evangelio? ¿Cuál es la característica fundamental de la vida evangélica? ¿En qué sentido los santos, aun siendo tan diferentes uno de otro, han vivido el Evangelio, y lo han vivido a la letra? ¿Cuál es la característica de la vida evangélica verdadera que podemos vivir hoy, como hace 2000 años, o en los tiempos de Benito o de los primeros cistercienses?

En la vida de cada santo hay una irrupción del Evangelio de Jesucristo, o del Evangelio que es Jesucristo, del Verbo de la Vida encarnado, que marca como un sobresalto la conversión, por la que después de  aquella irrupción, la vida ya no es la misma. Quizá no se convierte enseguida en mejor, pero ya no es la misma. En efecto, se verifica en la persona un cambio de conciencia de la vida, de la propia vida, de su sentido, de su misión. Es un momento de metanoia, que, come sabéis, es un término del Evangelio que literalmente es más intenso que el término “conversión”.

μετάνοια está compuesto por la preposición μετά (después, con) y del verbo νοέω (percibir, pensar). Se trata de un cambio de juicio, de pensamiento, una conversión espiritual, del corazón. Y este es, en efecto, el primer y fundamental efecto que el Evangelio debería tener sobre nosotros, como lo prueban la primerísimas palabras de Jesús en el Evangelio de Marcos: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca; convertios (metanoeite) y creed en el  evangelio.” (Mc 1,15)

Seguidamente después de esta proclamación del Evangelio y de las exigencias relativas de la metanoia, Marcos relata la llamada de los primeros discípulos: “Mientras iba por la orilla del mar de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que echaban las redes en el agua, porque eran pescadores. Jesús les dijo: «Seguidme y os haré pescadores de hombres». Inmediatamente, dejaron sus redes y lo siguieron.” (Mc 1,16-18)

Creo que es importante, para comprender qué implica seguir a Jesús en la vida evangélica, no separar la llamada general a la metanoia de la llamada particular al seguimiento, en este caso, para ser pescadores de hombres. Tengo la impresión de que a menudo, nosotros, que hemos sido implicados en una forma vocacional particular y, sobre todo, debemos formar a otros para vivirla, olvidamos que no hay seguimiento si antes, si ante todo, no hay metanoia, si no hay un impacto interior del Evangelio de Jesucristo. Cuando Jesús grita “Metanoeite!”, no pide otra cosa sino una posición del corazón que es más un deseo que un cambio. Es como fijar la mirada en otro lugar, tenderla hacia una meta. Y esto siempre es posible; esto es posible enseguida si uno encuentra verdaderamente a Jesús. En efecto, dice: “Seguidme y os haré...”. Promete lo que hará Él. Pero aceptar comenzar este camino tras Él solo es posible si el encuentro con Él está provocando ya una metanoia, una atracción del corazón hacia otro sentido de la vida, una atracción del corazón hacia una novedad que el Evangelio nos propone con la fuerza y la persuasión que es propia de la persona de Jesús.

La prioridad de Jesucristo

Entonces, ¿cómo podemos describir el sobresalto de conciencia, la metanoia, que el Evangelio de Jesús puede y quiere provocar? ¿Podemos describir en qué consiste aquella percepción diferente, más allá de nosotros mismos que se realiza en la metanoia?

El primero que grita “Metanoeite!” en el Evangelio es Juan Bautista (Mt 3,2). Pero también él tuvo su metanoia evangélica en el momento de la venida de Jesús. Como mensaje, su anuncio tenía ya un sabor evangélico, pero también para él la verdadera Nueva Noticia ha sido la manifestación del Verbo de la Vida. Ahora bien, Juan Bautista, como escribe su discípulo Juan evangelista, “no era la luz, sino el testigo de la luz” (Jn 1,8). Y el testimonio del Bautista es sencillo: “El que viene después de mí es antes de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1,15).

Acoger el Evangelio, tanto para el Bautista como para nosotros, quiere decir reconocer que entra en nuestra vida algo, alguien que nos precede, que existe antes, eternamente antes que nosotros, y que, por lo tanto, debe anteceder en su prioridad, debe encontrar en nosotros una preferencia a nosotros mismos, un cederle el paso, un detenerse, un hacerse silencio, todo para afirmar que Él es antes, que Él es más grande. “Los monjes – pide san Benito al final de su Regla – no antepongan (es decir, no prefieran) absolutamente nada a Cristo” (RB 72,11).

Es a este nivel que salta una metanoia, que cambia la mentalidad del corazón, incluso si aún no cambia la vida.

El Evangelio es un acontecimiento que entra en la vida y toma la primacía como algo que ocurre antes de la vida. “El que viene después de mí es antes de mí, porque existía antes que yo”. San Juan Bautista comprendió todo, y no solo a los treinta años, sino ya desde el seno de su madre. Hacía ya seis meses que estaba en el vientre de Isabel, mientras que Jesús había sido concebido hacía pocos días, sin embargo, Juan exulta porque entra en su vida el Principio eterno de su existencia, el Origen y el Fin, el Sentido de su vida. “Apenas tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre” (Lc 1,44).

El saludo de María es voz del Verbo, transmite y testimonia que el Verbo de la vida está presente y entra en la casa y en la vida de Isabel, de Juan. El saludo de María a Isabel es, por lo tanto, símbolo de evangelización. Si el Verbo no se hubiese encarnado en ella, María no habría partido hacia Isabel, no habría entrado en su casa aquél día, no la habría saludado. Y esta venida, este saludo, corresponden al sentido de la vida de Juan, porque el ángel Gabriel habló a Zacarías de un “buena nueva” (“He sido enviado para hablarte y darte esta buena nueva”, Lc 1,19: “missus sum … haec tibi evangelizare”), pero no le anunció expresamente la encarnación del Verbo. Zacarías pudo también pensar que Juan sería el Mesías esperado.

Con la venida de María, todo encuentra su sentido, y el primero en comprenderlo es Juan, Juan es el primero que acoge la Buena Noticia con júbilo, y en esta situación se hace ahora más evidente que la Buena Noticia, antes que ser un mensaje, una palabra, es una presencia, es Jesús, aunque apenas esté concebido y sea un minúsculo embrión. 

Pero todo esto se hace explícito y se verbaliza cuando Juan dice: “El que viene después de mí es antes de mí, porque existía antes que yo” (Jn 1,15).

Y, efectivamente, cuando Jesús se acerca a él en el Jordán, Juan repite el mismo testimonio: “Al día siguiente ve a Jesús venir hacia él y dice: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es por quien yo dije: Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que él sea manifestado a Israel»” (Jn 1,29-31).

Con su testimonio, Juan evidencia enseguida la sustancia del Evangelio, de la Buena Nueva: la venida de una prioridad absoluta, la venida a nosotros, la manifestación en nuestra vida de lo que era antes que nosotros, de Aquél que es el principio eterno de nuestra vida.

Lo que es antes que nosotros entra en nuestra vida, nos sale al encuentro: este es el Evangelio de Jesucristo. Así se comprende que el Evangelio, el acontecimiento de Jesucristo, viene a crear en nuestra vida y en el mundo una tensión entre lo que somos, lo que vivimos, nuestra historia, nuestro carácter, nuestra psicología, las circunstancias en las que nos encontramos, y aquel acontecimiento que viene a manifestarse, aquella Presencia que aun entrando en nuestra vida es “antes que nosotros”, porque “existía desde el principio” (1Jn 1,1), es el Principio de todo en persona (Col 1,18; Ap 3,14; 21,6; 22,13).

El Evangelio es la presencia del Principio que entra dentro del tiempo de nuestra vida, de la historia, de la aventura humana. Y esto es algo que de por sí desconcierta el tiempo, la vida, el curso normal de la vida, la conciencia del tiempo y de la existencia.

No podemos preguntarnos cómo vivir el Evangelio y, por lo tanto, nuestra vida y vocación con veracidad, sin partir de esta paradoja, de este misterio, que coincide con el misterio de Cristo en la Encarnación, en la Muerte y Resurrección. En todos sus misterios, Jesucristo se manifiesta como El que viene después de mí y es antes que yo, como la entrada en el tiempo del principio del tiempo, como el manifestarse del Verbo de la Vida dentro de nuestra vida, es decir, de la Vida eterna dentro de la vida que pasa.

Esta paradoja impresiona e interpela nuestra libertad. Es una sorpresa que provoca nuestra libertad, nuestra libertad enredada en el tiempo. Nuestra libertad no puede quedarse sin reaccionar ante esta irrupción del Principio dentro de la vida. ¿Cómo reaccionar? Debe reaccionar como el Bautista: reconociendo que de verdad aquel hombre que viene hacia nosotros, y después de nosotros, es antes que nosotros. La reacción más justa en el encuentro con Cristo, ante la novedad del Evangelio, es la fe que reconoce que solo aprendiendo la humildad de Cristo podemos ser verdaderos, vivir con verdad la vida y la vocación. En el fondo, toda la Regla de san Benito, como la enseñanza de la Iglesia, de todos los santos, se resumen en la escucha de la invitación más ardiente e íntima de Cristo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso” (Mt 11,28-29).

Acoger el Evangelio abriéndonos a la metanoia de la preferencia de Cristo que mendiga nuestra obediencia a la humildad y mansedumbre de su Corazón, es decir, a su caridad, es la sustancia de la veracidad y fecundidad de nuestra vida y vocación.

 Conferencia
V Capítulo de la Congregación de Castilla
20-25 mayo de 2013

Dom Mauro-Giuseppe Lepori
Abad General OCist